Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Primo Agrajes, cabalgad en ese caballo.
Y don Florestán derribó a otro buen caballero, que Daniel se nombraba, y dio el caballo a Landín, dejándole muy mal llagado, y Palomir trajo otro caballo a Dragonis, así que todos fueron remediados y tomaron la vía que Amadís llevaba haciendo maravillas de armas y nombrándose porque lo conociesen y fuesen sus enemigos en mayor pavor puestos, y tanto hicieron él y Agrajes y don Florestán con aquellos caballeros que con ellos juntos se hallaron y con la gran bondad del rey su señor, que aquel día mucho valió, mostrando su grande esfuerzo, que vencieron la batalla, quedando en el campo muertos y llagados todos los más de sus enemigos; mas Amadís, con la gran rabia que tenía pensando ser muerto don Galaor, su hermano, iba los hiriendo y matando hasta los llegar a la mar, donde su flota tenían; mas aquel valiente y esforzado Gadancuriel, caudillo de los contrarios, cuando así vio los suyos vencida, y que no le dejarían en las naos entrar, juntó los más que pudo consigo y tornó con la espada alzada en la mano por herir al rey, que más cerca de sí lo halló; mas don Florestán, que grandes y esquivos golpes aquel día le viera dar, temiendo el peligro del rey, púsose delante por recibir en sí los golpes, aunque de la espada otra cosa no llevaba sino la empuñadura, y Gadancuriel lo hirió tan duramente por cima del yelmo, que hasta la carne se lo cortó, y Florestán le dio con aquello de que la espada tenía tal golpe, que el yelmo le derribó de la cabeza, y el rey llegó luego y diole con la espada, así que dos partes se la hizo, y como éste fue muerto, no quedó quien campo tuviese, antes por se acoger a las barcas morían en el agua y los otros en la tierra, de manera que ninguno quedó.
Entonces Amadís llamó a don Florestán y Agrajes y a Dragonis y Palomir, y díjoles llorando:
—¡Ay, buenos primos!, miedo he que hemos perdido a don Galaor, vámoslo a buscar.
Así fueron donde Amadís a pie lo viera, allí donde él había al rey Cildadán derribado, y tantos eran de los muertos que no lo podían hallar, mas trastornándolos todos hallólo Florestán, conociéndolo por una manga de la sobrevisa, que india era y flores de argentería por ella, y comenzaron a hacer gran duelo sobre él. Cuando Amadís esto vio, dejóse caer del caballo, y las llagas, que ya resta-nadas de la sangre eran, con la fuerza de la caída le salía, y quitándose el yelmo y el escudo, que rotos estaban, llegóse a don Galaor llorando y quitóle el yelmo y puso su cabeza en sus hinojos, y Galaor, con el aire que le dio, comenzó a bullir ya cuanto. Entonces se llegaron todos a él, llorando con gran dolor en lo ver así, y cuanto una pieza así estuvieron, llegaron allí doce doncellas muy bien guarnidas, y con ellas, escuderos, que un lecho traían cubierto de ricos paños, e hincaron los hinojos ante Amadís, y dijeron:
—Señor, aquí somos venidos por don Galaor, si vivo lo queréis, dádnoslo; si no, cuantos maestros hay en la Gran Bretaña no le guarecerán.
Amadís, que las doncellas no conocía, miraba el gran peligro de Galaor, no sabía qué hacer, mas aquellos caballeros le aconsejaron que más valía dárselo a la ventura que delante sus ojos verlo morir sin le poder valer. Entonces, Amadís dijo:
—Buenas doncellas, ¿podríamos saber dónde lo lleváis?.
—No —dijeron ellas— por ahora, y si vivo lo queréis, dádnoslo luego; si no, irnos hemos.
Amadís les rogó que a él llevasen con él, mas ellas no quisieron, y por ruego llevaron a Ardián, el su enano, y a su escudero. Entonces lo pusieron así armado, salvo la cabeza y las manos, en el lecho, medio muerto, y Amadís y aquellos caballeros fueron hasta la mar con él, haciendo gran duelo, donde vieron un navío, en el cual las doncellas metieron el lecho, y luego demandaron al rey Lisuarte que le pluguiese de les dar al rey Cildadán, que entre los muertos estaba, trayéndole a la memoria ser un buen rey que haciendo lo que obligado era, la fortuna le había traído en tan gran tribulación, que hubiese de él piedad, porque si sobre él aquella fortuna tornase la pudiese hallar en otros. El rey se lo mandó dar más muerto que vivo, y luego en aquel lecho lo tomaron y pusieron en el navío, y alzando las velas partieron de la ribera a gran prisa.
En esto llegó el rey, que había andado trabajando como de la flota de sus enemigos no se salvase ninguna cosa, haciendo prender a los que de ellos en la batalla no murieran, y halló llorando a Amadís ya don Florestán y Agrajes y a todos los otros que allí estaban, y sabido que la causa de ello era por la pérdida de don Galaor, hubo muy gran pesar y dolor en su corazón, como aquél que lo amaba de corazón y en sus entrañas lo tenía. Y esto con mucha razón, que desde el día que por suyo quedó nunca en al pensó sino en lo servir, y apeóse del caballo, aunque muchas llagas tenía, que sus armas todas eran tintas de la su sangre, y abrazó a Amadís con muy gran amor que le tenía y consolándole y diciéndole que si por gran sentimiento el mal de don Galaor remediarse pudiese que el suyo de él bastaba, según el gran dolor que su corazón por él sentía; mas teniendo esperanza en el Señor poderoso que a tal hombre no querría desamparar así del todo, se consolaba, y que asi con esforzado ánimo debían ellos hacer, y tomándolos consigo se fue a la tienda del rey Cildadán, que extraña y rica era, y allí los tuvo consigo y rogando que le trajesen de comer, y después que le pusiesen diligencia en enterrar los caballeros que de su parte murieron en un monasterio que al pie de aquella montaña había y les mandó hacer el cumplimiento de sus ánimas y dio grandes rentas, así para el reparo de ellas como para que una capilla muy rica se hiciese y allí los pusiesen en tumbas ricamente labradas y los nombres de ellos en ellas escritos, y despedidos mensajeros a la reina Brisena haciéndole saber aquella buena ventura que Dios le diera.
Él y aquellos caballeros que mal llagados estaban se fueron a una villa cuatro leguas dende, que Ganota había nombre, y allí estuvieron hasta que de sus heridas sanaron, y en este medio tiempo que la batalla se dio, la hermosa reina Briolanja, que con la reina Brisena quedara, acordó de ir a Miraflores a ver a Oriana, que así la una como la otra, por la fama de sus grandes hermosuras, deseaban verse. Sabido esto por Oriana, aquél su aposentamiento mandó de muy ricos paños guarnecer, y como la reina llegó y se vieron, mucho fueron espantadas, tanto que ni el, arco encantado, ni la prueba de la espada no tuvieron tanta fuerza ni pusieron tal seguridad que a Oriana quitasen de muy gran sobresalto, creyendo que en el mundo no había tan cautivado ni sujeto corazón que la hermosura de Briolanja, habiendo algunas veces visto, rompiendo aquellas ataduras, para sí no lo ganase, y Briolanja, habiendo algunas veces visto las angustias y lágrimas de Amadís junto con aquellas grandes pruebas de amor aquí dichas, luego sospechó, que, según su gran valor, que no merecía su corazón padecer, sino por aquella ante quien todas las que de hermosura se preciasen debían de huir, porque con la su gran claridad, las suyas de ella en tinieblas puestas no fuesen, quitando a Amadís de la culpa por haber así desechado aquello que por su parte de ella acometido le fue.
Así estuvieron ambas de consuno con mucho placer, hablando en las cosas que más les agradaba y contando Briolanja entre las otras cosas por más principal lo que Amadís por ella hiciera y cómo le amaba de corazón. Oriana, por saber más, díjole:
—Reina señora, pues que él tan bueno y de tan alto lugar, como venía de los más altos emperadores del mundo, según he oído, y esperando ser rey de Gaula, ¿por qué no lo tomaríais con vos haciéndole señor de aquel reino que él os dio a ganar, pues que en todo es vuestro igual?.
Briolanja le dijo:
—Amiga señora, bien creo yo que, aunque muchas veces lo viste, que no lo conocéis. ¿Pensáis vos que no me tendría yo por la más bienaventurada mujer del mundo si eso que decís yo pudiese alcanzarlo? Mas quiero que sepáis lo que en esto me aconteció, y guardadlo debe, que yo le acometí en esto que ahora dijisteis y probé de lo haber para mí en casamiento, de que siempre me ocurre vergüenza cuando la memoria me torna, y él me dio bien a entender que de mi ni de otra alguna poco se curaba, y esto tengo creído, porque en tanto'que conmigo aquella temporada moró, nunca de ninguna mujer le oí hablar, como todos los otros caballeros lo hacen; mas tanto os digo que él es el hombre del mundo por quien antes perdería mi reino y aventuraría mi persona.
Oriana fue muy leda de esto que le oyó y más segura de su amigo, mirando con la gran afición que Briolanja lo dijo que con ninguna de las otras pruebas, y dijo:
—Maravillada soy de esto que me decís, que si Amadís ninguna no amase no pudiera entrar so el arco de los leales amadores, donde dicen que por él se hicieron mayores señales de leal enamorado que por otro ninguno que allí fuese.
—Él bien puede amar —dijo la reina—, pero es lo más encubierto que nunca lo fue caballero.
En esto y en otras cosas muchas hablando estuvieron allí diez días, en cabo de los cuales se fueron entrambas con su compaña a la villa de Fenusa, donde la reina Brisena, atendiendo al rey Lisuarte, su marido, estaba, que con ellas mucho le plugo en ver a su hija sana y tornada en su hermosura. Allí les llegó la buena nueva del vencimiento de la batalla, que, después del gran placer que les dio, la reina Brisena hizo muchas limosnas a iglesias y monasterios y a otras personas que necesidad tenían. Mas cuando la reina Briolanja oyó decir ser Amadís aquél que Beltenebros se llamaba, ¿quién os podría decir la alegría que su ánimo sintió? Y así lo hubo la reina Brisena y todas las dueñas y doncellas que mucho lo amaban, y con ellas, Oriana y Mabilia, fingiendo ser a ellas aquella nueva de nuevo venida como a las otras, y Briolanja dijo a Oriana:
—¿Qué os parece, amiga, de aquel buen caballero como hasta aquí era loado, quedando oscurecida la fama de Amadís, que ya de él casi memoria no había, y comoquiera que mucho le amase y mucho supiese de sus caballerías, en duda estaba ya viendo los grandes hechos de Beltenebros a cuál de ellos mi afición se debiera acortar?.
—Reina señora —dijo Oriana—, yo entiendo que así lo estábamos ya todas, y con el rey mi padre viniere, preguntémosle por qué causa dejó su nombre y quién es aquella que el tocado de las flores ganó.
—Así se haga, dijo Briolanja.
De cómo el rey Cildadán y don Galaor fueron llevados para curar y fueron, puestos, el uno en una fuerte torre de mar cercada, y el otro en un vergel de altas paredes y de verjas de hierro adornado, donde a cada uno de ellos, en sí tornado, pensó de estar en prisión, no sabiendo por quién allí eran traídos, y de lo que más les avino.
Ahora os contaremos lo que fue del rey Cildadán y de don Galaor. Sabed que las doncellas que los llevaron curaron de ellos, y al tercer día estaban en todo su acuerdo. Y don Galaor se halló dentro, en una huerta, en una casa de rica labor, que sobre cuatro pilares de mármol se sostenía, cerrada de pilar a pilar con unas fuertes redes de hierro. Así que la huerta, desde una cama donde él echado estaba, se aparecía, y lo que él pudo alcanzar a ver le pareció ser cercada de un alto muro, en el cual había una puerta pequeña cubierta de hoja de hierro, y fue espantado en se ver en tal lugar, pensando ser en prisión metido, y hallóse con gran dolor de sus heridas, que no atendía otra cosa sino la muerte, y allí le vino a la memoria cómo fuera en la batalla, mas no supo quién de ella lo sacó ni cómo allí lo trajeran.
Tornado el rey Cildadán en su entero juicio, hallóse en una bóveda de una gran torre, en una rica cama echado, cabe una finestra. Y miró a uno y otro cabo, mas no vio a ninguna persona, y oyó hablar encima de la bóveda, mas no pudo ver puerta ni entrada ninguna en aquella cámara donde estaba, y miró por la finiestra sacando la cabeza, y vio la mar y que allí donde estaba era una muy alta torre, asentada en una brava peña, y parecióle que la mar la cercaba de las tres esquinas y membróse cómo fuera en la batalla, mas no sabía quién de ella lo sacara; pero bien pensó que pues él tan mal parado fue y así preso, que los suyos no quedarían muy libres, y como vio que más no podía hacer sosegóse en su lecho, gimiendo y doliéndose mucho de sus llagas, atendiendo lo que venirle pudiese.
Y don Galaor, que en la casa de la huerta, como ya oísteis, estaba, vio abrir el postigo pequeño y alzó la cabeza con gran afán, y vio entrar por él una doncella muy hermosa y bien guarnida, y con ella un hombre tan laso y tan viejo que era maravilla poder andar, y llevando a la red de hierro de la cámara, dijéronle:
—Don Galaor, pensad en vuestra ánima, y no os salvamos ni aseguramos.
Entonces la hermosa doncella le sacó dos bujetas, una de hierro y otra de plata, y mostrándoselas a don Galaor, le dijo:
—Quien aquí os trajo no quiere que muráis hasta saber si haréis su voluntad, y en tanto quiero que seáis de vuestras llagas curado y se os dé de comer.
—Buena doncella —dijo él—, si voluntad de ese que decís es queriendo lo que yo hacer no debo, más dura cosa para mí sería que la muerte, en lo ál por salvar mi vida hacerlo he.
—Vos haréis —dijo ella— lo que mejor estuviere, que de eso que decís poco nos curamos, en vuestra mano es de morir o vivir.
Entonces aquel hombre viejo abrió la puerta de la red y entraron dentro de ella y ella tomó la bujeta de hierro y dijo al viejo que se tirase afuera, y así él lo hizo, y ella dijo a don Galaor:
—Mi señor, tan gran duelo he de vos que por salvar vuestra vida me quiero aventurar a la muerte, y diréos cómo a mí me es mandado que esta bujeta hinchase de ponzoña y la otra de ungüento que mucho hace dormir, porque la ponzoña en vuestras llagas puesta y la otra que os adormeciese, obrando con el sueño más recio, luego muerto seríais; mas doliéndome que tal caballero por tal guisa muriese, hícelo al contrario, que aquí puse aquella medicina que siendo por vos tomada cada día, a los siete días seréis tan libre que sin empacho os podáis ir en un caballo.
Entonces le puso en las llagas aquel ungüento tan sabroso que la hinchazón y dolor fue luego amansando de guisa que muy holgado se halló, y díjole:
—Buena doncella, mucho os agradezco lo que por mí hacéis, que si yo de aquí salgo por vuestra mano, nunca vida de caballero tan bien galardonada fue como ésta a vos será; mas si por ventura vuestras fuerzas para ella no bastaren, y por mí queréis algo hacer, tened manera como está mi prisión tan peligrosa lo sepa aquella Urganda la Desconocida, en quien yo mucha esperanza tengo.