—¿A qué se dedicaba?
—Por lo visto, tenía una empresa unipersonal de consultoría informática.
—¿Y dices que no le habían robado?
—No. Pero sacó un comprobante con los últimos movimientos de su cuenta justo antes de morir. Aún lo llevaba en la mano cuando lo encontramos.
—Es decir, que no había sacado dinero.
—No, según el comprobante.
—Claro, de lo contrario habríamos podido suponer que alguien, que había estado observándolo, lo atacó cuando hubo terminado la operación.
—Sí, yo ya había pensado en esa posibilidad, pero la última vez que solicitó una retirada de efectivo, y se trató de una cantidad pequeña, fue el sábado pasado.
Martinson le tendió a Wallander una bolsa de plástico que contenía el papel salpicado de sangre. Wallander comprobó que el cajero había registrado la consulta a las doce de la noche y dos minutos y le devolvió la bolsa a Martinson.
—¿Qué opina Nyberg?
—Que no hay nada, salvo la herida de la cabeza, que indique que se haya cometido ningún delito. Lo más probable es que haya muerto al sufrir un infarto.
—Cabe la posibilidad de que él esperase que hubiese más dinero del que había —aventuró Wallander meditabundo.
—¿Por qué?
El propio Wallander ignoraba por qué había propuesto tal hipótesis, de modo que se levantó de nuevo, antes de añadir:
—En fin, aguardaremos a ver qué dicen los médicos. Partiremos de la base de que no se ha cometido delito alguno. Y lo archivaremos con los demás casos.
Martinson reunió sus papeles.
—Voy a llamar al abogado asignado a Hókberg. En cuanto sepa cuándo puede venir, te avisaré para que vayas a hablar con ella.
—Bueno, no es que esté deseándolo… —aseguró Wallander—. Pero no me queda otro remedio.
Martinson abandonó el despacho y Wallander fue a los servicios feliz ante la idea de que, por fortuna, la época en que su nivel de glucemia lo obligaba a ir a orinar constantemente pertenecía ya al pasado.
La hora siguiente la dedicó a continuar trabajando con el abominable material acerca del contrabando de cigarrillos. En su subconsciente, la promesa que había hecho a Ann-Britt Hóglund lo atormentaba sin cesar.
A las cuatro y dos minutos, recibió una llamada de Martinson, que le comunicaba que Sonja Hókberg y su abogado estaban dispuestos.
—¿Quién es el abogado? —quiso saber Wallander.
—Hermán Lótberg.
Wallander lo conocía y sabía que era un hombre maduro con el que resultaba fácil colaborar.
—Estaré ahí dentro de cinco minutos —prometió antes de colgar.
Volvió a colocarse junto la ventana. Las urracas habían volado y el viento soplaba ahora con más intensidad. Le vino a la mente la imagen de Anette Fredman; la del niño jugando en el suelo; el temor que reflejaba su mirada. Hizo un leve gesto con la cabeza para desechar aquella visión e intentó concentrarse en las preguntas que le haría a Sonja Hókberg. Según constaba en el informe de Martinson, era ella la que ocupaba el asiento trasero y la que había golpeado a Lundberg en la cabeza con un martillo. Varias veces, no una sola. Como si hubiese sido víctima de un ataque de cólera incontrolada.
Wallander buscó hasta encontrar un bloc y un bolígrafo. Ya en el pasillo, cayó en la cuenta de que no llevaba las gafas, de modo que volvió por ellas al despacho. Estaba listo.
«En el fondo, sólo hay una pregunta», resolvió mientras se dirigía a la sala de interrogatorios. «Sí, sólo una cuya respuesta es importante obtener.
»¿Por qué lo hicieron?
»Eso de que buscaban dinero no es suficiente.
»Debe de existir otra respuesta, una cuya explicación se halla en un abismo más profundo».
Sonja Hókberg no tenía en absoluto el aspecto que Wallander le había atribuido en su imaginación. Tampoco podía decirse que supiese con certeza qué había esperado encontrar, pero, en cualquier caso, estaba claro que no tenía nada que ver con la persona que ahora se hallaba ante él. Sonja Hókberg, sentada en la sala de interrogatorios, era de baja estatura, de apariencia menuda, casi transparente. Tenía el cabello rubio en una media melena y los ojos azules. A Wallander le dio la impresión de que podía ser hermana del niño cuyo rostro aparecía en los tubos de caviar. Hermana de Kalle
[1]
. «Infantil, llena de vida», se dijo. «Lejos de parecer una desalmada con un martillo oculto bajo el chaquetón o en el bolso».
Wallander saludó al abogado de la chica en el pasillo.
—Está muy sosegada —le aseguró el letrado—. Aunque no estoy seguro de que comprenda con exactitud de qué es sospechosa.
—Lo cierto es que no es sospechosa, pues ha confesado —apuntó Martinson con determinación.
—Y el martillo —quiso saber Wallander—. ¿Lo tenemos?
—Sí, lo había escondido en su dormitorio, bajo la cama. Ni siquiera le había limpiado la sangre. Pero la otra se deshizo del cuchillo y aún no lo hemos encontrado.
Martinson se marchó y Wallander entró en la sala en compañía del abogado. La joven les dedicó una mirada curiosa. No parecía nerviosa. Wallander hizo un gesto de asentimiento y se sentó. Sobre la mesa había una grabadora. También el abogado tomó asiento de modo que Sonja Hókberg pudiese verlo. Wallander la contempló largamente, y ella no apartó la mirada.
—¿Tienes un chicle? —inquirió la muchacha de repente.
Wallander negó con un gesto y miró a Lotberg, que hizo lo propio.
—Bueno, vamos a ver si conseguimos que nos traigan uno dentro de poco —prometió el inspector Wallander—. Pero primero hablaremos un rato tú y yo.
—Si ya he contado lo que ocurrió, ¿por qué no pueden traerme un-chicle? Puedo pagarlo. No diré una palabra a menos que me traigan un chicle.
Wallander alzó el auricular y llamó a la recepción. «Seguro que Ebba puede conseguir uno», se dijo. Pero, al oír una voz extraña de mujer al otro lado del hilo telefónico, cayó en la cuenta de que Ebba ya no trabajaba allí. En efecto, la recepcionista se había jubilado y, pese a que hacía ya más de seis meses, Wallander no terminaba de acostumbrarse. La nueva recepcionista se llamaba Irene y tenía unos treinta años de edad. Había sido secretaria de un médico con anterioridad y había logrado, en poco tiempo, ganarse el aprecio del personal de la comisaría. Pero Wallander añoraba a Ebba.
—Necesito un chicle —declaró el inspector—. ¿Sabes quién puede tener uno?
—Pues sí, yo —respondió Irene.
Wallander colgó el auricular y se encaminó a la recepción.
—Es para la chica, ¿verdad? —preguntó Irene.
—Eres rápida de reflejos —contestó Wallander.
Regresó a la sala de interrogatorios, le dio el chicle a Sonja Hokberg y se percató de que había olvidado apagar la grabadora.
—Bien, ya podemos empezar —señaló—. Son las dieciséis horas quince minutos del día 6 de octubre de 1997. Se inicia el interrogatorio de Sonja Hokberg a cargo de Kurt Wallander.
—¿Quieres que cuente lo mismo otra vez? —quiso saber la joven.
—Bueno, es posible que tenga nuevas preguntas que hacerte.
—Pues yo no tengo ningunas ganas de contarlo todo otra vez.
Por un instante, Wallander quedó desconcertado. En efecto, no se explicaba la total ausencia de nerviosismo y de inquietud de que hacía gala la muchacha.
—Ya, pero me temo que no te quedará otro remedio —observó paciente—. Se te ha acusado de un delito muy grave. Y tú te has confesado culpable. Estás acusada de agresiones graves y, puesto que el estado del taxista es crítico, puede que la acusación resulte todavía mayor.
Lotberg lo miró displicente, pero no pronunció palabra.
Wallander comenzó, pues, desde el principio.
—Vamos a ver. Tu nombre es Sonja Hokberg y naciste el 2 de febrero del año 1978.
—Sí, soy acuario. ¿Y tú?
—Eso no viene al caso. Lo único que has de hacer es contestar a mis preguntas. Eso es todo, ¿entendido?
—Pues claro que sí, ¡joder!, que no soy tonta.
—Bien. Vives con tus padres en la calle de Trastvágen, número doce, y eres vecina de Ystad.
—Así es.
—Tienes un hermano menor llamado Emil, nacido en 1982.
—Él tendría que estar aquí, no yo.
Wallander la miró interrogante.
—Y eso, ¿por qué?
—Siempre estamos de bronca. Nunca deja en paz mis cosas y siempre está metiendo las narices en mis cajones.
—Sí, no dudo de que debe de ser muy engorroso tener hermanos menores, pero creo que dejaremos ese asunto por el momento.
«Sigue tan tranquila», observó Wallander al tiempo que notaba que su imperturbabilidad lo ponía de mal humor.
—¿Podrías contarnos lo que sucedió el martes por la noche?
—¡Es que es tan jodidamente aburrido contar lo mismo dos veces!
—Pues no hay otro remedio. De modo que Eva Persson y tú salisteis a dar una vuelta, ¿no es así?
—Si es que no hay nada que hacer en esta ciudad. En realidad, yo quisiera vivir en Moscú.
Wallander la miró atónito. También Lotberg parecía sorprendido.
—¿Y por qué Moscú?
—Leí en alguna parte que es una ciudad emocionante, que allí pasa de todo. ¿Tú has estado alguna vez en Moscú?
—No. Contesta a mis preguntas. Sólo eso. Salisteis, ¿cierto?
—Pero si eso ya lo sabes.
—Es decir, que sois buenas amigas.
—Pues claro; si no, no habríamos salido juntas. ¿Crees que yo quedo con gente que no me gusta?
Por primera vez, Wallander creyó percibir una grieta en su actitud indiferente. Su serenidad empezaba a convertirse en impaciencia.
¿Hace tiempo que os conocéis?
—No demasiado.
—¿Cuánto?
—Un par de años.
—Pero ella es cinco años menor que tú.
—Así es, y me respeta.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Es ella la que lo dice, que me respeta.
—¿Y por qué te respeta?
—Eso tendrás que preguntárselo a ella.
«Pues claro que lo haré», resolvió Wallander. «Pienso preguntarle" muchas cosas».
—Bien, ¿puedes contarnos qué sucedió?
—¡Dios!
—Tendrás que hacerlo, quieras o no. Podemos estar aquí hasta la noche, si es necesario.
—Fuimos a tomarnos una cerveza.
—Eva Persson sólo tiene catorce años.
—Sí, pero parece mayor.
—¿Y después?
—Pues que nos tomamos otra.
—¿Y tras esa segunda?
—Pedimos un taxi. ¡Venga!, pero si tú ya sabes todo esto, ¿por qué preguntas?
—En otras palabras, habíais planeado atacar a un taxista.
—Es que necesitábamos dinero.
—Dinero, ¿para qué?
—Nada en particular.
—O sea, que no necesitabais el dinero para nada concreto, ¿me equivoco?
—Eso es.
«No, bonita. Eso no es del todo correcto», dedujo de inmediato Wallander, que ya había percibido un leve tono de inseguridad en su actitud, por lo que comenzó a estar más alerta a sus respuestas.
—Bueno, uno suele necesitar dinero para algo en especial, ¿no?
—Ya, pero no era el caso.
«Claro que sí, ése era precisamente el caso», objetó Wallander para sí, si bien decidió no abundar más en la pregunta, por el momento.
—¿Cómo se os ocurrió atacar a un taxista?
—Habíamos estado hablando del asunto.
—¿Mientras os tomabais la cerveza en el restaurante?
—Sí.
—Es decir, ¿qué no habíais hablado de ello con anterioridad?
—¿Por qué íbamos a hacerlo?
Lotberg guardaba silencio, con la mirada fija en sus manos.
—A ver, a modo de síntesis, podemos decir que no decidisteis asaltar al taxista hasta que no habíais pasado un rato en el restaurante bebiendo cerveza. Bien, ¿de quién fue la idea?
—Se me ocurrió a mí.
—Y Eva no opuso ninguna objeción.
—No.
«Esto tampoco es exacto», se dijo Wallander. «Está mintiendo. Aunque, sin duda, lo hace con gran habilidad».
—Llamásteis al taxi desde el restaurante y lo esperasteis allí mismo, ¿cierto?
—Eso es.
—¿Y de dónde sacasteis el martillo y el cuchillo? A menos que lo hubieseis planeado antes de ir al restaurante.
Sonja Hókberg observó a Wallander. Su mirada no vaciló.
—Yo siempre llevo un martillo en el bolso. Y Eva lleva un cuchillo.
—Y eso, ¿por qué?
—Una nunca sabe qué puede ocurrir.
—A ver, ¿qué quieres decir?
—Pues que las calles están llenas de chalados y una tiene que poder defenderse.
—En otras palabras, que tú siempre llevas un martillo, por si acaso.
—Exacto.
—¿Y lo habías utilizado en alguna ocasión con anterioridad?
El abogado dio un respingo sobresaltado.
—Esa pregunta no es relevante.
—¿Qué quiere decir eso? —quiso saber Sonja Hókberg.
—¿Relevante? Quiere decir que la pregunta no es importante.
—Ya, bueno, pero puedo contestarla de todos modos. Nunca lo había usado antes. Pero Eva sí que le rajó el brazo en una ocasión a un chico que empezó a manosearla.
Una idea cruzó de pronto la mente de Wallander, que se apartó de la línea que había venido siguiendo hasta el momento.
—¿Os visteis con alguien en el restaurante? ¿Habíais concertado una cita con alguien?
—¿Y con quién íbamos a quedar?
—Eso lo sabrás tú.
—Pues no.
—O sea, ¿qué no había allí ningún chico con el que hubierais quedado en encontraros?
—No.
—¿Tú no tienes novio?
—No.
«¡Vaya!, esa respuesta ha sido demasiado rápida», se dijo Wallander al tiempo que tomaba nota del detalle mentalmente. «Más que rápida».
—Así que el taxi llegó y vosotras salisteis a la calle.
—Eso es.
—¿Qué hicisteis entonces?
—Pues, lo que suele hacerse en un taxi, le dijimos adonde queríamos que nos llevase.
—Y vosotras queríais ir a Rydgárd, ¿no? Pero ¿por qué allí, precisamente?
—Pues yo qué sé. Hay que decir algo, así que dijimos Rydgárd, al azar.
—Entonces, Eva se sentó junto al conductor y tú detrás. ¿Lo habíais decidido así con anterioridad?
—Pues claro, ése era el plan.
—¿Qué plan?
—Que le diríamos al viejo que parase a medio camino, porque Eva quería sentarse detrás. Y entonces, atacaríamos.
—En otras palabras, que habíais decidido desde el principio utilizar las armas, ¿cierto?