Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Bane miró hacia arriba para intentar ver qué sucedía en la nave. Las únicas partes visibles desde su posición eran la quilla y las alas semidesplegadas. Y la nave dragón seguía cayendo.
El muchacho se relajó, flotando en el aire, y aguardó a que llegara a su altura.
EN CIELO ABIERTO,
DESCENDIENDO
Hugh y Alfred se agacharon al pie de la escalerilla. Oyeron los pasos de los elfos que inspeccionaban la nave y escucharon la conversación de Bane con el capitán elfo.
—Pequeño bastardo —murmuró Hugh.
A continuación, llegó a sus oídos el grito de Bane.
Alfred palideció.
—Si lo quieres, será mejor que me ayudes a rescatarlo —dijo Hugh al chambelán—. Mantente cerca de mí.
Subiendo la escalerilla, Hugh abrió de golpe la escotilla. Puñal en mano, saltó a cubierta seguido inmediatamente por Alfred. Lo primero que vio fue al elfo en el momento de arrojar a Bane por la borda. Alfred soltó un grito de terror.
—¡No hagas caso! —Gritó Hugh, buscando con una rápida mirada cualquier cosa que pudiera utilizar como arma—. Cúbreme la espalda... ¡Por todos los antepasados, no...! ¡No vayas a...!
Alfred había puesto los ojos en blanco y, con el rostro ceniciento, se tambaleaba de un lado a otro. Hugh extendió la mano, lo cogió por el hombro y lo sacudió enérgicamente, pero era demasiado tarde: el chambelán se desplomó y quedó hecho un bulto patético en la cubierta.
—¡Maldición! —exclamó Hugh con un grito feroz.
Los elfos estaban fatigados y doloridos tras el combate con los rebeldes. No esperaban encontrar humanos a bordo de una nave dragón y tardaron en reaccionar. Hugh alargó la mano hacia una percha en el instante en que uno de los guerreros elfos trataba de alcanzarla primero.
La Mano
fue más rápido. Alzando la percha, la volteó con toda la fuerza de que fue capaz y alcanzó al elfo en pleno rostro. El guerrero cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la escotilla. Probablemente, estaría fuera de combate un buen rato. Hugh no se atrevió a acabar con él pues aún debía enfrentarse a sus dos compañeros.
Los elfos no son demasiado hábiles con la espada. Prefieren el arco y la flecha, que requieren habilidad y temple, a la lucha con el acero, que consideran una mera exhibición de fuerza bruta. Por lo general sólo utilizan las espadas cortas que portan al costado para la lucha cuerpo a cuerpo y para acabar con los enemigos ya heridos con las flechas.
Conocedor del poco agrado de los elfos por el acero, Hugh blandió su espada de un lado a otro con ferocidad, obligando a sus adversarios a mantenerse fuera de su alcance. Retrocedió, saltando de plancha en plancha, hasta chocar con la amura; los elfos lo acosaron, pero sin lanzarse al ataque todavía. Lo que les faltaba de buena esgrima, lo compensaban en paciencia y cautela. Hugh estaba consumiendo sus escasas energías en sostener a duras penas la espada y los elfos se daban cuenta de que estaba enfermo y débil; a base de fintas y tientos, lo estaban agotando. Podían permitirse esperar a que el cansancio lo obligara a bajar la guardia.
A Hugh le dolía el brazo y aún más la cabeza. Sabía que no podría resistir mucho tiempo y que debía encontrar el modo de acabar rápidamente con sus enemigos. Sus ojos captaron un movimiento.
—¡Alfred! —gritó—. ¡Eso es! ¡Sorpréndelos por atrás!
Era un viejo truco y ningún guerrero humano merecedor de tal nombre habría caído en él. En efecto, también el capitán elfo mantuvo los ojos fijos en Hugh, pero el otro guerrero se amilanó y volvió la cabeza. Detrás no encontró a ningún amenazador humano abalanzándose sobre él, sino a Alfred, sentado en el suelo y mirando a su alrededor con aire confuso.
Hugh se lanzó contra el elfo como un rayo, le hizo saltar la espada de la mano con un golpe de su acero y lo derribó al suelo de un puñetazo en el rostro. Este último movimiento lo dejó al descubierto para el ataque del capitán, pero no pudo evitarlo. El capitán elfo saltó adelante para lanzar una estocada, pero sus pies resbalaron en la cubierta inclinada; en torpe golpe no alcanzó su blanco en el corazón de Hugh, sino que le desgarró los músculos del brazo que empuñaba el arma. Hugh giró sobre los talones, golpeó al capitán en la mandíbula con la empuñadura de la espada y lo mandó de espaldas sobre la cubierta, donde quedó tendido mientras le volaba la espada de la mano.
Hugh se dejó caer de rodillas, luchando por sobreponerse al mareo y las náuseas.
—¡Maese Hugh! ¡Estás herido! Deja que te ayude...
Unas manos le tocaron el brazo, pero Hugh las rechazó.
—Estoy bien —replicó. Se incorporó tambaleándose y lanzó una mirada de ira al chambelán, que se sonrojó y bajó la cabeza.
—Yo..., lamento haberte fallado —tartamudeó Alfred—. No sé qué me sucede...
Hugh no lo dejó terminar y señaló a los elfos.
—Echa a esta escoria por la borda antes de que despierten.
Alfred se puso tan pálido que Hugh pensó que iba a desmayarse de nuevo.
—No puedo hacerlo. Arrojar a un hombre indefenso..., a la muerte...
—¡Ellos han arrojado a ese crío tuyo! —Hugh levantó la espada, apuntando al cuello del elfo inconsciente—. Entonces, tendré que acabar con ellos aquí. No puedo arriesgarme a que vuelvan en sí.
Se dispuso a rebanar el esbelto cuello pero lo detuvo una extraña aversión a hacerlo. Una voz, surgida de una oscuridad inmensa y aterradora, resonó en su mente.
Toda tu vida nos has servido.
—¡Por favor, señor! —Alfred lo cogió del brazo—. Los restos de su nave aún están sujetos a la nuestra —añadió, señalando el gran fragmento de la embarcación elfa anclado al costado del
Ala de Dragón
mediante los garfios de abordaje—. Puedo encargarme de trasladarlos allí. Al menos, tendrán una oportunidad de que los rescaten.
—Está bien. —Demasiado cansado y mareado para discusiones, Hugh aceptó con disgusto la propuesta—. Haz lo que quieras, pero líbrate de ellos. De todos modos, ¿por qué te preocupas por esos elfos? Ellos acaban de matar a tu preciado príncipe.
—Todas las vidas son sagradas —musitó Alfred mientras se inclinaba para levantar por los hombros al inconsciente capitán elfo—. Nosotros lo aprendimos. Demasiado tarde. Demasiado tarde.
Al menos, eso fue lo que Hugh creyó escuchar. El viento silbaba en los aparejos, se sentía dolorido y enfermo y, en todo caso, a quién le importaba qué había dicho el chambelán.
Alfred llevó a cabo la tarea con su habitual torpeza, tropezando con las planchas, dejando caer los cuerpos y, en un momento dado, casi ahorcándose al enredarse en uno de los cables de las alas. Por último, consiguió arrastrar a los elfos sin sentido hasta la borda de la nave y pasarlos al pecio demostrando una fuerza que a
la Mano
le costó de creer en un hombre delgaducho como aquél.
Sin embargo, eran muchas las cosas de Alfred que resultaban inexplicables. Hugh se hizo muchas preguntas: ¿Había muerto realmente? ¿Alfred lo había devuelto a la vida? Y, si así era, ¿cómo? Ni siquiera los misteriarcas tenían la facultad de revivir a los muertos.
«Todas las vidas son sagradas... Demasiado tarde. Demasiado tarde.»
Hugh sacudió la cabeza y lo lamentó de inmediato, pues creyó que los ojos iban a salírsele de las órbitas.
Cuando Alfred regresó a su lado, lo encontró tratando de anudar un improvisado vendaje en torno al brazo.
—Maese Hugh... —lo llamó Alfred con timidez.
La Mano
no levantó los ojos de la venda. Con suavidad, el chambelán se encargó del asunto, atando el vendaje con dedos expertos.
—Creo que deberías venir a ver una cosa, señor.
—Ya sé. Seguimos cayendo, pero aún podemos salir de ésta. Estamos muy cerca del Torbellino
—No se trata de eso. Es el príncipe. ¡Está a salvo!
—¿A salvo? —Hugh lo miró, pensando que Alfred se había vuelto loco.
—Es muy extraño, señor. Aunque no tanto, supongo, teniendo en cuenta quién es él y quién es su padre.
¿Quién diablos es?, quiso preguntar Hugh. Pero no era el momento. Mareado y exhausto, atravesó la cubierta, cuyos movimientos se hacían cada vez más irregulares a medida que se aproximaban a la tormenta. Cuando miró hacia abajo no pudo reprimir un largo silbido de asombro.
—Su padre es un misteriarca del Reino Superior —explicó Alfred—. Supongo que le ha enseñado al muchacho a hacer eso.
—Se comunican mediante el amuleto —añadió
la Mano,
recordando la última visión del muchacho con la mano cerrada en torno a la pluma, justo antes de perder el sentido.
—Sí.
Hugh alcanzó a ver el rostro del príncipe vuelto hacia arriba, mirándolos con aire triunfal y visiblemente satisfecho de sí mismo.
—Supongo que tengo que rescatarlo. Un crío que ha intentado envenenarme. Un crío que ha destrozado mi nave. ¡Un crío que ha intentado entregarnos a los elfos!
—Al fin y al cabo, señor —replicó Alfred, mirándolo fijamente—, tu accediste a darle muerte..., por dinero.
Hugh volvió la vista hacia Bane y comprobó que se estaba acercando al Torbellino. Se distinguían ya las nubes de polvo y escombros que flotaban sobre él y llegaba a sus oídos el sordo retumbar del trueno. Un viento frío y húmedo con olor a lluvia hacía que el timón de cola diera furiosos bandazos. En aquel instante, Hugh debería haber estado examinando los cables rotos y tratando de repararlos para poder extender las alas y ganar altura antes de que la nave derivara demasiado y los vientos de la tormenta le impidieran remontar el vuelo a posiciones menos peligrosas. Y el martilleo en la cabeza le seguía provocando náuseas.
Dándose media vuelta,
la Mano
se apartó de la borda.
—No te culpo —dijo Alfred—. Es un chico difícil...
—¡Difícil! —Hugh soltó una risotada; luego enmudeció, con los ojos cerrados, mientras la cubierta se escoraba bajo sus pies. Cuando recuperó el dominio de sí mismo, exhaló un profundo suspiro—. Toma esa percha y tiéndesela. Trataré de maniobrar para acercarnos a él, aunque estamos arriesgando nuestras vidas al hacerlo. Es posible que el viento nos atrape y nos aspire al centro de la tormenta.
—Sí, maese Hugh.
Alfred corrió a coger la percha y, por una vez, sus pies y su cuerpo avanzaron en la misma dirección.
La Mano
se dejó caer en la sala de gobierno a través de la escotilla, contempló el lío de cables y se preguntó por qué estaba haciendo aquello. «Muy sencillo», se respondió: «hay un padre que pagará para que su hijo
no vuelva
y otro padre que pagará por tener junto a sí al muchacho».
Parecía un motivo lógico, reconoció Hugh para sí. Siempre, por supuesto, que no terminaran todos en el Torbellino. A través de las ventanas de cristal vio al muchacho flotando entre las nubes. La nave dragón estaba cayendo a su encuentro pero, a menos que consiguiera corregir el rumbo, pasaría a cierta distancia de él.
Con el ánimo abatido,
la Mano
inspeccionó los daños y forzó a su dolorida mente a ponerse en marcha e identificar los diversos cables que se deslizaban y retorcían por el suelo como serpientes. Cuando encontró los que necesitaba, los desenrolló y los extendió para que corrieran libremente a través de los escobenes. Una vez que los tuvo dispuestos, cortó con la espada los nudos que los ataban al arnés y se los enroscó en los brazos. Hugh había visto a muchos hombres romperse los huesos haciendo aquella maniobra. Si perdía el control, la enorme ala se desplegaría de pronto, tensaría los cables y éstos le arrancarían los brazos como si fueran dos palillos.
Tomó asiento con los pies firmes en el suelo y empezó a arriar los cables poco a poco. Uno de ellos corrió rápidamente y sin problemas a través del agujero. El ala empezó a levantarse y a poner en acción la magia. Sin embargo, el cable del brazo derecho permaneció flojo e inmóvil, balanceándose en la cubierta. Hugh se secó el sudor de la frente con el revés de la mano. El ala estaba atascada, trabada".
Tiró del cable con todas sus fuerzas, pero no sirvió de nada y Hugh dedujo que uno de los cabos exteriores atados al cable guía debía de haberse partido. Mascullando un juramento, abandonó el cable inutilizado y se concentró en tratar de pilotar la nave con una sola ala.
—¡Más cerca! —Gritó Alfred—. Un poco más a la izquierda..., ¿o es a estribor? Nunca lo recuerdo. ¿Babor? ¿Es babor, acaso? Así, muy bien. Ya casi lo tengo... ¡Ahora! ¡Sujétate bien, Alteza!
Hugh escuchó la voz chillona del príncipe en un excitado parloteo y el sonido de sus pequeñas botas sobre la cubierta.
Después le llegó la voz de Alfred, grave y amonestadora, y el gimoteo defensivo de Bane.
Hugh volvió a tirar del cable, notó que el ala se levantaba y la nave dragón, ayudada de la magia, empezó a planear ganando altura. Abajo, las nubes del Torbellino continuaron sus vertiginosos giros como si les enfureciera ver que su presa se escapaba. Hugh contuvo el aliento y concentró todas sus energías en sostener firme el ala mientras proseguían su lenta ascensión.
Entonces fue como si una mano gigantesca se hubiera levantado para aplastarlos como a un molesto mosquito. De pronto, la nave empezó a caer vertiginosamente, a tal velocidad que les pareció que sus cuerpos descendían con ella pero sus estómagos y tripas se quedaban arriba. Hugh escuchó un chillido asustado y un fuerte golpe, y supo que alguien había rodado por la cubierta. Esperó que tanto Alfred como el chiquillo hubieran encontrado algo de que agarrarse pues, en caso contrario, no podría hacer nada por ellos.