Durante una décima de segundo, otra idea cruzó vertiginosa su mente, sin que él mismo pudiese asegurar su origen. Por otro lado, había atravesado su conciencia como un relámpago, sin que él supiese decir qué había sucedido en realidad. Pero allí había quedado el rastro, la sombra de la idea, como una negra corriente que discurriese por su cerebro. ¿Por qué lo habría llamado justo en aquel momento? ¿Habría sido pura coincidencia? ¿Sería otra la razón?
El inspector movió la cabeza desaprobando su propia ocurrencia. Aquello era absurdo. Expresión inequívoca del profundo cansancio que lo dominaba y de la creciente sensación de ser víctima de una maquinación. Se quedó de pie, teléfono en mano, incapaz de resolver si llamarla o no, cuando decidió que lo dejaría para más tarde. Estaba a punto de devolver el móvil al bolsillo, pero, sin saber cómo, el aparato se le escurrió de las manos, de modo que él se agachó para evitar que cayese sobre la tierra empapada.
Y aquello le salvó la vida pues, en el preciso momento en que flexionó las rodillas, un estallido atravesó el aire a su espalda. El teléfono quedó sobre el fango. Wallander se dio la vuelta al tiempo que levantaba la escopeta. Algo se movía en el corazón de la niebla, de modo que se arrojó a un lado y se marchó avanzando a trompicones, tan aprisa como pudo. Pero se había dejado atrás el teléfono. El corazón le sacudía el pecho con violencia. Ignoraba quién le habría disparado o por qué. «Pero tiene que haberme oído», se dijo. «Sólo a través de mi voz ha podido localizarme en la niebla. Si no se me hubiese caído el teléfono, ahora no estaría vivo». Aquella constatación lo llenó de pavor. El temblor de sus manos lo hacía agitar la escopeta de un lado a otro. Sabía que no lograría dar con el teléfono y desconocía la posición exacta del coche, pues había perdido el norte de dónde se encontraba realmente. Ya ni siquiera vela la valla.
Lo único que deseaba era salir de allí. Se agazapó, escopeta en mano. En algún punto del banco de bruma se ocultaba el hombre que le había disparado. Wallander intentaba penetrar la fría blancura de la niebla, sin dejar de prestar la máxima atención. Pero reinaba el más absoluto silencio. Ya no se atrevía a permanecer allí por más tiempo Tenía que marcharse de aquel lugar. De modo que, sin pensárselo dos veces, le quitó el seguro a la escopeta y lanzó al aire un disparo que sonó ensordecedor. Después, echó a correr hacia un lado y, tras varios metros, se detuvo a escuchar de nuevo. Había entrevisto la valla, lo que le permitió saber en qué sentido debía seguirla para alejarse del aparcamiento.
Pero, al mismo tiempo, percibió otro ruido. Un sonido inconfundible de sirenas que se aproximaban. «Alguien oyó el primer disparo», concluyó. «Las carreteras estarán llenas de policías». Se apresuró hacia el desvío al tiempo que experimentaba la sensación de que su situación empezaba a ser más ventajosa. Y aquella sensación convirtió el pánico en la más absoluta indignación pues, por segunda vez en un corto plazo de tiempo, alguien había disparado contra él. Hacía cuanto estaba en su mano por razonar con claridad: la furgoneta seguía aparcada en medio de la niebla, y no había más que una salida, con lo que si el hombre que le había disparado optaba por tomar la furgoneta y marcharse, no les resultaría difícil detenerlo; si, por el contrario, decidía huir a pie, se complicarían las cosas.
Wallander había llegado ya al desvío y echó a correr siguiendo la carretera.
Las sirenas se oían cada vez más próximas y comprendió que no venía sólo un coche, sino dos, tal vez tres. Cuando vio las luces de los faros, se detuvo y comenzó a hacer señales con las manos. En el primero de los vehículos iba Hanson, y Wallander no recordaba haberse alegrado nunca tanto de ver a su colega.
—¿Qué ha pasado? —gritó Hanson—. Nos llegó una alarma de que se habían oído disparos por aquí. Y Ann-Britt me dijo que tú estabas en la zona.
Wallander le refirió brevemente lo sucedido.
—Que nadie salga sin equipo de protección —ordenó—. Además, hemos de traer algunos perros policía. Pero antes nos prepararemos por sí intenta huir en la furgoneta.
No les llevó mucho tiempo acordonar la zona y ponerse los chalecos antibalas y los cascos. Finalmente, llegó Ann-Britt y, poco pues, también Martinson.
—La niebla irá dispersándose —aseguró Martinson—. Estuve hablando con el Instituto de Meteorología y me dijeron que era un banco muy local y transitorio.
Así pues, se dispusieron a aguardar. Había dado la una de aquel sábado 18 de octubre.
Mientras esperaban, Wallander le pidió prestado el teléfono a Hanson y, tras haberse apartado unos metros, marcó el número de Elvira Lindfeldt, pero cambió enseguida de idea y colgó antes de que ella hubiese podido responder.
Siguieron esperando, pero nada sucedía. Ann-Britt despachó a unos periodistas curiosos que habían dado con el lugar. Pero nadie había oído hablar de Robert Modin ni de su coche. Wallander intentaba bosquejar alguna explicación lógica. ¿Le habría ocurrido algo al joven o por el contrario, habría sabido escapar del peligro hasta aquel momento? El inspector lo ignoraba y no lograba dar con ninguna respuesta satisfactoria. En el corazón del banco de niebla se ocultaba, por si fuera poco, un hombre armado cuya identidad o motivos también desconocían.
Hacia la una y media de la tarde, la neblina empezó a disiparse con gran rapidez. De repente, comenzó a clarear esfumándose hasta desaparecer por completo. Salió el sol. Y allí seguía la furgoneta Mercedes, al igual que el coche de Martinson. Pero no se divisaba a nadie. Wallander se acercó a recoger su teléfono.
—Debe de haberse marchado a pie —concluyó el inspector—, pues ha abandonado aquí el vehículo.
Hanson llamó a Nyberg, que prometió acudir de inmediato. Registraron la furgoneta, aunque no hallaron nada que revelase la identidad de la persona que la había conducido. Lo único que encontraron fue una lata medio vacía de algo que parecía ser pescado. Una elegante etiqueta informaba de que la lata procedía de Tailandia y contenía arenque oriental.
—¡A ver si hemos dado con la pista del tal Fu Cheng! —aventuró Hanson.
—Es posible, pero no podemos dar nada por sentado —advirtió Wallander.
—¿No pudiste verlo?
La pregunta, que había sido formulada por Ann-Britt, provocó en Wallander una suerte de enojo inmediato, pues creyó percibir cierto velado ataque.
—No —replicó terminante—. No vi a nadie. Y tú tampoco habrías visto a nadie.
Ella se sintió molesta.
—Bueno, bueno. No era más que una pregunta —se defendió la colega.
«¡Vaya!, estamos todos más que hartos», se dijo Wallander. «Ella tanto como yo. Por no hablar de Nyberg. Tal vez se escape Martinson que, pese a todo, tiene aún fuerzas para andar conspirando por los pasillos».
Se entregaron a la búsqueda, asistidos por los perros policía. Los animales no tardaron en olfatear un rastro que los condujo hasta la playa. Entretanto, Nyberg ya había llegado acompañado de sus técnicos.
—Huellas dactilares —apuntó Wallander—. Eso es lo más importante Y las posibles coincidencias con las halladas en los apartamentos de Falk, tanto el de la calle de Apelbergsgatan como el de la plaza de Runnerstroms Torg. Sin olvidar la estación de transformadores, el bolso de Sonja Hókberg y, ni que decir tiene, el apartamento de Siv Eriksson.
Nyberg echó una ojeada al interior de la furgoneta.
—¡Uf!, doy gracias siempre que llego a un lugar en el que no hay ni rastro de cadáveres destrozados o tal cantidad de sangre que abrirme paso a nado.
Olismeó en la cabina del conductor antes de concluir:
—Aquí han fumado marihuana.
Wallander fue a comprobado, pero él no notó nada.
—Hay que tener buen olfato —afirmó Nyberg satisfecho—. ¿Aprenderán eso hoy en la Escuela Superior de Policía? Me refiero a la importancia que puede tener un buen olfato.
—Lo dudo —repuso Wallander—. Pero mantengo que deberías presentarte allí y dar unas conferencias. Para demostrarles cómo se olfatea, entre otras cosas.
—¡Yo qué coño voy a ir allí! —barbotó Nyberg, concluyendo abruptamente la conversación.
Robert Modin seguía desaparecido por completo. A eso de las tres, los guías caninos regresaron con la noticia de que habían perdido el rastro detectado en la playa algo más al norte.
—Avisa de que quienes estén buscando a Robert Modin han de permanecer alerta por si se topan con un sujeto de aspecto asiático —advirtió Wallander—. Y es importante que, quienes lo encuentren, se abstengan de intervenir hasta que no dispongan de los refuerzos necesarios. Se trata de un individuo peligroso que no duda en disparar. Ya ha tenido mala suerte en dos ocasiones, pero no podemos esperar que se repita una tercera. Además, hemos de mantenernos atentos a las denuncias entrantes de coches robados.
Acto seguido, Wallander reunió en torno a sí a sus colaboradores más próximos. Lucía el sol y no soplaba la menor brisa.
—¿Sabéis si había policías en la Edad del Bronce? —inquirió Hanson.
—Seguro que sí —opinó Wallander—. Y también estoy seguro de que no existía el director nacional de la policía.
—Al parecer, tocaban el cuerno —explicó Martinson—. Yo estuve hace unos años en un concierto celebrado junto a las Piedras de Ale
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, y sonaban como sirenas marinas. Pero, claro está, podemos suponer que así sonaban las sirenas policiales de tiempos pretéritos.
—Bien, más vale que intentemos recapitular y aclarar dónde nos hallamos. La Edad del Bronce puede esperar —atajó Wallander—. De modo que Robert Modin recibe una amenaza en su ordenador y sale huyendo. Hasta el momento, lleva cinco o seis horas desaparecido. En algún lugar de la región hay un sujeto que va tras él. Por otra parte, creo que podemos contar con que también me persigue a mí. De lo que se deduce que lo mismo podéis aplicaros vosotros.
Dicho esto, guardó silencio y los miró a todos para subrayar la gravedad.
—Asimismo, opino que debemos preguntarnos por qué —continuó—. Y esa pregunta tiene preferencia sobre cualquier otra cosa en estos momentos. Existe, de hecho, una única explicación lógica: a alguien le preocupa que hayamos descubierto algo. Y, aún más, teme que estemos en disposición de impedir que otro algo suceda. Yo tengo el convencimiento de que cuanto ha sucedido hasta ahora guarda relación con la muerte de Falk y con lo que almacenaba en su ordenador.
Llegado a este punto, hizo una pausa y dirigió la vista a Martinson.
—¿Qué tal le va a Alfredsson?
—Pues opina que todo es de lo más extraño.
—¿Sí?, pues dile que en eso coincidimos todos con él. Pero habrá dicho algo más, ¿no?
—Que está impresionado por los conocimientos de Modín.
—Ahí también estamos de acuerdo. ¿No ha hecho ningún progreso?
—Hablé con él hace dos horas. Lo que me dijo entonces, ya lo sabíamos por Modin: una especie de dispositivo de relojería avanza en el interior del aparato hacia algún tipo de desenlace que ha de producirse en un momento dado. Está jugando con diversos cálculos de probabilidad y programas de reducción de alternativas para comprobar si puede filtrar algún tipo de patrón de comportamiento. Además, está en contacto permanente con diversas unidades informáticas de la Interpol para averiguar si en otros países han tenido alguna experiencia similar que pueda orientarnos. A mí me da la impresión de que es tan bueno como diligente.
—Bien, en ese caso, confiaremos en él —afirmó Wallander.
—Pero ¿qué pasará si en verdad ocurre algo el día 20? Eso será el lunes y tenemos menos de treinta y cuatro horas —intervino Ann-Britt.
—Mi sincera respuesta es que no tengo la menor idea —admitió el inspector—. Pero, puesto que ya no nos cabe la menor duda de que hay alguien dispuesto a matar para proteger ese secreto, hemos de convenir en que ha de tratarse de algo de suma importancia.
—En realidad, ¿cabe pensar que sea otra cosa que un acto terrorista? —apuntó Hanso—. ¿No deberíamos haber informado al SAPO?
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La propuesta de Hanson despertó cierto ambiente festivo, pues la policía de seguridad sueca no inspiraba la menor confianza ni en Wallander ni en ninguno de sus compañeros. No obstante, el inspector comprendió que Hanson tenía razón y que él mismo, por su condición de jefe del grupo de investigación, debería haber pensado en ello, ya que sería su cabeza la primera en rodar si se produjese alguna catástrofe que los servicios de inteligencia pudiesen haber evitado.
—Llámalos —ordenó a Hanson—. Si es que abren los fines de semana…
—¡El corte de suministro eléctrico! —exclamó Martinson—. El que supieran qué transformador era el más importante…, ¿no será para inutilizar el suministro energético de todo el país?
—Todo es posible —admitió Wallander—. Por cierto, ¿sabemos algo de cómo llegaron los planos de la estación de transformadores a la mesa de Falk?
—Según los resultados de la investigación interna llevada a cabo por Sydkraft, el original que hallamos en el despacho de Falk había sido sustituido por una copia —aclaró Ann-Britt—. Además, me dieron una lista de las personas que tienen acceso a sus archivos, pero se la di a Martinson.
El agente alzó los brazos en gesto de impotencia.
—¡Es cierto, pero no he tenido tiempo de mirarla! —se excusó—. Comprobaré los nombres en nuestros registros en cuanto pueda.
—Pues deberías hacerlo cuanto antes —apuntó Wallander—. Puede que hallemos algo que nos permita avanzar.
Había empezado a soplar una leve brisa fresca que pasó peinando campos y plantaciones. Continuaron deliberando durante unos minutos acerca de cuáles eran los principales cometidos, además de encontrar a Robert Modin lo antes posible. Martinson fue el primero en marcharse con la intención de llevarse los ordenadores de Modin a la comisaría donde, además, aprovecharía para comprobar los nombres de la lista de Sydkraft en varios de los registros policiales. Wallander asignó a Hanson la dirección de la búsqueda de Modin mientras él revisaba con detenimiento el estado de la cuestión en compañía de Ann-Britt. En condiciones normales, habría preferido hacerlo con Martinson, pero ahora le resultaba imposible.
El inspector y la agente caminaron juntos hasta el aparcamiento.
—¿Has hablado con él? —inquirió Ann-Britt.
—Todavía no. Encontrar a Robert Modin y aclarar todo este embrollo es más importante, la verdad.