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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (40 page)

BOOK: Ala de dragón
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Hugh estaba más interesado en el príncipe Bane y en qué estaría tramando en tan secreta confabulación con el geg emperifollado. Mientras se maldecía en silencio por no haberse molestado en aprender una sola palabra del idioma de los gegs durante su permanencia en poder de los elfos,
la Mano
notó que le tiraban de la manga y volvió su atención a Alfred.

—Señor —dijo éste—, ¿has advertido qué grita la gente?

—Por lo que a mí respecta, un galimatías sin pies ni cabeza. Pero tú entiendes su lengua, ¿verdad, Alfred?

El chambelán se sonrojó.

—Lamento haber tenido que ocultártelo, señor, pero he considerado importante que no se enterara cierta persona... —Dirigió una mirada al príncipe—. Cuando me has preguntando al respecto, antes de la tormenta, cabía la posibilidad de que él pudiera oír mi respuesta, de modo que no tuve otro remedio que...

Hugh hizo un gesto con la mano, disculpándolo. Alfred tenía razón y había sido él,
la Mano,
quien había cometido el error al preguntar. Debería haberse dado cuenta de lo que Alfred pretendía y no haber abierto la boca. La única explicación del desliz era que en toda su vida se había sentido Hugh tan impotente.

—¿Dónde aprendiste a hablar geg?

—Siempre he tenido afición por el estudio de los gegs y del Reino Inferior, señor —respondió Alfred con la rotundidad, entre tímida y orgullosa, de un sincero entusiasta del tema—. Me atrevería a decir que poseo una de las mejores colecciones de libros escritos sobre su cultura que existe en el Reino Medio. Si te interesa, me encantará mostrártela a nuestro regreso...

—Si dejaste esos libros en el palacio, puedes olvidarte de ellos. A menos que decidas pedirle a Stephen permiso para volver allí y recoger tus cosas.

—Tienes razón, señor. Naturalmente. ¡Qué estúpido soy! —Alfred hundió los hombros—. Todos mis libros... Supongo que nunca más volveré a verlos.

—¿Qué me decías de los gritos de la gente?

—¡Ah, sí! —El chambelán echó un vistazo a los gegs que lanzaban vítores y esporádicas burlas a la comitiva—. Algunos corean « ¡Abajo el dios del survisor!» y « ¡Queremos al dios de Limbeck!».

—¿Limbeck? ¿Qué significa eso?

—Creo que es un nombre geg, señor. Significa «destilar» o «extraer». Si me permites una sugerencia, creo que...

El chambelán bajó maquinalmente la voz y Hugh no logró entender sus palabras debido al ruido y a la conmoción.

—Habla más alto. Aquí nadie entiende lo que decimos, ¿verdad?

—Supongo que no —asintió Alfred, con una expresión de ligera sorpresa—. No había caído en eso. Decía, señor, que tal vez haya otro humano como nosotros aquí abajo.

—O un elfo. Lo más probable es esto último pero, en todo caso, eso nos abre la posibilidad de que exista una nave que podríamos utilizar para salir de aquí.

—Sí, señor. En eso estaba pensando.

—Tenemos que encontrar a ese Limbeck y a su dios, o lo que sea.

—No debería resultar muy difícil, señor. Sobre todo, si lo pide nuestro pequeño «dios».

—Nuestro pequeño «dios», como tú lo llamas, parece haberse metido en algún problema —comentó Hugh, volviendo la mirada hacia el príncipe—. Mírale la cara.

—¡Oh, vaya! —murmuró Alfred.

Bane había vuelto la cabeza en busca de sus compañeros. Tenía las mejillas pálidas y los ojos azules muy abiertos. Mordiéndose los labios, hizo un breve y rápido movimiento con la mano para que se acercaran a él.

Un escuadrón completo de gegs armados avanzaba entre Bane y sus dos compañeros. Hugh movió la cabeza en gesto de negativa. Bane insistió con una mirada suplicante. Alfred le dedicó una sonrisa comprensiva y señaló a la multitud. Bane era un príncipe y sabía qué significaba una audiencia. Con un suspiro, el pequeño se volvió a un lado y a otro, y empezó a agitar su manita sin energía ni entusiasmo.

—Ya me temía algo así —dijo Alfred.

—¿Qué crees que ha sucedido?

—El príncipe ha dicho algo acerca de que los gegs lo toman por un dios que ha venido a «juzgarlos». Se ha referido a ello con ligereza, pero para los gegs es un asunto muy serio. Según sus leyendas, esa gran máquina fue construida por los dictores y los gegs recibieron la orden de cuidar de ella hasta el Día del Juicio, en que recibirían su recompensa y serían transportados a los reinos superiores. Ésta es la causa de que la isla Esperanza de los Gegs recibiera tal nombre.

—Dictores... ¿Quiénes son esos dictores?

—Los sartán

—¡Espero que no podrá fingir tal cosa, aunque si lo ayuda su padre...!

—No, señor. Ni siquiera un misteriarca de la Séptima Casa, como su padre, posee unos poderes mágicos comparables a los de los sartán. Al fin y al cabo —añadió Alfred, abriendo los brazos—, fueron ellos quienes construyeron todo esto.

En aquellos momentos, a Hugh le importaba poco tal cosa.

—¡Estupendo! ¡Sencillamente estupendo! —exclamó—. ¿Y qué crees que nos harán cuando descubran que somos unos impostores?

—No sabría decirlo. Por lo general, los gegs son gente pacífica y tolerante; sin embargo, no creo que se hayan encontrado nunca con alguien que se hiciera pasar por uno de sus dioses. Además, parecen estar muy agitados por alguna causa. —Tras dirigir una nueva mirada a la multitud, que daba crecientes muestras de hostilidad, sacudió la cabeza—. Yo diría que hemos llegado en un momento bastante inoportuno.

CAPÍTULO 32

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Los gegs condujeron a los «dioses» a la Factría, el mismo lugar donde Limbeck había sido sometido a juicio. Tuvieron algunas dificultades para entrar, debido a la masa de gegs que se arremolinaba en el exterior. Hugh no entendía una palabra de lo que gritaba la multitud pero, pese a ello, advirtió claramente que ésta se hallaba dividida en dos facciones enfrentadas y muy vocingleras, junto a un gran grupo que parecía incapaz de decidirse por una de ellas. Las dos facciones parecían muy radicales en la defensa de sus opiniones, pues Hugh vio que estallaban peleas entre ellas en varias ocasiones y recordó lo que le acababa de decir Alfred respecto a que los gegs eran de ordinario pacíficos y tolerantes.

Hemos llegado en un momento bastante inoportuno.
No era ninguna broma. ¡Si parecía que estaban en medio de alguna revolución!

Los gardas mantuvieron a raya a la multitud y el príncipe y sus compañeros consiguieron escurrirse entre sus robustos cuerpos hasta ganar la relativa tranquilidad de la Factría (relativa por el hecho de que el estruendo de la Tumpa-chumpa seguía incesante en segundo plano).

Una vez dentro, el survisor jefe mantuvo una apresurada reunión con los gardas. El pequeño dirigente tenía una expresión grave y Hugh observó que sacudía la cabeza en gesto de negativa en varias ocasiones. A
la Mano
no le importaban en absoluto los gegs, pero había vivido lo suficiente como para saber que verse atrapado en un país sometido a agitaciones políticas no era lo más favorable para quien deseara una vida larga y feliz.

—Discúlpame —dijo, acercándose al survisor jefe. Éste asintió con la cabeza y le dedicó esa sonrisa radiante e inexpresiva de quien no entiende una palabra de lo que le están diciendo, pero trata de aparentar que sí para no parecer descortés—. Tenemos que hablar un momento con tu dios.

Asiendo a Bane por el hombro con mano firme, y sin hacer caso de sus gemidos e intentos de desasirse, Hugh atravesó con el príncipe la inmensa sala vacía hasta el lugar donde Alfred se encontraba contemplando la estatua de un hombre encapuchado que sostenía en la mano un objeto que recordaba un enorme globo ocular.

—¿Sabes qué esperan que haga? —Dijo Bane a Alfred no bien llegó a su lado—. ¡Esperan que los transporte al cielo!

—¿Puedo recordarte que has sido tú mismo quien ha provocado esta situación, Alteza, al decirles que eras uno de sus dioses?

El chiquillo bajó la cabeza. Se escurrió más cerca del chambelán y lo tomó de la mano. Con un leve temblor en el labio inferior, Bane respondió en un susurro:

—Lo siento, Alfred. Tenía miedo de que os fueran a hacer daño a ti y a maese Hugh, y fue lo único que se me ocurrió hacer.

Unas manos fuertes, dedos ásperos que se le clavaron en los hombros, obligaron a Bane a dar media vuelta. Hugh hincó una rodilla frente a él y lo miró directamente a los ojos, en los cuales deseaba ver una llama de astucia y malevolencia. Sin embargo, lo único que encontró fue la mirada de un chiquillo asustado y montó en cólera.

—Muy bien, Alteza, sigue engañando a esos gegs todo el tiempo que puedas. Cualquier cosa vale, con tal de poder salir de aquí. Pero queremos que quede muy claro que ya no nos engañas en absoluto. Será mejor que te enjugues esas falsas lágrimas y prestes atención..., y esto va también por tu padre. —Mientras decía estas palabras, volvió la mirada hacia el amuleto de la pluma. El muchacho tenía la mano cerrada en torno al objeto con gesto protector—. A menos que puedas elevar a los cielos a esos enanos, será mejor que te prepares para pensar en algo pronto. No creo que toda esa gente se tome muy a buenas que los hayamos embaucado.

—Maese Hugh, nos están viendo.

La Mano
volvió la vista hacia el survisor jefe, que observaba la escena con interés. Soltó al muchacho, le dio unas palmaditas en los hombros y, sonriendo, le murmuró entre dientes:

—¿Qué planes tienes ahora, Alteza?

Bane se tragó las lágrimas. Por suerte, no era preciso que hablaran en voz baja pues el rítmico martilleo de la máquina lo apagaba todo, hasta los pensamientos.

—He decidido decirles que los he juzgado y los he encontrado indignos. Que no se han ganado el derecho a subir al cielo.

Hugh miró a Alfred y el chambelán movió la cabeza en gesto de negativa.

—Eso sería muy peligroso, Alteza. Si proclamas una cosa así en el estado de agitación que parece haberse adueñado del reino, los gegs podrían volverse contra nosotros.

El príncipe parpadeó con nerviosismo y su mirada fue de Alfred a Hugh, y de nuevo al chambelán. Bane estaba visiblemente asustado. Se había lanzado de cabeza a aquel asunto y ahora estaba hundiéndose. Peor aún, debía darse cuenta de que las dos únicas personas que podían salvarlo tenían muy buenas razones para dejar que se ahogara.

—¿Qué hacemos, pues?

¡Hacemos!
A Hugh, nada le hubiera gustado más que abandonar al suplantador en aquel pedazo de roca barrido por las tormentas. Sin embargo, supo que no podría. ¿Obra del encantamiento? ¿O era, simplemente, que el pequeño le daba lástima? Ninguna de ambas cosas, se aseguró a sí mismo, pensando todavía en utilizar al príncipe para labrarse una fortuna.

—He oído mencionar que existe otro dios aquí abajo. El «dios de Limbeck» —dijo Alfred.

—¿Cómo lo has averiguado? —quiso saber Bane, colérico—. ¡Antes dijiste que no entendías su idioma!

—Sí que lo entiendo, Alteza. Hablo un poco de geg...

—¡Entonces, me has mentido! —El chiquillo miró al chambelán, desconcertado—. ¿Cómo has podido hacerlo, Alfred? ¡Yo me fiaba de ti!

—Creo que será mejor para todos reconocer que ninguno de nosotros se fía de los demás —contestó el chambelán.

—¿Quién me puede culpar por ello? —Replicó Bane con aire de absoluta inocencia—. Este hombre quería matarme y, por lo que sé, Alfred, tú lo ayudabas.

—Eso no es cierto, Alteza, aunque puedo entender cómo has podido llegar a pensarlo. Pero no era mi intención hacer acusaciones. Creo conveniente llamar vuestra atención al hecho de que, pese a no confiar los unos en los otros, la vida de los tres depende ahora de cada uno de nosotros. Pienso que...

—¡Tú piensas demasiado! —Lo interrumpió Hugh—. El chico lo ha entendido, ¿verdad, Bane? Y tú, olvida ese papel de bebé perdido en el bosque. Tanto Alfred como yo sabemos quién y qué eres. Supongo que deseas salir de aquí, subir y hacerle una visita a tu padre. Pues bien, la única manera de escapar de esta roca es mediante una nave y yo soy el único piloto que tienes. Alfred, por su parte, tiene ciertos conocimientos sobre este pueblo y su manera de pensar; al menos, asegura tenerlos. Y tiene razón cuando dice que cada uno de nosotros es la única baza que tenemos los demás en este juego, así que sugiero que tú y tu papaíto os portéis bien.

Bane lo miró fijamente. Sus ojos habían dejado de ser los de un niño descubriendo afanosamente el mundo; eran los de quien ya lo conoce todo. Hugh se vio a sí mismo reflejado en aquellos ojos; vio una infancia helada y sin amor, vio a un niño que había destapado todos los bellos regalos de la vida y había descubierto que los envoltorios contenían basura.

«Igual que yo», pensó Hugh, «ya no cree en lo luminoso, en lo brillante, en lo hermoso. Sabe lo que se esconde debajo.»

—No me estás tratando como a un niño —dijo Bane, con cautela.

—¿Acaso lo eres? —replicó Hugh con brusquedad.

—No. —Bane asió con fuerza el amuleto mientras hablaba, y repitió en voz más alta—: ¡No, no lo soy! Colaboraré contigo. Prometo hacerlo, mientras no me traicionéis. Si lo hacéis, cualquiera de los dos, haré que lo lamentéis.

Sus ojos azules centellearon con una expresión de astucia nada infantil.

—Eso basta. Yo os doy mi promesa a ambos. ¿Alfred?

El chambelán los miró con desesperación y suspiró.

—¿Tiene que ser así? ¿Confiar los unos en los otros sólo porque cada cual tiene puesto un puñal en la espalda de los demás?

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