Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
El ofinista jefe levantó una ceja. Olvidando rencores, se acercó furtivamente al survisor.
—En eso tiene razón —murmuró al oído de Darral—. Si tenemos nuestro propio dios, podremos utilizarlo para contrarrestar al dios de Limbeck.
Mientras avanzaba a trompicones sobre la coralita resquebrajada e irregular, el survisor jefe tuvo que reconocer que, por una vez en la vida, su cuñado había planteado algo que sonaba medianamente inteligente. «Mi propio dios», meditó Darral Estibador mientras chapoteaba entre los charcos, camino de la nave dragón. Tenía que existir un modo de sacar provecho de todo aquello.
Al comprobar que se aproximaban a la nave accidentada, el survisor jefe redujo la marcha y alzó la mano para advertir a quienes lo seguían que aminoraran la suya. Su gesto resultó innecesario, pues los gardas ya se habían detenido quince palmos detrás de su líder.
El survisor miró a sus hombres con exasperación y estuvo a punto de llamarlos cobardes, pero lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que era preferible que sus hombres se mantuvieran a distancia. Quedaría mejor visto que fuera él solo quien tratara con los dioses.
Darral dirigió una mirada de soslayo al ofinista jefe y le dijo:
—Creo que deberías quedarte aquí. Puede ser peligroso.
Dado que Darral Estibador no se había preocupado jamás por su bienestar, el ofinista jefe se tomó el súbito interés de su pariente con lógica suspicacia y rechazó el consejo rápida e inequívocamente.
—Es justo y razonable que un miembro de la Iglesia acuda a recibir a estos seres inmortales —declaró en tono altisonante—. De hecho, sugiero que permitas que sea yo quien hable.
La tormenta había despejado, pero ya se estaba formando otra (en Drevlin
siempre
se estaba formando otra) y Darral no tenía tiempo para discusiones. Limitándose a murmurar que el ofinista jefe podría hablar cuanto quisiera, el survisor y su pariente se pusieron en marcha de nuevo hacia el casco astillado de la nave naufragada, con un valor heroico que más tarde sería celebrado en relatos y canciones. (En el fondo, la valentía exhibida por los gegs no debería haberse considerado tan heroica, pues el garda había informado que la Criatura que había visto salir de la nave era menuda y de aspecto debilucho. Su verdadero valor se pondría a prueba en breve.)
Cuando llegó junto al casco dañado, el survisor jefe se encontró momentáneamente desorientado. Hasta aquel momento, jamás había hablado con un dios. En la sagrada ceremonia mensual de la Entrega, los welfos aparecían en sus enormes naves aladas, aspiraban el agua, arrojaban su recompensa y partían. No era una mala manera de hacer las cosas, se dijo el survisor, pesaroso. Se disponía a abrir la boca para anunciar al dios pequeño y debilucho del interior de la nave que allí estaban sus siervos, cuando apareció un dios que era cualquier cosa menos menudo y enclenque.
Era un ser alto y moreno, con una barba negra que le colgaba del mentón en dos trenzas y una melena negra que se desparramaba sobre sus hombros. Tenía un rostro de facciones duras y unos ojos fríos y cortantes como la coralita sobre la que estaba plantado el geg. El dios portaba en la mano un arma de acero pulido y destellante.
A la vista de aquella criatura formidable y aterradora, el ofinista jefe olvidó por completo el protocolo eclesiástico, dio media vuelta y puso pies en polvorosa. La mayor parte de los gardas, al ver que la Iglesia abandonaba el campo, pensó que había llegado el día del Juicio y huyó también. Sólo se quedó un fornido garda: el que había visto al dios y había informado que era pequeño y débil. Tal vez pensó que no tenía nada que perder.
—¡Oh! ¡En buena hora se me ocurrió venir! —murmuró Darral. Volviéndose hacia el dios, hizo una reverencia tan profunda que su luenga barba se arrastró por el suelo encharcado—. Venerable Señor —empezó a decir con voz humilde—, sé bienvenido a tu reino. ¿Has venido para el Juicio?
El dios lo miró; acto seguido, se volvió hacia otro dios («¿Cuántos más habrá ahí dentro?», se preguntó interiormente el survisor) y le dijo algo en una lengua ininteligible para el survisor. El segundo dios (un dios calvo, débil y de aspecto apacible, si alguien le hubiera pedido su opinión a Darral Estibador) movió la cabeza de un lado a otro con rostro inexpresivo.
Y al survisor jefe se le ocurrió pensar que aquellos dioses no habían entendido una palabra de lo que había dicho.
En aquel instante, Darral Estibador comprendió que Limbeck,
el Loco,
no estaba desquiciado después de todo. Aquellos seres no eran dioses. Los dioses le habrían comprendido. Aquéllos eran hombres mortales. Y habían llegado en una nave dragón, lo cual significaba que los welfos a bordo de las naves dragón también eran, muy probablemente, seres mortales. El survisor jefe no se habría sentido más consternado si la Tumpa-chumpa hubiese dejado de funcionar de pronto, si todos los engranajes hubieran dejado de girar, si todas las palancas hubiesen dejado de impulsar, si todos los silbatos hubieran dejado de sonar. ¡Limbeck,
el Loco,
tenía razón! ¡No habría ningún Juicio! Jamás serían elevados hasta la Esperanza de los Gegs. Darral observó con irritación a los dioses y su nave hecha trizas y se dio cuenta de que ni siquiera ellos podrían marcharse jamás de Drevlin.
El sordo rumor de un trueno advirtió al survisor que él y aquellos «dioses» no disponían de tiempo para quedarse mirando unos a otros. Desilusionado, enfadado y necesitado de tiempo para meditar, Darral volvió la espalda a los «dioses» y se dispuso a desandar el camino hasta la ciudad.
—¡Espera! —Dijo una voz—. ¿Adonde vas?
Sobresaltado, Darral giró en redondo. Había aparecido un tercer dios. Éste debía de ser el que había visto el garda, pues era pequeño y de aspecto frágil. ¡Aquel dios era un niño! El survisor no sabía si eran sólo imaginaciones suyas, pero ¿no le acababa de hablar el dios niño con palabras inteligibles?
—Saludos. Soy el príncipe Bane —declaró el niño en un geg excelente aunque algo vacilante, como si alguien le estuviera apuntando cada palabra. Una de sus manos apretaba con fuerza un amuleto con una pluma que llevaba colgando sobre el pecho. La otra mano estaba extendida hacia adelante con la palma a la vista, en el gesto ritual de amistad entre los gegs—. Mi padre es Sinistrad, misteriarca de la Séptima Casa y gobernante del Reino Superior.
Darral Estibador se estremeció y exhaló un suspiro. Jamás en su vida había visto un ser tan hermoso como aquél. Relucientes cabellos dorados, relucientes ojos azules... El niño brillaba como el metal pulido de la Tumpa-chumpa.
Tal vez se había confundido y Limbeck,
el Loco,
se equivocaba después de todo. ¡Sin duda, aquel ser debía ser inmortal! De lo más hondo del geg, enterrada bajo siglos de Separación, holocausto y ruptura, surgió en la mente de Darral una frase: «Y un chiquillo los conducirá».
—Saludos, príncipe Bane —respondió, vacilando al pronunciar aquel nombre que, en su idioma, no tenía ningún significado—. ¿Has venido a celebrar el Juicio por fin?
El chiquillo parpadeó; luego, dijo fríamente:
—Sí, he venido a juzgaros. ¿Dónde está tu rey?
—Soy el survisor jefe, Venerable, gobernante de mi pueblo. Sería un gran honor que te dignaras visitar nuestra ciudad.
El geg dirigió una nerviosa mirada a la tormenta que se aproximaba. Probablemente, a los dioses no les afectaban los rayos que caían de los cielos, pero a Darral le resultaba algo embarazoso dar a entender que a los survisores jefes, sí. El niño pareció darse cuenta de los apuros del geg y apiadarse de él. Con una mirada a sus dos compañeros, a quienes Darral tomó ahora por sirvientes o guardianes del dios, el príncipe Bane indicó que estaba dispuesto para el viaje y miró a su alrededor como si buscara un vehículo.
—Lo siento, Venerable —murmuró el survisor jefe, sonrojándose y sudando—. Me temo que..., tendremos que andar.
—¡Ah! ¡Está bien! —respondió el dios, saltando alegremente en mitad de un charco.
WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
Limbeck se hallaba en la ventosa sede central de la UAPP, escribiendo el discurso que pronunciaría en el mitin de esa noche. Con las gafas en precario equilibrio sobre su nariz, el geg garabateaba sus palabras en el papel, salpicándolo todo de tinta y completamente abstraído del caos que lo rodeaba. Cerca de él se sentaba Haplo, con el perro a sus pies.
Silencioso, taciturno y discreto —de hecho, casi inadvertido—, el patryn estaba repantigado en una silla geg demasiado pequeña para su tamaño. Con las piernas extendidas frente a él, contemplaba ociosamente la organizada confusión y bajaba de vez en cuando la mano vendada para rascarle la cabeza al perro o para darle unas palmaditas reconfortantes si algo asustaba al animal.
La sede central de la UAPP en la ciudad de Wombe era, textualmente, un agujero en un muro. En cierto momento, la Tumpa-chumpa había dispuesto que necesitaba extenderse en determinada dirección, había abierto un hueco en la pared de una vivienda geg y después, por alguna razón desconocida, había acabado decidiendo que no quería ampliarse en aquella zona, después de todo.
El agujero en la pared había quedado tal cual y la veintena de familias geg que habían ocupado la vivienda se habían trasladado a otra parte, pues nadie podía estar seguro de que la Tumpa-chumpa no volvería a cambiar de idea.
Salvo algunos inconvenientes menores, como la perpetua corriente de aire, el lugar resultó ideal, en cambio, para la instalación de la sede central de la UAPP. En la capital de Drevlin no había existido ninguna sede de la Unión hasta aquel momento, pues el survisor jefe y la Iglesia ejercían allí un dominio aplastante. Pero cuando llegó a Wombe la noticia del triunfal retorno de Limbeck de entre los muertos, trayendo consigo a un dios que afirmaba no serlo, los gegs reclamaron conocer más a fondo a la Unión y a su líder. Jarre viajó personalmente a la ciudad para instituir la Unión, distribuir panfletos y buscar un edificio adecuado que les sirviera de centro de operaciones y de vivienda. Sin embargo, su principal y secreto objetivo era descubrir si el survisor jefe y/o la Iglesia iban a plantearles problemas.
Jarre esperaba que así fuera. Casi podía oír a los cantores de noticias de todo Drevlin voceando: «¡Gardas golpean a conversos!». Pero nada por el estilo había sucedido, para disgusto de Jarre, y Limbeck y Haplo (y el perro) habían sido recibidos por una multitud jubilosa al entrar en la ciudad. Jarre había apuntado que se trataba sin duda de un oscuro y sutil ardid tramado por el survisor jefe para tenderles una trampa, pero Limbeck había replicado que, sencillamente, demostraba que Darral Estibador era justo y razonable.
Ahora, una multitud de gegs se agolpaba ante el agujero de la pared, estirando el cuello para echar un breve vistazo al famoso Limbeck y a su dios que no lo era. Los miembros de la UAPP entraban y salían con aire de importancia llevando mensajes de Jarre o para ésta, quien estaba tan ocupada encargándose de los asuntos que ya no tenía tiempo para preparar discursos.
Jarre estaba en su elemento, dirigiendo la UAPP con implacable eficacia. Su capacidad organizativa, su conocimiento interno de los gegs y su manejo de Limbeck habían logrado que el mundo de los gegs estallara de cólera y de llamadas a la revolución. Ella se encargó de azuzar, pinchar y sacudir a Limbeck hasta moldearlo, lo impulsó a pronunciar palabras brillantes y lo contuvo cuando fue momento de callar. El temor reverencial que sentía por Haplo no tardó en desvanecerse y empezó a tratarlo igual que lo hacía con Limbeck, indicándole qué decir y cuánto tiempo hablar.
Haplo se sometió a ella en todo con una docilidad relajada y despreocupada. Jarre descubrió que era un hombre de pocas palabras, pero esas palabras tenían el efecto de quemar en el corazón, en el que dejaban una marca que seguía escociendo mucho después de que el hierro se hubiera enfriado.
—¿Tienes preparado el discurso de esta noche, Haplo?
Jarre, a quien Limbeck había enseñado a su vez a leer y a escribir, tenía a medio redactar el borrador de una réplica a un ataque que la Iglesia había vertido sobre ellos. Un ataque tan ridículo que contestarlo era darle más crédito del que merecía.
—Diré lo de siempre, si eso te agrada, señora —respondió Haplo con la calmosa respetabilidad que distinguía todos sus tratos con los gegs.
—Sí —respondió Jarre, acariciándose el mentón con el extremo de la pluma de escribir—. Creo que será lo más conveniente. Ya sabes que probablemente reuniremos el mayor auditorio hasta el momento. Según dicen, algunos trunos hablan incluso de dejar el trabajo, ¡algo que no tiene el menor precedente en la historia de Drevlin!
Limbeck se sobresaltó lo suficiente con el tono de voz de Jarre como para levantar sus ojos miopes del papel y volverlos hacia ella. En realidad, lo único que alcanzó a distinguir de Jarre fue una borrosa silueta rechoncha rematada en un bulto que era su cabeza. No le podía ver los ojos, pero Limbeck la conocía lo suficiente como para imaginarlos chispeantes de placer.
—Querida, ¿te parece bien eso? —intervino, con la pluma suspendida sobre el papel. Una gran gota de tinta fue a caer justo en mitad del texto sin que se diera cuenta—. Seguro que hará montar en cólera al survisor jefe y a los ofinistas...
—¡Eso espero! —declaró Jarre enérgicamente, para gran disgusto de Limbeck. Nervioso, metió la manga en el borrón de tinta.