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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (2 page)

BOOK: Cortafuegos
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Después de Rydberg falleció, de forma repentina, su propio padre, de un ataque de apoplejía que acabó con él en su taller de Loderup hacia ya tres años. A veces, Wallander se sorprendía a sí mismo pensando en lo inexplicable del hecho de que su padre ya no estuviese allí, rodeado de sus cuadros y envuelto en aquel sempiterno aroma a disolvente y a pintura. Tras su muerte, la casa de Lóderup se había vendido. Wallander había pasado ante el inmueble en varias ocasiones, aunque nunca había llegado a detenerse. Ahora eran ya otras las personas que lo habitaban. También visitaba su tumba de vez en cuando, aunque siempre con una sensación, vaga e imprecisa, de remordimiento de conciencia. Sabía que el tiempo transcurrido entre una visita y la siguiente era cada vez mayor y advertía que, a medida que pasaban los años, le costaba más rememorar el rostro del anciano.

Un hombre muerto terminaba por ser un hombre que jamás había existido.

Más tarde le tocó el turno a Svedberg, el colega que, el año anterior, había resultado brutalmente asesinado en su propio apartamento. " Su muerte le hizo pensar en lo poco que en realidad sabía acerca de las personas con las que trabajaba a diario, pues su desaparición puso al descubierto una serie de relaciones de cuya existencia jamás habría sospechado.

Por último, aquel día iba camino de su cuarto entierro, el único al que, en realidad, no habría tenido por qué asistir.

Ella lo había llamado por teléfono el miércoles. Wallander estaba a punto de salir del despacho, pues ya estaba avanzada la tarde. Se sentía aquejado de un terrible dolor de cabeza, tras haber estado estudiando un material de investigación absolutamente infame. En efecto, la policía se había incautado de un alijo de cigarrillos destinados al contrabando, interceptado en un camión que había llegado en un transbordador. Las pistas conducían al norte de Grecia, donde se extinguían en el más absoluto vacío. Él había intercambiado información tanto con la policía griega como con la alemana, pero no habían logrado acercarse lo más mínimo a los cabecillas de la operación. Aquella tarde comprendió que el conductor del camión, quien con toda probabilidad ignoraba que hubiese material de contrabando oculto en la carga, iba a ser condenado a varios meses de cárcel. Y todo quedaría en eso. Wallander estaba convencido de que a Ystad llegaban cigarrillos de contrabando a diario y dudaba de poder ver el día en que lograsen detener aquel tráfico.

Por si fuera poco, le había estropeado el día una discusión airadísima que había mantenido con el fiscal sustituto de Per Ákeson, el titular de la fiscalía que había partido a Sudán hacía ya varios años y que parecía no tener intención de regresar. Tanto la decisión de Ákeson de solicitar la excedencia como el contenido de las cartas que aquél le remitía con regularidad hacían nacer en él una envidia corrosiva. En efecto, Ákeson se había atrevido a romper con su ya bien establecida existencia de un modo con el que Wallander sólo había sido capaz de soñar. Y ahora que ya estaba a punto de cumplir los cincuenta sabía, si bien prefería no admitirlo abiertamente, que no quedaba ya lugar para grandes decisiones en su vida; nunca llegaría a ser otra cosa que policía y lo único que podía hacer hasta el día de su jubilación era esforzarse por mejorar su destreza como investigador. Tal vez también enseñar parte de lo que sabía a los más jóvenes de sus colegas. Pero, aparte de aquello, no había la menor expectativa halagüeña de cambio en su vida. Para él no habría, sin duda, ningún Sudán.

Allí estaba, con el chaquetón en la mano, cuando ella llamó.

Al principio no la reconoció.

Pero después comprendió que se trataba de la madre de Stefan Fredman. Los recuerdos y las ideas cruzaron su mente en acelerado torbellino y lo hicieron rememorar, en cuestión de segundos, los sucesos acontecidos hacía ya tres años. El caso de aquel joven que, disfrazado de indio, había intentado vengarse de los hombres que habían hecho perder el juicio a su hermana y que habían abocado a su hermano a vivir presa del terror. Uno de los asesinados había sido el propio padre del muchacho. Wallander recordaba aún la espantosa escena final en que el chico lloraba arrodillado ante el cuerpo sin vida de su hermana. No estaba muy informado de lo que había sucedido con posterioridad al desenlace salvo que, como era de suponer, el chico nunca fue a prisión, sino a la sección de psiquiatría de un hospital.

Aquella tarde, Anette Fredman lo llamó para comunicarle que Stefan había muerto. Se había suicidado arrojándose desde una ventana del edificio en el que estaba recluido. Wallander le transmitió sus condolencias y, en cierto modo, llegó a sentir también un dolor propio. O tal vez no fue más que una sensación de desesperanza y desconcierto. En cualquier caso, no comprendía por qué aquella mujer lo había llamado a él. Quedó allí sentado, con el auricular en la mano, esforzándose por invocar la imagen de su rostro en la memoria. La había visto en dos o tres ocasiones, en un pueblo cercano a Malmö, cuando ya iban tras la pista de Stefan e intentaban reconciliarse con la idea de que un niño de catorce años hubiese sido el autor de aquellos brutales asesinatos. La recordaba reacia y tensa, como envuelta en un halo esquivo, como si temiese que, en cualquier momento, sucediese lo peor. Lo cual resultó ser cierto. Wallander se había preguntado entonces, según recordaba vagamente, si no sería adicta a las drogas. ¿Acaso bebía demasiado o utilizaba algún tipo de narcótico para mitigar su desasosiego? Nunca lo supo. Pero aquella tarde le costó ver ante sí su rostro. La voz que le transmitía el hilo telefónico le sonó como la de una extraña.

Después, le hizo saber el motivo de su llamada. Quería que Wallander asistiese al funeral. Apenas si habría gente, pues sólo quedaban ella y Jens, el hermano menor de Astean… Y, dado que él había sido amable y bienintencionado con ellos… De modo que le prometió que iría para, acto seguido y demasiado tarde, arrepentirse de haberlo hecho.

Intentó averiguar qué había sido del chico tras su captura, por lo que habló con un médico del hospital en el que Stefan había ingresado. Durante los años transcurridos desde su reclusión, Stefan había permanecido prácticamente mudo, empecinado en vetar a todos el acceso a su mundo interior. Pero Wallander supo que el muchacho que habían hallado destrozado contra el asfalto llevaba el rostro pintado con colores de guerra, y que la pintura y la sangre se habían entremezclado y habían llegado a dibujar sobre su cara una máscara que tal vez fuese un indicio de la sociedad en que Stefan había vivido y no tanto una señal de la doble personalidad de que era víctima.

Wallander conducía despacio. Aquella mañana, cuando se puso el traje oscuro, comprobó con no poco asombro que los pantalones le quedaban bien, lo que significaba que había perdido peso. En efecto, desde que, hacía poco más de un año, le comunicaron que padecía diabetes, se había obligado a modificar sus hábitos alimentarios, había comenzado a hacer ejercicio y a vigilar su peso, Al principio, en un exceso de impaciente entrega, se colocaba sobre la báscula del baño varias veces al día. Al final, en un ataque de ira, había terminado arrojándola a la basura, resuelto a abandonar a menos que fuese capaz de adelgazar sin necesidad de tan extrema vigilancia.

Sin embargo, el médico al que visitaba periódicamente no se rindió, sino que lo animaba con insistencia a que pusiese punto final a aquella vida desorganizada de comidas poco sanas e irregulares en la que el ejercicio brillaba por su ausencia. La tenacidad del doctor terminó por dar resultado. Wallander se había comprado un chándal y un par de zapatillas deportivas y comenzó a dar paseos con cierta regularidad. No obstante, el día que Martinson le propuso que saliesen a correr juntos, Wallander se negó vehemente. Todo tenía un límite. Y el suyo se hallaba en los paseos. Se había trazado un circuito de una hora de duración que, partiendo de la calle de Mariagatan, se extendía por Sandskogen hasta regresar al punto de partida. Cuatro veces por semana, como mínimo, se obligaba a cubrir la ruta. Por añadidura, había reducido el número de visitas a las distintas hamburgueserías de la ciudad. Hasta que el médico vio los frutos de tanto esfuerzo. Los niveles de glucemia descendieron y Wallander perdió peso. Una mañana, mientras se afeitaba, se percató de que también su aspecto había cambiado. Las mejillas aparecían enjutas y ya podía volver a ver el rostro de antaño, durante tanto tiempo enterrado en bultos de grasa superflua y oculto bajo una piel ajada. Su hija Linda se había llevado una sorpresa muy agradable al verlo, pero, en la comisaría, nadie hizo jamás ningún comentario sobre el hecho de que hubiese adelgazado.

«Es como si no nos viésemos los unos a los otros», reflexionaba Wallander. «Trabajamos juntos, pero no nos apercibimos de la existencia del otro».

Pasó la playa de Mossby, que aparecía desierta bajo el cielo otoñal, y se le vino a la mente aquella ocasión, seis años atrás, en que arribó a sus orillas un bote con los cadáveres de dos hombres. *

Frenó en seco y abandonó la carretera principal. Aún disponía de tiempo suficiente, de modo que apagó el motor y salió del coche. No soplaba la menor ráfaga de viento y estarían a pocos grados de temperatura. Se abrochó el abrigo y siguió un sendero que serpenteaba entre las dunas. Allí estaba, el mar. Y la playa vacía, grabadas en ella las huellas de personas, de perros e incluso las pezuñas de algún caballo. Quedó absorto en la contemplación de la inmensidad del mar. Una bandada de pájaros dirigía su vuelo hacia el sur.

Aún era capaz de rescatar de su memoria el punto exacto en que había aparecido el bote, a cuyo hallazgo siguió una compleja investigación que lo condujo a Letonia y a Riga, donde encontró a Baiba, viuda de un policía letón asesinado al que él había tenido la oportunidad de conocer y la suerte de poder apreciar como amigo.

Después, su historia con Baiba. Durante largo tiempo, confió en que lo suyo funcionaría, en que ella se iría a vivir con él a Suecia. Incluso estuvo buscando casa a las afueras de Ystad. Pero ella comenzó a enfriarse, a mostrarse reticente. Wallander, presa de los celos, se preguntaba si no habría otro hombre en su vida. En una ocasión, llegó a viajar a Riga sin avisarle de su llegada. Pero no se trataba de otro hombre. Simplemente, Baiba empezó a dudar ele si sería capaz de volver a compartir su vida con un policía; de abandonar su país, donde su trabajo como traductora constituía un reto, aunque no muy bien remunerado. Al cabo de un tiempo, todo acabó.

Wallander caminaba por la orilla mientras pensaba que hacía ya más de un año que no la llamaba. Ella seguía emergiendo en sus sueños de vez en cuando, pero él jamás lograba darle alcance. Cuando comenzaba a caminar hacia ella o extendía el brazo hacia los suyos, ella desaparecía en el acto. El inspector se preguntaba si en verdad la añoraba. Los celos habían dejado de atormentarlo, de modo que era capaz de imaginarla junto a otro hombre sin que sangrase su herida.

«Es la compañía que perdí», se decía. «Con Baiba me vi liberado de una soledad de la que ni siquiera era consciente. Si algo añoro, ha de ser la compañía».

Regresó al coche. Debía cuidarse de las playas solitarias, desiertas, sobre todo en otoño, pues propiciaban sin dificultad que, en su interior, se desencadenase un proceloso mar de intensa pesadumbre.

En una ocasión había establecido su propio distrito policial, desierto y solitario, en el extremo norte de la península de Jutlandia, durante aquel periodo de su vida en que se vio aquejado de una profunda depresión de la que, de hecho, nunca creyó poder recuperarse para regresar a la comisaría de Ystad. Habían transcurrido varios años, pero aún podía recordar cómo llegó a sentirse entonces. Y estaba decidido a no volver a pasar por ello. Era un paisaje que lo hacía estremecer de miedo.

Regresó al vehículo y continuó el viaje hacia Malmö. El otoño se espesaba a su alrededor y él se preguntaba cómo se presentaría aquel invierno. Si traería grandes nevadas y vendavales fuente de caos o si, por el contrario, vendría lluvioso. Reflexionaba asimismo sobre cómo invertir la semana de vacaciones que tenía que tomarse en noviembre. Había comentado con Linda, su hija, la posibilidad de tomar juntos un vuelo chárter a algún destino más cálido. Deseaba invitarla, pero ella, que estudiaba en Estocolmo alguna disciplina para él desconocida, le había advertido que no iba a poder ausentarse, aunque le habría gustado. Entonces intentó pensar en alguna otra persona con la que realizar aquel viaje, pero no se le ocurría nadie. ¡Tenía tan pocos amigos…! Casi ninguno. Sten Widén, que poseía un picadero a las afueras de Skurup, era uno de ellos. Pero Wallander no estaba muy seguro de querer viajar con él, debido a los graves problemas que tenía con el alcohol. En efecto, él bebía sin mesura, mientras que Wallander a instancias de su médico, había reducido su generoso consumo de alcohol. Claro que siempre podía preguntarle a Gertrud, la viuda de su padre, pero no acababa de imaginar de qué podrían hablar ellos dos durante toda una semana.

Aparte de estas personas, no había nadie más.

De modo que se quedaría en casa e invertiría el dinero en un nuevo coche. Su Peugeot comenzaba a acusar las goteras del tiempo. Aquella mañana, camino de Malmo, el motor ya empezó a prevenirlo con un sonido extraño.

Poco después de las diez, alcanzaba las afueras de Rosengárd. El funeral comenzaría a las once y se celebraría en una iglesia de nueva construcción. Unos niños jugaban a la pelota contra un muro de piedra próximo al edificio. Él los observaba desde el coche. Eran siete, tres de ellos negros y otros tres también con aspecto de inmigrantes. El séptimo era un niño pecoso de abundante cabello rubio. Los pequeños golpeaban la pelota con gran energía entre sonoras carcajadas. Por un momento, Wallander sintió un deseo enorme de participar en su juego, pero se contuvo. Entonces, un hombre cruzó la puerta de la iglesia y encendió un cigarrillo. Wallander salió del coche y se le acercó despacio.

—¿Es aquí donde va a celebrarse el funeral de Stefan Fredman? —inquirió.

El hombre asintió.

—¿Eres pariente suyo?

—No.

—No contamos con muchos asistentes —advirtió el hombre—. Supongo que sabrás lo que hizo.

—Sí, lo sé.

El hombre contempló su cigarrillo.

—Lo mejor que le puede ocurrir a alguien como él es estar muerto.

La frialdad del comentario indignó a Wallander.

—Stefan no llegó a cumplir los dieciocho. No creo que la muerte sea la mejor solución para alguien tan joven.

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