Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—¡Ay!, señor, por Dios, merced, no me matéis que según lo mucho que he andado en este mal oficio con el cuerpo perdería el ánima.
—Yo te dejo —dijo Balais—, pues que tu discreción basta para conocer que en tal vida eras perdido, que tomes aquélla con que al contrario serás separado.
Así lo hizo este ladrón que después fue hombre bueno, de buena vida y fue ermitaño.
Esto así hecho, Balais se salió del tremedal donde la doncella quedara que muy alegre fue con su vista en lo ver sano y agradecióle mucho lo que por ella hiciera en la quitar de aquellos malos hombres que la querían escarnecer, y él preguntó cómo la habían tomado aquellos malos hombres.
—En un paso de monte —dijo ella— que es acá suso de esta floresta, que ellos guardaban y allí me mataron dos escuderos que iban conmigo y trajéronme aquí por me tener presa para hacer su voluntad.
Balais vio la doncella, que era muy hermosa, y pagóse mucho de ella y díjole:
—Cierto, señora, si ellos os tuvieran presa como vuestra hermosura me tiene a mí, nunca de ella saldríais.
—Señor caballero —dijo ella—, si yo perdiendo mi castidad por la vía que los ladrones trabajaban, la gran fuerza suya me quitaba de culpa; otorgándola a vos de grado, ¿cómo sería, ni podría ser disculpada? Lo que hasta aquí hicisteis fue de buen caballero, ruégoos yo que a la fuerza de las armas le deis por compañía la mesura y virtud a que tan obligado sois.
—Mi buena señora —dijo él—, no tengáis en nada las palabras que os dije, que a los caballeros conviene servir y codiciar a las doncellas y quererlas por señoras y amigas y ellas guardarse de errar, como vos lo queréis hacer, porque comoquiera que al comienzo en mucho tenemos haber alcanzado lo que de ellas deseamos, mucho más son de nosotros preciadas y estimadas cuando con discreción y bondad se defienden, resistiendo nuestros malos apetitos, guardando aquello que, perdiéndolo, ninguna cosa les quedaría, que de loar fuese.
La doncella se le humilló por le besar las manos y dijo:
—En tanto más se debe tener este socorro de la honra, que el de la vida, que me habéis hecho, cuanto más es la diferencia de lo uno a lo otro.
—Pues ahora —dijo Balais—, ¿qué mandáis que haga?.
—Que nos alonguemos de estos hombres muertos —dijo ella— hasta que el día venga.
—¿Cómo será eso? —dijo él—, que me mataron el caballo.
—Iremos —dijo ella— en este mi palafrén, Entonces cabalgó Balais y tomó la doncella en las ancas y alongáronse una pieza donde hallaron un prado cerca de un camino cuanto una echadura de arco, y allí albergaron hablando en algunas cosas y contóle Balais la razón por qué tras el caballero venía y, venida la mañana, armóse y cabalgaron en el palafrén y fuéronse al camino, pero no vio rastro de ninguno que por allí hubiese pasado y dijo a la doncella:
—Amiga, ¿qué haré de vos?, que no puedo por ninguna manera quitarme de esta demanda.
—Señor —dijo ella—, vamos por esta carrera hasta que algún lugar hallaremos, y allí quedando yo, iréis vos en el palafrén.
Pues moviendo de allí, como oís, a poco de rato vieron venir un caballero que la una pierna traía encima de la cerviz del caballo y llegando más cerca púsola en la estribadera e hiriendo el caballo de las espuelas se vino a Balais y diole una tal lanzada en el escudo que a él y a la doncella derribó en tierra y dijo:
—Amiga, de vos me pesa que caísteis, mas llevaros he yo donde se enmendará, que éste no es tal para que merezca llevaros.
Balais se levantó muy aína y conoció que aquél era el caballero que él demandaba y poniendo su escudo ante sí con la espada en la mano dijo:
—Don caballero, vos fuisteis bien andante, que perdí mi caballo, que así Dios me ayude, yo os hiciera pagar la villanía que anoche hicisteis.
—¿Cómo —dijo el caballero—, vos sois el uno de los que de mí se rieron?.
—Cierto, yo haré tornar sobre vos el escarnio, y dejóse correr a él, la lanza sobre mano y diole un tal golpe en el escudo que se lo falsó. Balais le cortó la lanza por cabe la mano, y el caballero metió mano a su espada y fuele dar un golpe por cima del yelmo que hizo la espada entrar por él bien dos dedos y Balais se tendió contra él y echóle las manos en el escudo y tiró por él tan fuertemente que la silla se torció y el caballero cayó ante él, y Balais fue sobre él, quitándole los lazos del yelmo, le dio por el rostro y por la cabeza con la manzana de la espada grandes golpes, así que le atordeció y como vio que en él no había defendimiento ninguno, tomó la espada y dio con ella en una piedra tantos golpes que la hizo pedazos, y metió la suya en la vaina y tomó el caballo del caballero y puso la doncella en el palafrén y fuese su vía contra el árbol de la encrucijada, y hallaron en el camino unas casas de dos dueñas que santa vida hacían, donde tomaron de aquélla su pobreza algo que comiesen, que muchas bendiciones a Balais echaban, porque había muerto aquellos ladrones, que mucho mal por toda aquella tierra hacían. Así continuaron su camino hasta que llegaron al árbol de la encrucijada, donde hallaron a Amadís, que entonces había llegado, y no tardó mucho que vieron cómo don Galaor venía. Pues allí juntos todos tres hubieron entre sí muy gran placer en haber acabado sus aventuras tanto a sus horas y acordaron de albergar aquella noche en un castillo de un caballero muy honrado que era padre de la doncella que Balais llevaba, cerca dende, y así lo hicieron que, allegados, fueron muy bien recibidos y servidos de todo lo que menester habían, y otro día de mañana, después que oyeron misa, armáronse, y cabalgando en sus caballos, dejando la doncella en el castillo con su padre, entraron en el derecho camino de Vindilisora. Balais daba el caballo a don Galaor como se lo prometiera, mas él no lo quiso tomar, así porque el suyo perdiera por cobrarle, como por haber el otro ganado.
Cómo el rey Lisuarte hizo Cortes y de lo que en ellas le acaeció.
Con las nuevas que el enano trajo al rey Lisuarte de Amadís y don Galaor, fue muy alegre, teniendo en voluntad de hacer Cortes, las más honradas y de más caballeros que nunca en la Gran Bretaña se hicieran, solamente esperando a Amadís y Galaor.
Pareció ante el rey un día Olivas a se quejar del duque de Bristoya que a un su cohermano le matara a aleve. El rey, habido su consejo con los que de esto más sabían, puso plazo de un mes al duque que a responder viniese y que si por ventura quisiese meter en esta requesta dos caballeros consigo, que Olivas los tenía de su parte tales que con toda igualeza de linaje y bondad podrían mantener razón y derecho. Esto hecho, mandó el rey apercibir a todos sus altos hombres que fuesen con él el día de Santa María de setiembre en las Cortes y la reina asimismo, y todas las dueñas y doncellas de gran guisa. Pues siendo todos en el palacio con gran alegría hablando en las cosas que en las Cortes se habían de ordenar, no sabiendo ni pensado cómo en los semejantes tiempos la fortuna movible quiere con sus asechanzas cruelmente herir, porque a todos sea notoria en pensamiento de los hombres no venir aquella certinidad que ellos esperan. Acaeció de entrar en el palacio una doncella extraña, asaz bien guarnida, y un gentil doncel que la acompañaba y descendiendo de un palafrén preguntó cuál era el rey, él dijo:
—Doncella, yo soy.
—Señor —dijo ella—, bien semejáis rey en el cuerpo, mas no sé si lo seréis en el corazón.
—Doncella —dijo él—, esto veis vos ahora y cuando en lo otro me probaréis, saberlo habéis.
—Señor —dijo la doncella—, a mi voluntad respondéis y miémbroseos esta palabra que me dais ante tantos hombres buenos, porque yo quiero probar el esfuerzo de vuestro corazón cuando me fuere menester y yo oí decir que queréis tener Cortes en Londres, por Santa María de setiembre, y allí donde muchos hombres buenos habrá, quiero ver si sois tal que con razón debáis ser señor de tan gran reino y tan famosa caballería.
—Doncella —dijo el rey—, pues que mi obra a mi poder se haría mejor que el dicho, tanto más placer habré cuanto más hombres buenos fueren allí presentes.
—Señor —dijo la doncella—, si así son los hechos como los dichos, yo me tengo por muy bien contenta y a Dios seáis encomendado.
—A Dios vayáis, doncellas, dijo el rey, y así la saludaron todos los caballeros. La doncella se fue su camino. Y el rey quedó hablando con sus caballeros, pero dígoos que no hubo ahí tal que a muchos no pesase de aquello que el rey prometiera temiendo que la doncella lo quería poner en algún gran peligro de su persona y el rey era tal, que por grande que fuese no lo dudaría por no ser avergonzado, y él era tan amado de todos los suyos que antes quisieran ser ellos puestos en gran afrenta y vergüenza que vérselo a él padecer, y no tuvieron por bien que un tan alto príncipe diese así livianamente sin más deliberación, su palabra a extraña mujer, siendo obligado a lo cumplir y no certificado de lo que ella le quería demandar.
Pues habiendo en muchas cosas hablado, queriéndose la reina acoger a su palacio, entraron por la puerta tres caballeros, los dos armados de todas armas y el uno desarmado y era grande y bien hecho, y la cabeza casi toda cana, pero fresco y hermoso según su edad. Este traía ante sí una arquita pequeña y preguntó por el rey, y mostráronselo. El descendió de su palafrén e hincando los hinojos ante él, con la arqueta en sus manos díjole:
—Dios te salve, señor, así como al príncipe del mundo que mejor promesa ha hecho, si la tenéis.
El rey dijo:
—¿Y qué promesa es ésta o por qué me lo decís?.
—A mí dijeron —dijo el caballero— que queríais mantener caballería en la mayor alteza y honra que ser pudiese y porque de esto tal son muy pocos los príncipes que de ello se trabajan, es lo vuestro mucho más que lo suyo de loar.
—Cierto, caballero —dijo el rey—, esta promesa tendré yo cuanto la vida tuviere.
—Dios os lo deje acabar —dijo el caballero—, y porque oí decir que queríais tener Cortes en Londres de muchos hombres buenos, tráigoos aquí lo que para tal hombre como vos y a tal fiesta conviene.
Entonces abrieron la arqueta, sacó de ella una corona de oro tan bien obrada y con tantas piedras y aljófar que fueron muy maravillados todos en la ver, y bien parecía que no debía ser puesta en cabeza, sino de muy gran señor. El rey la miraba mucho con sabor de la haber para sí, y el caballero le dijo:
—Creed, señor, que esta obra es tal, que ninguno de cuantos hay saben labrar de oro y poner piedras no lo sabrían mirar.
—Así Dios me ayude —dijo el rey—, yo lo tengo así.
—Pues comoquiera —dijo el caballero— que su obra y hermosura sea tan extraña, otra cosa en sí tiene que mucho más es de preciar, y esto es, que siempre el rey que en su cabeza la pusiere será mantenido y acrecentado en su honra, que así lo hizo aquél para quien fue hecha hasta el día de su muerte. Y de entonces acá nunca rey la tuvo en su cabeza, y si vos, señor, la quisiereis haber dárosla he por cosa que será reparo de mi cabeza que la tengo en aventura de perder.
La reina, que delante estaba, dijo:
—Cierto, señor, mucho os conviene tal joya como ésa y dadle por ella todo lo que el caballero pidiere, y
—Vos, señora —dijo él—, comprarme habéis un muy hermoso manto que aquí traigo.
—Sí —dijo ella—, muy de grado.
Luego sacó de la arqueta un manto, el más rico y mejor obrado que nunca se vio, y además de las piedras y aljófar de gran valor que en él había, eran en él figuradas todas las aves y animalias del mundo, tan sutilmente que por maravilla lo miraban. La reina dijo:
—Así Dios me valga, amigo, parece que este paño no fue por otra mano hecho sino por la de aquel señor que todo lo puede.
—Cierto, señora —dijo el caballero—, bien podéis creer sin falta que por mano y consejo de hombre que fue este paño hecho, mas muy caramente se podría ahora hallar quien otro semejante hiciese —y dijo—: Aún más os digo, que conviene este manto más a mujer casada que a soltera, que tiene tal virtud que el día que lo cobijare no puede haber entre ella y su marido ninguna congoja.
—Cierto —dijo la reina—, si ello es verdad, no puede ser comprado por precio ninguno.
—De esto no podéis ver la verdad, si el manto no hubiereis, dijo el caballero. Y la reina, que mucho al rey amaba, hubo gana de haber el manto porque entre ellos fuesen los enojos excusados y dijo:
—Caballero, daros he yo por ese manto lo que quisiereis.
El rey dijo:
—Demandad por el manto y por la corona lo que os pluguiere.
—Señor —dijo el caballero—, yo voy a gran cuita emplazado de aquél cuyo preso soy y no tengo espacio para me detener, ni para saber cuánto estas donas valen, mas yo seré con vos en las Cortes de Londres y entre tanto quede a vos la corona y a la reina el manto, por tal pleito que por ello me deis lo que os yo demandare o me lo tornéis y habréislo ya ensayado y probado, que bien sé que de mejor talante que ahora entonces me lo pagaréis.
El rey dijo:
—Caballero, ahora creed que vos habéis lo que demandareis, o el manto y la corona.
El caballero dijo:
—Señores caballeros y dueñas, oíd vos bien esto que el rey y la reina me prometen, que me darán mi corona y mi manto o aquello que les yo pidiere.
—Todos lo oímos, dijeron ellos. Entonces, se despidió el caballero y dijo:
—Adiós quedéis, que yo voy a la más esquiva, prisión que nunca hombre tuvo, y el uno de los dos caballeros armados tiró su yelmo en tanto que allí estuvo y parecía asaz mancebo hermoso, pero el otro no lo quiso tirar y tuvo la cabeza bajada ya cuanto, y parecía tan grande y tan desmesurado que no había en casa del rey caballero que le igual fuese con un pie. Así se fueron todos tres quedando en poder del rey el manto y la corona.
Cómo Amadís y Galaor y Balais se vinieron al palacio del rey Lisuarte, y de lo que después les aconteció.
Partido Amadís y Galaor del castillo de la doncella y Balais con ellos, anduvieron tanto por su camino que sin contraste alguno llegaron a casa del rey Lisuarte, donde fueron con tanta honra y alegría recibidos del rey y de la reina y de todos los de la corte cual nunca fueran en ninguna sazón otros caballeros en parte donde llegasen, y Galaor, porque nunca le vieran y sabían sus grandes cosas en armas por oídas, que había hecho, y Amadís por la nueva de su muerte que allí llegara, que según todos era muy amado, no se creían verlo vivo. Así que tanta era la gente que por los mirar salían que apenas podían ir por las calles, ni entrar en el palacio. Y el rey los tomó a todos tres e hízoles desarmar en una cámara y cuando las gentes los vieron desarmados tan hermosos y apuestos y en tal edad, maldecían a Arcalaus que tales dos hermosos quisiera matar. Considerando que no viviera el uno sin el otro, el rey envió decir a la reina por un doncel que recibiese muy bien aquellos dos caballeros, Amadís y Galaor, que la iban a ver. Entonces, los tomó consigo Agrajes, que los tenía abrazados a cada uno con su brazo y tan alegre con ellos, que más ser no podía, y fuese con ellos a la cámara de la reina, y don Galvanes y el rey Arbán de Norgales, y cuando entraron por la puerta vio Amadís a Oriana, su señora, y estremeciósele el corazón con gran placer, pero no menos lo hubo ella así que cualquiera que lo miraba lo pudiera muy claro conocer, y comoquiera que ella muchas nuevas de él oyera aún sospechaba que no era vivo, y cuando sano y alegre lo vio, membrándose de la cuita y del duelo que por él hubiera, las lágrimas le vinieron a los ojos sin su grado, dejando ir a la reina antes, y detúvose ya cuanto y limpio los ojos que no lo vio ninguno, porque todos tenían mientes en mirar los caballeros. Amadís hincó los hinojos ante la reina tomando a Galaor por la mano y dijo: