—¿Qué hay al otro lado del soto? —inquirió Wallander en un susurro.
—Un sendero que baja hasta la playa —explicó Elofsson en el mismo tono.
—¿Hay casas por allí?
Nadie lo sabía.
—Bien, dispondremos un anillo en torno a la zona —decidió Wallander—. Al menos ahora sabemos dónde se esconde.
Hanson llamó a Martinson y le explicó dónde se encontraba. Mientras, Wallander, con el arma siempre a punto, preparado por individuo aparecía junto al vehículo, ordenó a El Sayed y a Elof; que se alejasen del coche y se adentrasen en las sombras para pon a cubierto.
—¿Queréis que hagamos venir un helicóptero? —inquirió Martinson.
—Sí, que sobrevuele la zona y que venga provisto de buenos fe Pero no antes de que todos estén en sus puestos.
Martinson volvió a ocuparse de la radio mientras Wallander quedaba observando desde el lugar en que estaba el coche, aunque evidente que nada podría ver en medio de tan densa oscuridad murmullo del viento era ya tan intenso que también resultaba d discernir qué sonidos eran reales y cuáles imaginarios. De repente recordó la noche en que, en compañía de Rydberg, se adentró el barrizal con el fin de capturar a un sujeto que había asesinado a su novia con un hacha. También aquello sucedió en otoño y, mientras tiritaban tendidos sobre el frío barro, Rydberg le explicó el difícil de distinguir los sonidos que uno oía realmente de los que no más que figuraciones. Desde aquella noche, a Wallander se le ha presentado varias ocasiones de recordar las palabras del admirado colega. Sin embargo, pensaba, él nunca había logrado adquirir aquella habilidad.
Martinson se le acercó agazapado.
—Ya están en camino. Hanson se encargará de pedir el helicóptero.
Pero Wallander no tuvo tiempo de responder pues, en aquel preciso momento, se oyó el estallido. Ambos se encogieron.
El disparo procedía del oeste, de algún punto indeterminado que Wallander pudiese precisar qué o quién había sido el pretem objetivo. Llamó a Elofsson, pero fue El Sayed quien respondió. Después, también Elofsson dio señales de vida. Wallander se sentía acuciado por la necesidad de actuar, de modo que vociferó en la oscuridad:
—¡Policía! ¡Arroja el arma!
Acto seguido, repitió sus palabras en inglés.
Pero el único que respondió fue el viento, con su sordo rugido.
—Esto no me gusta un pelo —declaró Martinson—. ¿Por qué sigue ahí, disparando al vacío? ¿Por qué no intenta huir? Debe de sospechar que los refuerzos están en camino.
Wallander no replicó palabra, pues él también se había hedió aquella pregunta.
En ese momento, empezaron a oírse los aullidos de las sirenas en la distancia.
—¿Cómo no les dijiste que acudieran en silencio?
Wallander fue incapaz de disimular su enojo.
—Eso tendría que haberlo dicho Hanson.
—No pidas demasiado.
Cuando acabó de pronunciar aquellas palabras, El Sayed lanzó un grito. Wallander entrevió una sombra que se esfumaba cruzando la carretera en dirección a la plantación situada a la izquierda del coche para desaparecer por completo.
—Se larga —susurró Wallander.
—¿Dónde está?
Wallander señaló hacia la oscuridad. Era inútil. Martinson tampoco veía nada. El inspector comprendió que debía hacer algo pues, si el sujeto lograba atravesar los campos, no tardaría en acceder a una zona boscosa aún más extensa, donde resultaría más ardua la tarea de acorralarlo. Le gritó a Martinson que se apartase, se metió en el coche de un salto, lo puso en marcha y lo orientó bruscamente en la dirección adecuada topándose en el giro con algo que no pudo ver. Pero, enseguida, los faros del coche iluminaron los campos.
Y allí estaba el hombre. Cuando el haz de luz le dio de lleno, se dio la vuelta, con la gabardina aleteando al viento. Wallander vio que el individuo levantaba un brazo y se arrojó a un lado. El disparo atravesó la luna delantera. Wallander salió rodando del coche al tiempo que les gritaba a los demás que se echasen al suelo. Se oyó otro disparo que, en esta ocasión, dio en uno de los faros del coche, cuya luz se extinguió de inmediato. El inspector se preguntó si el hombre no habría acertado por casualidad, dada la distancia. Entonces se dio cuenta de que había perdido su capacidad de visión. En efecto, al salir del coche, se había arañado la frente contra el suelo y la sangre se desliza ya sobre su ojo. Alzó la cabeza con cautela al tiempo que, una vez más, advertía a sus compañeros que permaneciesen contra el suelo. El sujeto avanzaba torpemente por el fango.
«¿Dónde coño estarán los perros?», se preguntaba Wallander.
El aullar de las sirenas se aproximaba. De repente, Wallander temió que alguno de los coches entrase en el radio de acción del perseguido, por lo que ordenó a Martinson que les avisase por radio para que no se acercasen hasta que no hubiesen recibido la señal.
—¡La he perdido! He perdido la jodida radio en medio de este follón —se lamentó Martinson.
El hombre estaba ya a punto de desaparecer del espacio iluminado por el único faro que quedaba. Wallander lo vio tropezar y casi caer y comprendió que debía tomar una decisión. Entonces se puso en pie.
—¿Qué cojones estás haciendo? —barbotó Martinson en la oscuridad.
—Vamos a por él —repuso Wallander.
—Ya, pero antes debemos rodearlo.
—Si esperamos, se escapará.
Wallander miró a Martinson, que mostró su desacuerdo con un gesto de la cabeza antes de echar a correr. El barro se le adhirió enseguida a las suelas de los zapatos. El hombre estaba ya fuera del haz de luz. Wallander se detuvo, sacó el arma y comprobó que el seguro no estaba echado. A sus espaldas oyó la voz de Martinson que llamaba a Elofsson y a El Sayed. El inspector intentaba mantenerse fuera de la zona bañada por la luz del faro. Apresuró la marcha, pero entonces uno de sus zapatos quedó incrustado en el barro. Wallander se agachó e, indignado, se arrancó también el otro. El frío y ía humedad penetraron de inmediato las plantas de sus pies, aunque ahora podía moverse con más agilidad. De repente, divisó al individuo, que avanzaba a trompicones por la plantación embarrada y mantenía el equilibrio con dificultad. Wallander se adentró aún más en la espesa sombra, cuando cayó en la cuenta de que llevaba una cazadora blanca. Se la quitó y la arrojó al suelo fangoso. La camisa de color verde oscuro no sería tan fácil de distinguir en la oscuridad. El hombre al que perseguía no parecía haberse percatado de que Wallander le iba a la zaga, lo que le daba al inspector cierta ventaja.
La distancia que los separaba era aún tan grande que Wallander no se atrevía a dispararle en una pierna para ponerlo fuera de juego. En la distancia, se oía el motor de un helicóptero. Pero Wallander no lo oía acercarse, de lo que dedujo que estaría a la expectativa en algún lugar próximo. Para entonces, el hombre y él se hallaban en medio de la plantación y la intensidad de la luz del faro había disminuido de forma considerable. Wallander no dejaba de pensar que tenía que hacer algo, pero ignoraba qué. Sabía que no era buen tirador y, si bien el hombre al que perseguía había fallado ya en dos ocasiones, estaba convencido de que sabría manejar su arma mucho mejor que él. Por otro lado, había alcanzado el faro del coche desde una gran distancia. El inspector se esforzaba con denuedo por hallar una solución. El hombre no tardaría en ser engullido por las sombras y él no comprendía por qué Martinson o Hanson no enviaban el helicóptero.
De repente, el hombre dio un tropezón. Wallander se detuvo en seco y vio cómo el sujeto se inclinaba como si buscase algo. El inspector comprendió de inmediato que se le había caído el arma y que le costaba encontrarla. Los separaban unos treinta metros de distancia. «No me dará tiempo», sentenció para sí, antes de echar a correr intentando salvar los surcos húmedos y endurecidos, pero también él tropezó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Entonces, el hombre advirtió su presencia. Pese a la distancia que aún los separaba, Wallander pudo ver que era asiático.
En aquel momento, el inspector resbaló. El pie izquierdo se deslizó como si se hallara sobre un bloque de hielo. No logró recobrar el equilibrio y cayó. En el mismo instante, el hombre dio con su arma. Wallander estaba ya de rodillas. El arma que el hombre sostenía ahora en su mano lo apuntaba implacable. Wallander apretó el gatillo. Pero su arma falló. Apretó de nuevo con el mismo resultado. En un último intento desesperado por escapar, se arrojó a un lado e intentó hundirse cuanto pudo en el fango. Entonces se oyó el disparo. Wallander se estremeció. Pero no había sido alcanzado. Permaneció allí tendido, inmóvil, aguardando un nuevo disparo. Pero nada sucedía. Wallander ignoraba cuánto tiempo estuvo allí tumbado, aunque tuvo tiempo de recrear en su mente su propia situación, como si la contemplase desde fuera. Así era, pues, como acabaría sus días: con una muerte absurda, solo en medio de una plantación a la que había llegado pleno de sueños y propósitos que quedarían en nada. Con el rostro aplastado contra el húmedo y frío barro, terminaría por fundirse con la sombra última. Y ni siquiera llevaría los zapatos puestos…
Sin embargo, cuando oyó que se aproximaba el helicóptero., se atrevió a confiar de nuevo en su supervivencia y, con extrema cautela, alzó la cabeza unos centímetros.
El hombre había caído y yacía tendido boca arriba sobre el fangoso terreno, con los brazos extendidos. Wallander se incorporó y se le acercó despacio. A lo lejos se divisaba el juego de luces de los focos del helicóptero sobre los campos, y el negro aire de la noche le trajo también el ladrido de los perros y los gritos de Martinson.
El hombre estaba muerto y Wallander supo enseguida por qué. En efecto, el disparo que acababa de oír no iba dirigido contra él. Aquel sujeto se había disparado a sí mismo. En la sien. Wallander experimentó un repentino mareo y sintió ganas de vomitar. Se acuclilló, traspasado de humedad y temblando de frío.
Después de aquello, pensó, no tendría que plantearse más la misma cuestión, pues el hombre de la gabardina negra que ahora yacía muerto a sus pies era, en efecto, de origen asiático. Ignoraba de qué país procedía, pero aquél era, sin duda, el hombre que, hacía un par de semanas, había hecho que Sonja Hókberg le cambiase el asiento a Eva Persson en el restaurante de István. El mismo que, antes de abandonar el local, había pagado con una tarjeta American Express falsa, expedida a nombre de Fu Cheng. El mismo que había irrumpido en el apartamento de Falk cuando Wallander se encontraba allí esperando a la viuda. El mismo, en fin, que había disparado en dos ocasiones contra Wallander, errando el tiro otras tantas.
El inspector ignoraba quién era aquel individuo y por qué había venido a Ystad. Pero su muerte le reportó un gran alivio, pues ya no tendría que preocuparse de la seguridad de sus colegas ni de la de Robert Modín.
Asimismo, sospechaba que aquel que ahora yacía allí cadáver había trasladado el cuerpo de Sonja Hokberg a la estación de transformadores y también había arrojado a Jonas Landahl en las grasientas aguas que rodeaban el eje de la hélice del transbordador de Polonia.
No eran pocas las incógnitas por despejar. Los puntos que aún precisaban de una explicación superaban en número a aquellos que sí les habían quedado aclarados. Y, aun así, agazapado allí en el fango, Wallander sintió que algo había tocado a su fin.
Naturalmente, era imposible que él supiese que la realidad era otra bien distinta. De eso no tomaría conciencia hasta poco después.
El primero en llegar fue Martinson. Wallander se incorporó y vio que Elofsson lo seguía de cerca. El inspector le pidió que fuese a buscar sus zapatos y su cazadora.
—¿Le disparaste? —inquirió Martinson incrédulo.
Wallander negó con un gesto.
—Él mismo se pegó un tiro. De no ser así, yo estaría muerto a es-tas horas.
De repente, también Lisa Holgersson apareció de entre las sombras. Wallander dejó que Martinson le explicase lo ocurrido. Entretanto, Elofsson volvió con los zapatos y la cazadora del inspector, que no deseaba más que marcharse de allí, no sólo para ir a casa a cambiarse de ropa sino, en la misma medida, para alejarse del recuerdo de sí mismo allí tendido en el fango a la espera de un final miserable.
En algún rincón de su fuero interno latía, sin duda, un aliento de satisfacción. Pero la sensación de vacío era, por el momento, la que dominaba.
El helicóptero ya había desaparecido a instancias de Hanson y el gran despliegue empezaba a desmantelarse. Ya no quedaban en el lugar de los hechos más que los técnicos encargados de examinar el cadáver.
Hanson se les acercaba pateando el barro enfundado en un par de botas de goma de color amarillo fosforescente y con un gorro cubriéndole la cabeza.
—Deberías irte a casa —afirmó mientras observaba a Wallander.
Wallander asintió y comenzó a desandar el camino recorrido hasta el lugar en que se hallaba. Las luces de las linternas danzaban a su alrededor, pero él estuvo a punto de caer en varias ocasiones.
Justo antes de que hubiese llegado a la carretera, Lisa Holgersson le dio alcance.
—Creo que tengo una idea bastante clara de lo sucedido, pero, por supuesto, mañana tendremos que vernos y repasarlo todo a conciencia. Ha sido una suerte que las cosas no hayan ido peor.
—Pronto sabremos si fue él quien asesinó a Sonja Hókberg y a Jonas Landahl.
—¿No crees que también tuvo algo que ver en la muerte de Lundberg?
Wallander la miró atónito. En efecto, él solía pensar que la comisaría razonaba con agilidad formulando siempre preguntas inteligentes. Sin embargo, ahora lo sorprendía con una cuestión absurda.
—Fue Sonja Hókberg quien mató a Lundberg —replicó—. Eso es algo sobre lo que no cabe albergar la menor duda.
—Pero ¿por qué ha sucedido todo esto? ¿Cuál es el móvil?
—Aún no lo sabemos. Pero estoy convencido de que Falk, o, más bien, la información oculta en su ordenador, desempeña ahí un papel fundamental.
—Pues a mí sigue pareciéndome poco fiable esa hipótesis.
—Ya, pero no nos queda otra posibilidad.
—Tengo que ir a cambiarme de ropa —comentó—. Si no te importa, pensaba irme a casa.
—Antes me veo en la obligación de decirte algo. Es imperdonable que te lanzases a su captura tú solo. Deberías haberte llevado a Martinson.
—Bueno, todo sucedió tan rápido…
—No deberías haberle impedido que te acompañase.