Pese a todo y según Hanson, Wallander se había comportado con normalidad inusitada. Su valoración de la situación y sus propuestas de acción fueron de una claridad paradigmática.
Wallander comprendió que debía regresar a Ystad lo antes posible pues allí era donde se encontraba el núcleo que buscaban, si es que tal núcleo existía. Hanson se quedaría en Malmó, avisaría a la policía del distrito y los pondría en antecedentes.
Pero además él le había asignado a Hanson otro cometido que no admitía objeciones. Así, pese a que era medianoche, Hanson debería averiguar quién era Elvira Lindfeldt, si había algo en su vida que pudiesen relacionar con Angola y cuáles eran sus amistades en Malmö.
—Pues no creo que pueda conseguirlo a estas horas de la noche —opuso Hanson.
—Ya, pero lo harás de todos modos —insistió Wallander—. Poco me importa si tienes que llamar a la gente y despertarla. Y no sucumbas a los posibles intentos de posponer nada para mañana. En caso necesario, te personarás en el domicilio de sus conocidos para ponerles los pantalones. Quiero saberlo todo acerca de esta mujer antes de que llegue el día.
—¿Quién era y por qué estaba Modin aquí? —quiso saber Hanson—. ¿Tú la conocías?
Wallander no respondió y Hanson se abstuvo de repetir las preguntas. Sin embargo, cuando aquella historia empezó a pertenecer al pasado y Wallander no andaba cerca, el agente seguía aún preguntando si alguien sabía quién era aquella misteriosa mujer. Suponía que Wallander la conocía, pues había sido él quien había enviado a Modin a su casa. Pero en el prolijo informe que resultó de la investigación sólo se abordaba de forma muy superficial el tema de cómo Wallander había llegado a conocerla. Y nadie supo jamás cómo fue.
Wallander dejó a Hanson y partió de regreso a Ystad. Durante el viaje, no cesaba de pensar en una única pregunta: ¿qué le habría ocurrido a Modín?
El inspector atravesaba el paisaje nocturno con la sensación de que la catástrofe era inminente. Pero él desconocía la forma que ésta adoptaría y cómo evitarla. Lo más importante era, con todo, salvar la vida de Modin. Conducía a la velocidad del rayo y sabía que lo esperaban, pues le había pedido a Hanson que llamase para avisar de su llegada y despertar a los que, por casualidad, estuviesen ya durmiendo. No obstante, a la pregunta de Hanson de si aquella orden afectaba también a Lisa Holgersson, el inspector acompañó su respuesta de un estentóreo rugido: a ella no debía llamarla. A lo largo de toda aquella noche, éste había sido el único acceso que había desvelado la gran presión a la que se vela sometido.
Cuando frenó antes de estacionar el coche en el aparcamiento de la comisaría, había dado la una y media de la noche. Se estremeció al contacto con el frío de la calle mientras se dirigía hacia la puerta.
Allí lo aguardaban los tres, Martinson, Ann-Britt y Alfredsson, sentados en una de las salas de reuniones. Nyberg estaba en camino. Wallander observó a sus colegas, que más parecían miembros de un batallón vencido que una tropa presta a combatir. Ann-Britt le ofreció una taza de café, pero él no tardó en arreglárselas para volcarla y derramar el contenido sobre sus pantalones.
Enseguida fue derecho al grano. Robert Modin había desaparecido. La mujer en cuya casa se había alojado la noche anterior había sido hallada muerta.
—La primera conclusión es, pues, que el hombre de la plantación no estaba solo —sostuvo Wallander—. Y fue un error funesto pensar que lo estaba, claro. Yo, al menos, debería haberlo sospechado.
Entonces, Ann-Britt formuló una pregunta que Wallander sabía inevitable:
—¿Quién era?
—Se llamaba Elvira Lindfeldt —aclaró Wallander—. Una conocida.
—Pero ¿cómo sabía nadie que Modín iría allí esta noche?
—Esa cuestión quedará pendiente para más tarde.
Wallander se preguntaba si lo habrían creído. Él mismo consideraba que había mentido con convicción. Sin embargo, en aquellos momentos no tenía demasiada confianza en su propio juicio. Sabía que debería haberles dicho la verdad, que había escrito una carta a una agencia de contactos en su ordenador. Y que alguien se había metido en su disco duro, había leído su carta y, acto seguido, había procurado que Elvira Lindfeldt se cruzase en su camino. No obstante, no dijo una palabra de todo aquello porque, según se justificaba ante sí mismo, lo más importante en aquella situación era encontrar a Robert Modin, si no era ya demasiado tarde.
En aquel punto de la reunión, se abrió la puerta y entró Nyberg, ataviado con una chaqueta bajo la que se atisbaba la camisa del pijama.
—¿Qué cojones ha ocurrido? —vociferó el técnico—. Hanson me llamó desde Malmö y no parecía estar en su sano juicio. De hecho, me fije imposible entender lo que decía.
—Será mejor que te sientes —aconsejó Wallander—. Nos espera una larga noche.
Después, le hizo un gesto a Ann-Britt, quien, en pocas palabras, lo puso en antecedentes de los recientes sucesos.
—Ya, pero la policía de Malmö cuenta con sus propios técnicos criminalistas y peritos, ¿no? —inquirió Nyberg sorprendido.
—Sí, pero yo quiero que esta noche estés tú —declaró Wallander—. No sólo para que estés disponible si surge alguna novedad en Malmö, sino también para que nos des tu opinión.
Nyberg asintió en silencio antes de sacar un peine con el que intentó poner orden en su encrespado cabello.
—En cualquier caso, hay otra conclusión que nos es fácil extraer —prosiguió Wallander—. Aunque es, ciertamente, menos segura. Pero hemos de afinar cuanto podamos. Es una conclusión muy sencilla: aquí va a pasar algo que, por lo visto, tiene su punto de partida en Ystad.
Miró entonces a Martinson, antes de preguntar:
—¿Se ha mantenido la vigilancia en la plaza de Runnerstróms Torg?
—No, se retiró.
—¿Y quién coño tomó esa decisión?
—Viktorsson era de la opinión de que estábamos malgastando recursos.
—Pues quiero que la vigilancia se reanude de inmediato. La de la calle de Apelbergsgatan la anulé yo mismo. Y quién sabe si no fue también un error. De modo que quiero otro coche allí ahora mismo.
Martinson salió de la sala y Wallander quedó convencido de que haría que los coches patrulla acudiesen a los lugares precisos lo antes posible.
Todos aguardaban en silencio y, entretanto, Ann-Britt le ofreció un espejo de bolso a Nyberg, que seguía entregado a la tarea de domeñar sus cabellos. Pero la agente no recibió más que un gruñido por respuesta. Martinson regresó.
—Listo.
—Lo que buscamos es un factor desencadenante —observó Wallander—. Que bien puede ser la muerte de Falk. Yo, al menos, lo interpreto así. Mientras Falk estaba vivo, él era quien tenía el control. Pero, de improviso, el hombre muere y desata con ello un nerviosismo tal que pone en marcha todos estos sucesos.
En este punto, Ann-Britt alzó la mano.
—¿Tenemos pruebas de que Falk muriese de muerte natural?
—No pudo ser de otro modo. Mis conclusiones se apoyan en la suposición de que la muerte de Falk fue totalmente inesperada. Su médico vino a decirme que la posibilidad de un infarto era prácticamente hubiese seguido con vida, como debía haber sucedido, Sonja Hokberg nunca habría sido asesinada, sino que habría sido condenada por el homicidio cometido contra un taxista. Y tampoco habría corrido esa suerte Jonas Landahl, que habría podido seguir cumpliendo las órdenes de Falk. Y en cuanto a lo que Falk y los que lo apoyaban tenían planeado, se habría producido sin que nosotros hubiésemos tenido la menor idea de ello.
—En otras palabras, según tú, gracias a la muerte repentina pero natural de Falk hemos sabido que va a suceder algo cuyas consecuencias podrían afectar al mundo entero.
—Pues sí. A mí no se me ocurre ninguna otra interpretación. Si alguien tiene otra hipótesis más lógica, me gustaría oírla ahora mismo.
Pero, como era de esperar, nadie tenía nada que decir.
Wallander volvió a formularse la pregunta de cómo Falk y Landahl habrían llegado a conocerse, y aunque seguían sin saber cuál había sido la naturaleza de su relación, Wallander había empezado a intuir la silueta de una organización oculta que, sin rituales y sin fetiches externos, actuaba a través de sus simbólicos animales nocturnos con intervenciones imperceptibles que podían conducir al caos del mundo informático. Y en algún punto de esta intrincada realidad se habían conocido Falk y Landahl. El que Sons Hókberg hubiese estado enamorada de éste en otro tiempo había significado su muerte. Pero esto era cuanto podían suponer. Al menos, por ahora.
Alfredsson tomó su maletín y sacó un montón de papeles sueltos y doblados.
—Son las anotaciones de Modín —aclaró—. Estaban en un rincón, así que las recogí. ¿No creéis que merecería la pena revisarlas?
—Sin duda. Os encargaréis Martinson y tú, que sois quienes entendéis de esto —convino Wallander.
En ese momento, sonó el teléfono que había sobre la mesa. Ann-Britt, que fue quien respondió, se lo tendió a Wallander, que oyó enseguida la voz de Hanson.
—Un vecino asegura que oyó un coche que arrancaba a toda prisa hacia las nueve y media —informó el colega—. Pero eso es cuanto hemos podido averiguar. Nadie ha visto ni oído nada. Ni siquiera los disparos.
—¡Ah!, pero ¿hubo más de uno?
—Según la forense, tiene dos proyectiles alojados en la cabeza. Y sus correspondientes orificios.
Wallander se sintió mareado y tuvo que tragar saliva.
—¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy. ¿Y nadie oyó los disparos?
—No, al menos ninguno de los vecinos más cercanos. Son los únicos a los que hemos podido despertar hasta ahora.
—¿Quién dirige la operación?
—Se llama Forsman. Es la primera vez que lo veo.
Tampoco a Wallander le resultaba familiar aquel nombre.
—¿Y qué dice?
—Como comprenderás, le cuesta comprender lo que le cuento. Para empezar, no hay ningún móvil.
—Bueno, tú mantén el tipo lo mejor que puedas. Ahora no tenemos tiempo de darle explicaciones.
—Hay algo más —lo retuvo Hanson—. Se supone que Modin vino hasta aquí para recuperar unos disquetes, ¿no es así?
—Exacto, eso fue lo que dijo.
—Pues creo que sé en qué habitación pasó la noche, pero allí no había ningún disquete.
—Así que se los han llevado.
—Eso parece.
—¿Has encontrado alguna otra cosa que le pertenezca?
—Nada.
—Según uno de los vecinos, un hombre llegó aquí en taxi a eso del mediodía.
—Pues ésa puede ser una pista importante. Localizad el taxi. Procura que Forsman le dé prioridad a ese asunto.
—Bueno, lo cierto es que no tengo la menor capacidad de decidir sobre lo que hacen o dejan de hacer los colegas de Malmö.
—Pues, en ese caso, tendrás que localizar el taxi tú mismo. ¿Tienes la descripción del pasajero?
—Verás, al vecino le pareció que iba demasiado ligero de ropa para esta época del año.
—¿Eso te dijo?
—Sí, si no lo entendí mal.
«El hombre de Luanda», adivinó Wallander. «Ese cuyo nombre comienza por la letra ce».
—El taxi es importante —insistió Wallander—. Tuvo que venir de una de las terminales de los transbordadores o del aeropuerto de Sturup.
—Veré qué puedo hacer.
Wallander puso a sus colegas al corriente de la conversación mantenida con Hanson.
—Sospecho que han llegado refuerzos —afirmó Wallander—. Y lo más probable es que procedan nada menos que de Angola.
—A mí no me ha llegado ni una sola respuesta a las consultas acerca de grupos dedicados al sabotaje ni sobre conspiraciones terroristas contra los sistemas financieros del mundo —intervino Martinson—. Nadie parece haber oído hablar de ninguna maquinación de los que tú llamáste «veganos estructurales». Por cierto, que sigo pensando que el nombre o el concepto resulta equívoco.
—Alguna vez tiene que ser la primera —replicó Wallander.
—Ya, pero ¿aquí, en Ystad?
Nyberg, que ya había dejado el peine sobre la mesa, dedicó a Wallander una mirada displicente. Al verlo, el inspector pensó que tenía un aspecto muy envejecido. Y que tal vez los demás lo viesen a él del mismo modo.
—En una finca de las inmediaciones de Sandhammaren hallamos muerto a un hombre asiático, de Hong Kong, que había viajado con identidad falsa. Eso tampoco es fácil que ocurra aquí, pero es lo que ha ocurrido —atajó Wallander—. Ya no hay lugares remotos y perdidos. Ni siquiera creo que haya diferencias entre la ciudad y el campo. Incluso yo he sido capaz de comprender que las nuevas tecnologías de la información son capaces de poner el centro del mundo en cualquier lugar.
El teléfono volvió a sonar, pero esta vez fue el propio Wallander quien respondió. Era Hanson de nuevo.
—Forsman es bueno —sostuvo Hanson—. Aquí están pasando cosas. El taxi ya está localizado.
—¿De dónde vino?
—De Sturup, del aeropuerto. Tenías razón.
—¿Has hablado con el taxista?
—Aquí lo tengo. Parece que tiene turnos muy largos. Por cierto, Forsman te manda saludos. Al parecer, os conocisteis la primavera pasada, en alguna conferencia.
—Pues salúdalo de mi parte. ¿Puedo hablar con el taxista?
—Sí, se llama Stig Lunne. Ya se pone.
Wallander pidió lápiz y papel con un gesto.
El taxista tenía un acento de Escania tan marcado, que incluso para el entrenado oído de Wallander resultaba incomprensible. Por suerte, las respuestas del hombre eran de una parquedad ejemplar. Stig Lunne no parecía ser de aquellos que prodigaban sus palabras sin necesidad. Wallander se presentó y le explicó el asunto.
—¿Qué hora era cuando te pidieron la carrera?
—Las doce y treinta y dos.
—¿Cómo puedes recordarlo con tanta precisión?
—El ordenador.
—¿La habían reservado?
—No.
—O sea, que estabas en la parada del aeropuerto, ¿no?
—¿Podrías describir al pasajero?
—Era alto.
—¿Algo más?
—Delgado.
—¿Eso es todo?
—Bronceado.
—Es decir, que era un hombre alto, delgado y bronceado.
—Sí.
—¿Hablaba sueco?
—No.
—Ya, ¿y qué lengua hablaba entonces?
—No lo sé. Simplemente, me mostró un papel con la dirección.
—¿No dijo nada durante el trayecto?
—No.
—¿Cómo te pagó?
—Al contado.