Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
La Voz Acusadora, terminada su exposición, se retiró tras su bidón. Un aplauso atronador resonó en la Factría. Sin embargo, aquí y allá, se escucharon siseos y algún abucheo, lo cual provocó una mueca ceñuda en el rostro del survisor jefe, al tiempo que su cuñado ofinista se ponía en pie de un brinco.
—¡Seoría, esta actitud rebelde sólo viene a demostrar que el veneno se extiende! Pero podemos hacer una cosa para erradicarlo. —El ofinista jefe señaló a Limbeck—. ¡Eliminar el origen! Me temo que, si no lo hacemos, el día del Juicio que muchos de nosotros creemos tener por fin al alcance de la mano se verá pospuesto, tal vez indefinidamente. ¡En realidad, Seoría, te insto a que prohíbas al acusado hablar a esta asamblea!
—Yo no considero una rebelión cuatro siseos y un abucheo —replicó Darral con dureza, lanzando una mirada feroz al ofinista jefe—. Acusado, podrás hablar en tu defensa, pero ten cuidado: no toleraré arengas blasfemas en este tribunal.
Limbeck se incorporó lentamente. Hizo una pausa como si meditara lo que se disponía a hacer y, tras profundas deliberaciones, dejó el legajo de papeles sobre el bidón y se quitó las gafas.
—Seoría —empezó a decir con profundo respeto—, lo único que pido es que se me permita relatar lo que me sucedió el día en que me perdí. Fue un hecho muy importante que, espero, servirá para explicar por qué he sentido la necesidad de hacer lo que he hecho. Jamás le he revelado esto a nadie —añadió con voz solemne—. Ni a mis padres, ni siquiera a la persona que más quiero en el mundo.
—¿Tardarás mucho? —quiso saber el survisor, posando las manos en los brazos de la silla y tratando de encontrar cierto alivio de su incómoda posición apoyándola en un costado.
—No, Seoría —respondió Limbeck con aire grave.
—Entonces, adelante.
—Gracias, Seoría. Sucedió el día en que me expulsaron de la escuela. Tuve que buscar un rincón tranquilo para pensar a fondo en lo sucedido. Veréis, yo no consideraba que mi «por qué» hubiera sido blasfemo o peligroso. No siento odio por la Tumpa-chumpa. Al contrario, la venero y respeto, de verdad. Me fascina. ¡Es tan magnífica, tan grande, tan poderosa! —Limbeck alzó los brazos con el rostro iluminado por el sagrado resplandor—. Obtiene su energía de las tormentas y lo hace con increíble eficacia. Incluso puede extraer hierro en bruto de Terrel Fen, convertir ese mineral en acero y fabricar con el acero las piezas necesarias para permitir su continua expansión. Y sabe repararse a sí misma si sufre algún daño.
»La Tumpa-chumpa acepta gustosamente nuestra ayuda. Nosotros somos sus manos, sus pies, sus ojos. Nosotros acudimos donde ella no puede y la ayudamos cuando tiene algún problema. Si uno de sus garfios se atasca en Terrel Fen, nos encargamos de bajar allí para liberarlo. Nosotros pulsamos los botones, giramos las ruedas, manipulamos las palancas, y todo funciona como es debido. O, al menos, eso parece. Pero no puedo evitar preguntarme
por qué
—añadió Limbeck en un susurro.
El ofinista jefe frunció el entrecejo y se incorporó, pero el survisor Darral, satisfecho de tener la oportunidad de ganarle otro tanto a la Iglesia, miró a su cuñado con aire severo.
—He concedido permiso para hablar a este joven. Confío en que nuestro pueblo sea lo bastante fuerte como para oír lo que el acusado tenga que decir sin que por ello se tambalee su fe. ¿No opinas igual? ¿O acaso la Iglesia ha sido negligente en el cumplimiento de sus deberes?
El ofinista jefe se mordió los labios, volvió a sentarse y lanzó una mirada furiosa al survisor, quien sonrió complacido.
—El acusado puede continuar.
—Gracias, Seoría. Veréis, yo siempre me he preguntado por qué la Tumpa-chumpa tiene algunas partes muertas. En varios sectores, sus mecanismos permanecen parados, oxidándose o cubriéndose progresivamente con nuevos depósitos de coralita. Hay partes que no se han movido desde hace siglos. Sin embargo, los dictores deben haberlas construido por alguna razón. ¿Cuál era su cometido y por qué no lo están llevando a cabo? Pensando en ello, se me ocurrió que si descubríamos
por qué
funcionan las partes de la Tumpa-chumpa que lo hacen, y si estudiáramos
cómo
es ese funcionamiento, podríamos alcanzar a comprender su naturaleza y su verdadero propósito.
»Ésta es una de las razones por las que opino que todos los trunos deberían juntarse y aunar sus conocimientos...
—¿Adonde nos lleva todo esto? —preguntó el survisor jefe con irritación. El dolor de cabeza empezaba a producirle náuseas.
—Ahora verás —respondió Limbeck, al tiempo que se ponía las gafas con gesto nervioso—. Me puse a pensar en estas cosas y a preguntarme cómo podría lograr que la gente las entendiera, de modo que no presté mucha atención adonde me llevaban mis pasos hasta que, cuando miré a mi alrededor, descubrí que me había alejado bastante de los límites de la ciudad de Het. ¡Os aseguro que no fue nada premeditado!
»En aquel instante no caía ninguna tormenta en la zona y decidí dar un breve vistazo por la zona para tratar de distraerme de mis problemas. El avance era muy difícil y supongo que me concentré demasiado en asegurarme de dónde ponía los pies, ya que de pronto me sorprendió una tormenta. Busqué entonces un lugar donde refugiarme y vi un objeto de gran tamaño en el suelo, de modo que corrí hacia él.
»Puedes imaginar mi sorpresa, Seoría —añadió Limbeck, con la vista vuelta hacia el survisor jefe y parpadeando tras los gruesos cristales de sus gafas—, cuando descubrí que se trataba de una nave dragón de los welfos.
Sus palabras, repetidas por el misor-ceptor, resonaron en la Factría. Los gegs se revolvieron en sus asientos e intercambiaron murmullos y comentarios.
—¿Una nave posada en el suelo? ¡Imposible! ¡Los welfos no aterrizan nunca en Drevlin! —El ofinista jefe tenía un aire piadoso, relamido y complacido de sí mismo. Darral, el survisor, se sintió inquieto pero comprendió, a la vista de la reacción de la multitud, que había dejado que el asunto fuera demasiado lejos para detenerse ahora.
—No habían aterrizado —explicó Limbeck—. La nave se había estrellado...
Sus palabras causaron sensación entre los presentes. El ofinista jefe se incorporó de un salto. Los gegs cruzaron comentarios con voces excitadas; muchos de ellos gritaban: « ¡Hacedlo callar!», pero otros replicaban: « ¡Callad vosotros! ¡Dejadlo continuar!». El survisor hizo una señal a los guardianes, que agitaron la atronadora plancha metálica hasta que volvió el orden a la sala.
—¡Exijo que se ponga fin a esta parodia de Justiz! —exclamó a gritos el ofinista jefe.
Darral estuvo a punto de aceptar la propuesta. Si ponía término al juicio en aquel instante, conseguiría tres cosas: librarse de aquel geg chiflado, poner fin al dolor de cabeza y recuperar la circulación sanguínea en sus extremidades inferiores. Sin embargo, por desgracia, sus partidarios considerarían tal decisión como una cesión ante la Iglesia y, por otra parte, su cuñado no le permitiría olvidar nunca el asunto. No, se dijo; era mejor dejar que el tal Limbeck continuara hablando y terminara de hacer su exposición. Sin duda, no tardaría en proporcionar suficiente cuerda como para colgarlo.
—Ya he tomado una decisión —replicó, pues, con una voz terrible mientras dirigía una furiosa mirada al ofinista jefe y a la multitud—. Y sigue en pie. —Volvió la severa mirada hacia Limbeck y le dijo—: Continúa.
—Reconozco que no estoy seguro de que la nave se estrellara —precisó Limbeck—, pero deduje que así era, pues estaba caída entre las rocas, casi destrozada. El único lugar donde podía refugiarme era en el interior de la nave, de modo que penetré en ella por una gran abertura de su piel desgarrada.
—Si lo que cuentas es cierto, tuviste suerte de que los welfos no te fulminaran por tu osadía —lo interrumpió el ofinista jefe.
—Los tripulantes no estaban, precisamente, en situación de fulminar a nadie —replicó Limbeck—. Esos welfos que tú llamas inmortales... ¡estaban muertos!
Voces indignadas, exclamaciones de horror y de alarma, junto a vítores amortiguados, inundaron la Factría. El ofinista jefe se dejó caer en el asiento, abrumado. La Voz Acusadora lo abanicó con su pañuelo y pidió agua. El survisor, dando un respingo, se sentó muy erguido y quedó encajado firmemente en la silla. Incapaz de ponerse en pie para restaurar el orden, no pudo hacer otra cosa que menearse, maldecir y blandir la vara, casi cegando a los guardianes que intentaban liberarlo.
—¡Escuchadme! —gritó Limbeck en un tono de voz que ya le había permitido calmar a la multitud en otras ocasiones. Ningún orador de la UAPP, incluida Jarre, podría resultar tan convincente y carismático como Limbeck cuando estaba inspirado. Aquel discurso era la razón por la que había permitido que lo llevaran preso y tal vez fuera la última oportunidad de trasmitir su mensaje al pueblo, por lo que estaba dispuesto a aprovecharla al máximo.
Así pues, se encaramó de un salto al bidón, desordenando los papeles bajo sus pies, y agitó las manos para atraer la atención de la multitud.
—¡Esos welfos de los mundos superiores no son dioses, como nos quieren hacer creer! ¡No son inmortales, sino que están hechos de carne, hueso y sangre, como nosotros! Lo sé porque vi sus cuerpos descompuestos, su carne putrefacta. Encontré sus cadáveres en la nave accidentada.
»¡Y también vi su mundo! Vi su «glorioso paraíso». En la nave traían libros y hojeé varios de ellos. ¡Y, realmente, es el paraíso! Los welfos viven en un mundo de abundancia y riqueza. Un mundo de belleza que no podemos ni imaginar. Un mundo de comodidades que se sostiene gracias a nuestro sudor y a nuestro trabajo. Y dejad que os diga algo más: ¡no tienen ninguna intención de «llevarnos un día a ese reino», como nos repiten los ofinistas, «si nos hacemos merecedores de ello»! ¿Por qué habrían de hacerlo, si nos tienen aquí abajo para utilizarnos como esclavos voluntarios? Vivimos en la miseria, sirviendo a la Tumpa-chumpa, para que los welfos obtengan el agua que precisan para sobrevivir. ¡Nos enfrentamos a la tormenta todos los días de nuestra miserable vida, para que ellos vivan en el lujo a costa de nuestras lágrimas!
»¡Por ello propugno —gritó Limbeck, imponiendo su voz sobre el creciente tumulto— que aprendamos todo lo posible acerca de la Tumpa-chumpa, que nos hagamos con el control de ésta y que obliguemos a esos welfos, que no son en absoluto dioses sino mortales como nosotros, a reconocer nuestros derechos!
En la sala estalló el caos. Los gegs gritaban, aullaban, se empujaban y tiraban unos de otros. Consternado ante el monstruo que había dejado suelto sin proponérselo, el survisor jefe (liberado por fin de la silla) pataleó enérgicamente y golpeó el piso de cemento con el extremo de la vara luminosa con tal energía que arrancó la cola bifurcada conectada a la estatua y el foco se apagó.
—¡Despejad la sala! ¡Despejad la sala!
Los gardas realizaron una carga pero pasó cierto tiempo hasta que la Factría quedó vacía de excitados gegs. Durante un rato permanecieron arremolinados en los pasillos pero, por fortuna para el survisor jefe, el silbato anunció un cambio de truno y los reunidos se dispersaron, unos para ir a cumplir su servicio en la Tumpa-chumpa y otros para volver a sus casas.
El survisor jefe, su pariente ofinista, la Voz Acusadora, Limbeck y los dos guardianes de rostros pintados quedaron a solas en la sala.
—Eres un hombre peligroso —dijo el survisor a Limbeck—. Esas mentiras...
—¡No son mentiras! ¡He contado la verdad! Juro que...
—Esas mentiras no deberían haber sido creídas por el pueblo, por supuesto; sin embargo, como hemos comprobado hace un rato cuando las has pronunciado, provocan inquietud y alborotos. Te has condenado a ti mismo, Limbeck. Tu destino está ahora en manos del dictor. ¡Sujetad al prisionero y haced que guarde silencio! —ordenó a los guardianes, que inmovilizaron al prisionero enérgicamente, aunque a regañadientes, como si el contacto pudiera contaminarlos.
El ofinista jefe se había recuperado lo suficiente de la sorpresa como para adoptar de nuevo su aire relamido y santurrón, una expresión en la que se mezcla la justa indignación y la firme certeza de que el pecado iba a ser castigado.
El survisor jefe, apoyándose sin mucha seguridad sobre unas piernas que apenas empezaban a recuperar la circulación sanguínea normal, dio unos pasos hasta la estatua del dictor, con un intenso dolor de cabeza. Tras él avanzó Limbeck, conducido por los guardianes. Como siempre, pese al peligro que corría, se dejó llevar por su insaciable curiosidad, más interesado por la estatua en sí que por el veredicto que el dictor pudiera pronunciar. El ofinista y la Voz se aproximaron a observar. El survisor jefe, tras muchas reverencias, alharacas y oraciones musitadas que el ofinista repetía con fervor, extendió el brazo, apretó la mano izquierda del dictor y tiró de ella.
De pronto, el globo ocular que el dictor sostenía en la diestra parpadeó y cobró vida. Un ligero resplandor y unas imágenes en movimiento empezaron a pasar rápidamente a través del globo. El survisor jefe dirigió una mirada triunfal a su cuñado y a la Voz. Limbeck estaba absolutamente fascinado.
—¡Nos habla el dictor! —exclamó el ofinista jefe, cayendo de rodillas.
—¡Una linterna mágica! —Murmuró Limbeck, excitado, contemplando el globo—. Pero no es verdadera magia; no es como la magia de los welfos. ¡Es una magia mecánica! Una vez encontré un artilugio de ésos en otra sección de la Tumpa-chumpa y lo desmonté. Las imágenes que parecen moverse son pequeños cuadros que giran en torno a una luz a tal velocidad que engaña a nuestra vista...
—¡Silencio, hereje! —Tronó el survisor—. La sentencia ha sido pronunciada. Los dictores ordenan que te entreguemos en sus manos.
—No creo que digan nada parecido, Seoría —protestó Limbeck—. En realidad, no estoy seguro de qué pretenden decir. Me pregunto por qué...
—
¡Por qué! ¡Por qué!
¡Tendrás mucho tiempo para preguntártelo mientras estés cayendo hacia el corazón de la tormenta! —exclamó Darral.
Limbeck estaba observando la linterna mágica que repetía las mismas imágenes una y otra vez y no escuchó con claridad lo que acababa de decir el survisor jefe.
—¿El corazón de la tormenta, Seoría?—Los gruesos cristales le hacían más grandes los ojos y le daban un aire de insecto que el survisor encontraba especialmente desagradable.
—Sí, ésta ha sido la sentencia de los dictores. —El survisor movió la mano de la estatua y el globo ocular parpadeó y se apagó.