Recorrió en automóvil el camino habitual hasta la comisaría, por la carretera de Ósterleden. Cada vez que tomaba el coche, sentía remordimientos de conciencia. En efecto, para mantener a raya sus niveles de glucemia, debería acudir al trabajo a pie. Y tampoco se encontraba tan enfermo que no pudiese dejar el coche e ir caminando.
«Si hubiese tenido un perro, jamás se me habría presentado este problema», reflexionaba. «Pero no tengo perro». El año anterior, había visitado un club canino a las afueras de Sjobo y vio algunos cachorros de labrador. Pero aquello quedó en nada. «Ni casa ni perro ni Baiba. Nada de nada».
Aparcó el coche a la puerta de la comisaría y, cuando entró en su despacho, eran ya las siete de la mañana. Al poco de sentarse ante el escritorio, recordó lo que había escrito en la nota de la cocina. Jabón De modo que lo anotó enseguida en su bloc escolar. Acto seguido comenzó a reflexionar sobre lo ocurrido. Un taxista había resultado asesinado. Tenían a las dos chicas, que habían confesado la autoría; tenían, además, una de las dos armas empleadas. Una de las niñas era menor de edad, mientras que la otra había sido acusada y sería sometida a prisión preventiva a lo largo de aquel día.
De nuevo lo invadió el malestar del día anterior. La absoluta frialdad de Sonja Hókberg… Intentó convencerse de que la muchacha sentía, pese a todo, algo de compasión, la cual él, simplemente, no había tenido la sensibilidad de detectar. Pero fue en vano, pues la experiencia le decía que, por desgracia, no se había equivocado. Wallander se levantó, fue al comedor por una taza de café y se encaminó hacia el despacho de Martinson, que solía ser tan madrugador como él. En efecto, halló la puerta abierta, lo que movió a Wallander a preguntarse cómo era posible que su colega pudiese trabajar sin cerrar nunca la puerta del despacho. Para él, en cambio, si quería concentrarse, constituía un requisito indispensable el que su puerta estuviese, casi siempre al menos, cerrada.
Martinson le indicó que entrase con un gesto de asentimiento.
—Sabía que vendrías —aseguró.
—Pues la verdad es que no me encuentro muy bien —señaló Wallander.
—¿Un resfriado?
—Bueno, a mí siempre me duele la garganta en el mes de octubre.
Martinson, constantemente preocupado por caer enfermo, apartó unos centímetros la silla que ocupaba.
—En realidad, podrías haberte quedado en casa —comentó—. Esta horrenda historia de Lundberg está ya zanjada.
—Puede, pero sólo parcialmente —corrigió Wallander—. De hecho, no tenemos el móvil. Eso de que lo único que buscaban era dinero no me lo creo. Por cierto, ¿habéis encontrado el cuchillo?
—Eso lo lleva Nyberg, y todavía no lo he llamado.
—Pues llámalo.
Martinson torció el gesto.
—¡Cómo tiene ese mal humor por las mañanas…!
—Bien, en ese caso, lo llamaré yo.
Wallander tomó el teléfono de Martinson y probó, en primer lugar en el domicilio de Nyberg. Tras un instante de espera, la llamada fue desviada a un teléfono móvil. Nyberg contestó, pero la conexión era bastante deficiente.
—Hola, soy Kurt. Sólo quería saber si habéis encontrado el cuchillo.
—¿Cómo coño vamos a encontrar nada si es de noche? —vociferó el técnico, indignado.
—Ah, bueno. Yo creía que Eva Persson os había indicado dónde lo había arrojado.
—Claro, pero resulta que hemos de buscar en una superficie de varios kilómetros cuadrados. Según ella, debe de estar en algún lugar del barrio cíe Gamla Kyrkogárden.
—¿Y por qué no os lleváis a la chica con vosotros?
—Si está aquí, lo encontraremos —atajó Nyberg.
Dicho esto, dio por finalizada la conversación.
—No he dormido bien esta noche —declaró Martinson—. Mi hija Terese sabe perfectamente quién es Eva Persson. Tienen casi la misma edad. Esa niña también tiene padres, ¿Cómo se sentirán ahora? Por lo que yo sé, es su única hija.
Ambos meditaban en silencio lo que Martinson acababa de decir, hasta que Wallander comenzó a estornudar. Entonces abandonó el despacho a toda prisa y la conversación quedó, por tanto, en el aire.
A las ocho de la mañana, todos estaban ya instalados en una de las salas de reuniones. Wallander se sentó, como de costumbre, en uno de los extremos. Tanto Hanson como Ann-Britt Hogíund estaban presentes. Martinson se hallaba al teléfono junto a una de las ventanas hablando con su mujer, según comprendieron todos, a juzgar por la parquedad de sus respuestas y lo inaudible de su tono de voz. En no pocas ocasiones se había preguntado Wallander cómo podían tener tanto que decirse cuando no hacía más que unas horas que habían compartido el desayuno. Era muy posible que Martinson sintiese la necesidad de comentar su preocupación por el hecho de que el resfriado de Kurt Wallander acabase por afectarle a él mismo. El cansancio y la somnolencia imperaban en la sala. De pronto apareció Lisa Holgersson, por lo que Martinson concluyó la conversación y Hanson se levantó para cerrar la puerta.
—¿Y Nyberg? Pensé que él también participaría en la reunión —inquirió.
—Está buscando el cuchillo —aclaró Wallander—. Confiamos en que lo encuentre.
Entonces, miró a Lisa Holgersson. Ella le indicó con un gesto que tenía la palabra. Wallander se preguntó fugazmente cuántas veces no habría vivido aquella misma situación de verse rodeado de colegas, hora tan temprana y ante un caso que había que desenmarañar, A le largo de los años, la comisaría se había trasladado a un nuevo edificio con muebles nuevos y nuevas cortinas ante las ventanas. Los aparate de teléfono tenían otro aspecto, al igual que los proyectores. Por fuera poco, todo estaba ahora informatizado. Y aun así parecía que todas aquellas personas se hubiesen sentado siempre en aquel lugar. Y él mismo, durante más tiempo que nadie.
Él tenía la palabra.
—Bien, Johan Lundberg ha muerto. Por sí alguien lo ignoraba aún os lo comunico —comenzó al tiempo que señalaba el ejemplar del diario Ystads Alkhanda, cuya portada dedicaba grandes titulares a la noticia de la muerte del taxista—. Lo que significa sencillamente que las de muchachas, Hókberg y Persson, han cometido un homicidio. Un atraco con resultado de muerte, para ser exactos. En especial Hókberg ha sido muy clara en sus respuestas: lo tenían planeado, se habían provisto de armas, pensaban atacar al taxista que la casualidad les enviase. Habida cuenta de que Eva Persson es menor de edad, será no sólo asunto nuestro, sino también de otras instituciones. Tenemos el martillo, además de la cartera vacía y el teléfono móvil de Lundberg. Lo único que nos falta es el cuchillo. Ninguna de las dos ha negado nada, y ninguna ha inculpado a la otra. Supongo que podremos hacer llegar todo el material al fiscal mañana mismo, a más tardar. Como es lógico, la investigación forense está aún por concluir pero, por lo que a nosotros respecta, esta historia nefanda puede darse por resuelta.
Wallander guardó un silencio que nadie interrumpió.
—¿Por qué lo hicieron? —intervino al fin Lisa Hoígersson—. Todo esto parece tan innecesario.
Wallander asintió lleno de gratitud, pues había confiado en que alguien hiciese esa pregunta para no tener que formularla él mismo.
—Sonja Hókberg parece muy resuelta. Tanto en mi interrogatorio como en el de Martinson siempre adujo la misma razón: «Necesitábamos dinero». Eso es todo.
—Dinero, ¿para qué? —quiso saber Hanson.
—Eso es algo que aún desconocemos. Se resisten a responder a esa pregunta. A decir de Hókberg, ni eüas mismas lo sabían. Sencillamente necesitaban dinero así, en general, y no para un objetivo concreto.
Wallander observó en silencio a cuantos se encontraban sentados en torno a la mesa antes de proseguir.
—Pero yo no lo creo. Hókberg, por lo menos, está mintiendo, convencido de ello. Con Eva Persson no he hablado todavía, pero estoy completamente seguro de que pensaban invertir el dinero en algo muy concreto. Por otro lado, sospecho que Eva Persson obedecía en todo a Sonja Hókberg. Esa circunstancia no reduce su culpa, pero sí ofrece una clara imagen de la relación entre ellas.
—¿Tiene eso alguna importancia? —inquirió Ann-Britt Hóglund—. Me refiero a si querían el dinero para comprar ropa o para cualquier otra cosa.
—Bueno, en realidad, no mucha. El fiscal tendrá pruebas y motivos más que suficientes para condenar a Hókberg. En lo que concierne a Eva Persson, ya sabemos que no es sólo asunto nuestro.
—Ninguna de las dos tiene antecedentes —apuntó Martinson—. Lo he estado investigando. Y nunca les ha ido mal en los estudios.
Wallander se vio de nuevo invadido por la sensación de que tal vez se hallasen tras una pista errónea. O quizá, sin más, habían descartado de forma prematura la posibilidad de que existiese una explicación totalmente distinta a la muerte de Lundberg. Sin embargo, dado que por el momento le resultaba imposible cifrar en palabras aquel presentimiento, optó por guardar silencio. Les quedaba aún una cantidad considerable de trabajo por realizar y, si bien cabía la posibilidad de que la verdad se hallase en la simple urgencia de obtener dinero, no tenía por qué ser menos probable que el móvil hubiese sido otro bien distinto. En consecuencia, debían seguir contemplando el caso a la luz de varias alternativas.
El teléfono sonó y vino a interrumpir su callado razonar. Fue Hanson quien respondió, prestó atención a lo que se le decía y, al final, colgó el auricular.
—Era Nyberg —anunció—. Han encontrado el cuchillo.
Wallander asintió al tiempo que cerraba el archivador que tenía ante sí.
—No cabe duda de que debemos hablar con los padres y procurar que se investigue a fondo la identidad de todos los implicados. Pero el informe para el fiscal podemos redactarlo ahora mismo.
En ese punto, Lisa Holgersson alzó la mano.
—Hemos de ofrecer una conferencia de prensa —advirtió—. Los medios de comunicación no dejan de presionarnos. A decir verdad, resulta bastante insólito que dos chicas tan jóvenes cometan este tipo de delitos violentos.
Wallander miró a Ann-Britt Hoglund, pero ella negó con la cabeza. Durante los últimos años, ella lo había relevado de la responsabilidad de las conferencias de prensa que tan engorrosas resultaban para Wallander. Sin embargo, en esta ocasión, la colega no deseaba prestarse a ello y Wallander la comprendía.
—Bien, yo me haré cargo —aceptó el inspector—. ¿Está ya fijada la hora?
—Yo propondría la una de la tarde.
Wallander lo anotó en su bloc.
Una vez distribuidas las tareas, la reunión no tardó en concluir. Todos compartían la sensación acuciante de lo urgente que sin duda resultaba elaborar cuanto antes el informe policial. Aquel crimen resultaba deprimente, y nadie deseaba hurgar en él más de lo necesario. Así, Wallander iría a visitar a los padres de Sonja Hokberg mientras que Martinson y Ann-Britt Hóglund hablarían con Eva Persson y con f sus padres.
La sala quedó desierta. Wallander notaba que el resfriado estaba a punto de brotar con toda su intensidad. «En el mejor de los casos, me las arreglaré para contagiar a alguno de los periodistas», se animó mientras buscaba un pañuelo de papel en los bolsillos.
Ya en el pasillo, se topó con Nyberg, enfundado en sus botas y vistiendo un grueso mono. Llevaba el crespo cabello desordenado y exhibía su consabido mal humor.
—Oí que habíais encontrado el cuchillo —comentó Wallander.
—Sí, parece ser que el municipio no puede permitirse ya la habitual limpieza de otoño —refunfuñó el técnico—, así que nos hemos visto en la necesidad de bucear entre miles de hojas caídas. Pero acabamos encontrándolo.
—¿Qué tipo de cuchillo es?
—Pues es un cuchillo de cocina. Bastante largo, por cierto. La chica debió de clavarlo con tal ahínco que le partió la punta contra una costilla. Por lo demás, es un cuchillo de pésima calidad.
Wallander hizo un gesto de abatimiento con la cabeza.
—Es difícil de creer, la verdad —se lamentó Nyber—. ¿Qué queda del respeto por la vida humana? Me pregunto cuánto dinero conseguirían robar.
—La cifra exacta todavía no la sabemos, pero debieron de ser tan sólo unas seiscientas coronas, no creo que mucho más. Lundberg acababa de salir con el taxi y no solía llevar mucho cambio cuando empezaba el turno.
Nyberg masculló una maldición imperceptible antes de marcharse. Wallander regresó a su despacho y permaneció allí sentado, indeciso. Le dolía la garganta pero, pese al malestar, lanzó un suspiro y abrió el archivador que contenía el material de la investigación. Sonja Hokberg vivía en la zona oeste de la ciudad. Anotó la dirección, se puso en pie y tomó su chaquetón pero, cuando ya iba pasillo arriba, sonó el teléfono, de modo que se apresuró a volver al despacho. Era Linda quien llamaba. De fondo, se oía el estrépito de los cacharros de una cocina.
—Oí tu mensaje esta mañana —explicó la joven.
—¿Esta mañana?
—Así es. No dormí en casa anoche.
Wallander fue lo suficientemente sensato como para no preguntar dónde había pasado la noche, pues sabía que aquello no podía conducir más que a que su hija se indignase y le colgase el auricular.
—Bueno, no era nada importante. Tan sólo quería saber cómo estabas.
—Yo bien, ¿y tú?
—Pues un poco resfriado. Por lo demás, como siempre. Quería preguntarte si no piensas hacerme una visita un día de éstos.
—Es que no tengo tiempo.
—Puedo pagarte el billete.
—Ya te digo que no tengo tiempo, no es cuestión de dinero.
Wallander sabía que no lograría convencerla, pues Linda era tan tozuda como él mismo.
—¿De verdad que estás bien? —insistió ell—. ¿No has vuelto a tener contacto con Baiba?
—Eso se acabó hace ya tiempo, como sabes.
—Pues yo creo que no te hace ningún bien ir así por la vida.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes a qué me refiero. ¡Hasta empiezas a hablar con voz quejumbrosa…! Antes no sonabas así.
—¿No querrás decir que soy un cascarrabias?
—Ahí lo tienes, ¿ves? Pero tengo una propuesta: yo creo que deberías buscar una agencia matrimonial.
—¿Una agencia matrimonial?
—Claro, ahí encontrarás a alguien. De lo contrario, te convertirás en un viejo protesten y empezarás a preguntarme por qué paso las noches fuera de casa.
«¡Vaya! Parece que me adivine el pensamiento», concluyó Wallander «Como si fuese transparente para ella».