Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Con esto, Limbeck había establecido la principal diferencia entre él y la mayoría de sus congéneres. Éstos sólo miraban hacia adentro, mientras que a él le gustaba contemplar el exterior, aunque sólo fuera para ver caer la lluvia torrencial, el granizo y los relámpagos o, en los breves períodos en que las tormentas remitían, las cubas y los serpentines zumbantes, y los deslumbrantes mecanismos internos de la Tumpa-chumpa.
Otro detalle de la vivienda de Limbeck hacía a ésta decididamente inconfundible. En la puerta de entrada, que se abría al interior del montículo y a sus calles interconectadas, había un rótulo con las letras UAPP pintadas en rojo.
En todos sus restantes aspectos, la vivienda era una típica morada geg. El mobiliario, funcional y confeccionado con los pocos materiales al alcance de los enanos, carecía de cualquier frivolidad decorativa. Nada de cuanto podía verse allí permanecía quieto. Los muros, suelos y techos de la confortable caverna se estremecían y temblaban siguiendo el latido, el martilleo, el zumbido, las crepitaciones y el estrépito de la Tumpa-chumpa, el objeto dominante..., la
fuerza
dominante en Drevlin.
A Limbeck, augusto líder de la UAPP, no le importaba el ruido. El estruendo lo tranquilizaba, pues llevaba oyéndolo, aunque más amortiguado, desde que aún estaba en el vientre de su madre. Los gegs reverenciaban el ruido, igual que veneraban la Tumpa-chumpa, pues sabían que, si cesaba el estruendo, su mundo se derrumbaría. Entre ellos, la muerte era conocida como el Perpetuo Silencio.
Envuelto por el reconfortante rechinar y retumbar, Limbeck se esforzaba en dar forma a su discurso. Las palabras acudían con fluidez a su cabeza, pero le costaba mucho esfuerzo trasladarlas al papel. Lo que sonaba grandioso, solemne y noble cuando surgía de sus labios, parecía trivial y pretencioso una vez puesto por escrito. Al menos, a Limbeck se lo parecía. Jarre siempre insistía en que era demasiado crítico consigo mismo y que sus escritos eran igual de interesantes que su oratoria. Sin embargo, cuando la oía decir tal cosa, Limbeck replicaba depositando un beso en su mejilla e insistiendo en que su opinión no era objetiva.
Limbeck repitió en voz alta lo que iba escribiendo, para oír cómo sonaban sus palabras. Como era muy miope y le resultaba difícil concentrarse cuando llevaba las gafas, Limbeck se las quitaba invariablemente cuando se ponía a escribir. Con el rostro casi pegado al papel mientras deslizaba la pluma línea a línea, el enano terminaba con más tinta en la nariz y en la barba de la que empleaba en redactar sus escritos.
—Por tanto, nuestra intención como Unión de Adoradores para el Progreso y la Prosperidad es proporcionar a nuestro pueblo una vida mejor
ahora,
no en un tiempo futuro que tal vez no llegue nunca.
Limbeck, llevado de su entusiasmo, descargó el puño sobre la mesa y derramó un poco de tinta del recipiente que utilizaba como tintero. Un reguero de líquido azul se deslizó hacia el papel, amenazando con empapar el discurso. Limbeck cortó el paso de la tinta pasando el codo por la mesa y su túnica desgastada absorbió el líquido ávidamente. Como la tela había perdido hacía mucho tiempo el colorido que un día había tenido, la mancha en la manga representó una alegre mejora.
—Durante siglos, nuestros líderes han insistido en que fuimos enviados a este reino de las tormentas y el caos porque no se nos consideró merecedores de compartir las tierras superiores con los welfos. Nos han dicho que nosotros, que somos de carne y hueso, no podíamos aspirar a vivir en la tierra de los inmortales. Cuando seamos merecedores de ello, apuntan nuestros líderes, los welfos vendrán de Arriba y juzgarán nuestros actos y nos elevarán a los cielos. Mientras llega ese día, añaden, nuestra obligación es servir a la Tumpa-chumpa y aguardar la llegada del gran momento. Pero yo afirmo..., ¡afirmo que ese día nunca llegará!
En este punto, Limbeck alzó por encima de la cabeza su puño apretado y manchado de tinta. Luego, añadió:
—¡Afirmo que nos han mentido, que nuestros líderes viven en el engaño! Es lógico que el survisor jefe y los miembros de su truno hablen de aguardar al día del Juicio para que lleguen los cambios. Al fin y al cabo, ellos no necesitan mejorar sus condiciones de vida. El survisor y los suyos reciben el pago divino, pero ¿lo reparten igualitariamente entre nosotros, acaso? ¡No! ¡Al contrario, nos hacen pagar, y a un precio muy alto, el producto que nosotros mismos hemos obtenido con el sudor de nuestras frentes!
Limbeck decidió hacer una pausa en aquel punto para permitir que se alzaran los vítores y marcó el párrafo con una señal que quería ser una estrella.
—¡Es hora de alzarse y...!
Se interrumpió a media frase, creyendo haber oído un sonido extraño. Para los welfos que acudían cada mes en busca de su cargamento de agua, era un misterio cómo podía nadie en aquella tierra oír otra cosa que el ruido de la Tumpa-chumpa y el ulular y rugir de las tormentas que barrían Drevlin día a día. Sin embargo, los gegs, acostumbrados a los ruidos ensordecedores, prestaban a éstos la misma atención que un señor de los elfos de Tribus al murmullo de una corriente de aire entre las hojas de un árbol. Un geg podía dormir como un tronco en mitad de una furiosa tormenta y, en cambio, despertarse sobresaltado por el rumor de un ratón deambulando por la despensa.
Lo que había llamado la atención de Limbeck era el sonido de un grito lejano; sobresaltado por la inesperada interrupción, echó un vistazo al aparato de medir el tiempo —invento suyo— que tenía colocado en un hueco de la pared. Del artilugio, una compleja combinación de engranajes, ruedas y púas, soltaba cada hora una alubia que era recogida en un recipiente colocado debajo. Cada mañana, Limbeck vaciaba el recipiente de las alubias por un agujero situado en la parte superior del aparato e iniciaba la medición de la nueva jornada.
Incorporándose de un brinco, Limbeck acercó sus ojos miopes al recipiente, contó apresuradamente las alubias y emitió un gruñido. Llegaba tarde. Tomando un abrigo, se encaminó a la puerta cuando, de pronto, le vino a la cabeza la siguiente frase del discurso y decidió retrasar la marcha unos instantes para anotarla. Tomó asiento de nuevo y no volvió a acordarse de la cita. Feliz y embadurnado de tinta se perdió una vez más en su retórica.
—Nosotros, la Unión de Adoradores para el Progreso y la Prosperidad, propugnamos tres medidas: primera, que todos los expertos se reúnan y compartan sus conocimientos de la Tumpa-chumpa y aprendan su funcionamiento para convertirse en sus dueños y dejar de ser sus esclavos. (Señal para aplausos.) Segunda, que los adoradores dejen de esperar el día del Juicio y empiecen a trabajar desde ahora para mejorar la calidad de sus vidas actuales. (Otra señal.) Tercera, que los adoradores acudan al survisor y le exijan una participación justa en los ingresos obtenidos de los welfos. (Dos señales y un garabato.)
Al llegar a este punto, Limbeck emitió un suspiro. Sabía, por anteriores experiencias, que esta última medida sería la más popular entre los jóvenes gegs reacios a trabajar largas horas por una paga exigua. Pero también sabía que, de las tres, era la menos importante.
—¡Si ellos hubieran visto lo que yo! —Se lamentó Limbeck—. ¡Si supieran lo que yo sé! ¡Si pudiera revelárselo!
De nuevo, el sonido de un grito lejano interrumpió sus pensamientos. Alzando la cabeza, sonrió con indisimulado orgullo. El discurso de Jarre estaba teniendo su efecto habitual. «Ella no me necesita», reflexionó Limbeck, no con pena sino con la alegría de un maestro que se enorgullece al ver florecer a un alumno prometedor. Jarre lo estaba haciendo muy bien sin él. «Será mejor que continúe escribiendo y termine de una vez», añadió para sí.
Durante la hora siguiente, empapado de tinta y de inspiración, Limbeck permaneció tan absorto en su tarea que no volvió a oír las voces y, por tanto, no advirtió que cambiaban de tono y pasaban de gritos de aprobación a rugidos de cólera. Cuando, por fin, otro sonido distinto del monótono retumbar y chirriar de la Tumpa-chumpa atrajo su atención, fue el estruendo de un portazo. El sobresalto fue tremendo, pues el golpe sonó apenas a cinco palmos de su asiento.
Distinguió apenas una silueta oscura y borrosa a la que tomó por Jarre.
—¿Eres tú, querida? —preguntó.
Jarre jadeaba como si hubiera hecho más esfuerzo del debido. Limbeck se palpó los bolsillos en busca de las gafas, no las encontró y tanteó la mesa con una mano.
—He oído los vítores. El discurso de hoy te ha salido espléndido, a lo que parece. Lamento no haber asistido como te prometí, pero he estado ocupado... —señaló el papel con una mano salpicada de tinta.
Jarre se abalanzó sobre él. Los gegs son pequeños de estatura pero de constitución recia, con manos grandes y fuertes y una propensión a presentar mandíbulas cuadradas y hombros también cuadrados que les proporcionan un aspecto general de gran robustez. Hombres y mujeres gegs poseen pareja corpulencia, pues todos sirven a la Tumpa-chumpa hasta la edad de contraer matrimonio —en torno a los cuarenta ciclos—, momento en que se exige a ambos sexos que dejen su puesto de trabajo y se queden en sus casas para concebir y criar a la siguiente generación de adoradores de la Tumpa-chumpa. Jarre, que había servido a ésta desde los doce ciclos, era más fuerte que la mayor parte de las mujeres jóvenes. Limbeck, que no había servido a la máquina jamás, era bastante enclenque. En consecuencia, cuando Jarre se abalanzó sobre él, estuvo a punto de hacerlo caer de la silla.
—¿Qué sucede, querida? —preguntó Limbeck mientras la escrutaba con sus ojos miopes, consciente por primera vez de que
algo
estaba sucediendo—. ¿No te ha ido bien con el discurso?
—Sí, me ha ido bien. ¡Muy bien! —respondió Jarre, hundiendo las manos en la túnica harapienta y manchada de tinta de Limbeck e intentando obligar a éste a ponerse en pie—. ¡Vamos! ¡Es preciso que te saquemos de aquí!
—¿Ahora? —Protestó Limbeck con un parpadeo—. Pero mi discurso...
—Sí, es una buena idea. No debemos dejarlo aquí como prueba... —Desasiéndose de Limbeck, Jarre se apresuró a recoger las hojas de papel que constituían un producto de desecho de la Tumpa-chumpa (nadie sabía por qué) y empezó a guardarlas bajo la parte delantera de su vestido—. ¡Deprisa, no tenemos mucho tiempo! —Echó un rápido vistazo al habitáculo y añadió—: ¿Tienes alguna cosa más que debamos llevarnos?
—¿Prueba...? —Inquirió Limbeck, desconcertado, al tiempo que buscaba a tientas las gafas—. ¿Prueba de qué?
—De nuestra Unión de Adoradores —replicó Jarre con impaciencia. Ladeó la cabeza, escuchó con atención y corrió con expresión temerosa a asomarse a una de las ventanas.
—¡Pero, querida mía, si ésta es la sede central de la Unión! —empezó a protestar Limbeck, pero ella lo hizo callar con un siseo.
—¡Escucha! ¿Oyes eso? Ya vienen. —Alargó la mano, recogió las gafas de Limbeck y con un gesto rápido se las colocó a éste en la nariz, donde se sostuvieron en un precario equilibrio—. Distingo sus linternas. Son los gardas. ¡No, por delante, no! ¡Por la puerta de atrás, por donde he entrado!
Jarre empezó a empujarlo para que se apresurara, pero Limbeck se detuvo y, cuando un geg se planta donde está, resulta casi imposible moverlo.
—No iré a ninguna parte, querida, hasta que me cuentes qué ha sucedido —declaró, mientras se ajustaba las gafas con gesto calmado.
Jarre se retorció las manos, pero conocía bien al geg que amaba. Limbeck tenía un carácter testarudo que ni siquiera la Tumpa-chumpa podría haber derrotado. La mujer había aprendido en ocasiones anteriores a vencer su terquedad actuando con gran rapidez, sin darle tiempo a pensar, pero comprobó enseguida que la estratagema no resultaría esta vez.
—¡Ah!, está bien —asintió exasperada, mientras volvía constantemente la vista hacia la puerta delantera—. Había una gran multitud en el mitin. Mucho mayor de la que esperábamos...
—Eso es estupen...
—No me interrumpas. No tenemos tiempo. Todos escuchaban mis palabras y..., ¡ah, Limbeck, ha sido tan maravilloso! —Pese al miedo y la impaciencia, a Jarre le refulgió la mirada—. Ha sido como aplicar una cerilla a un puñado de salitre. ¡El público se ha inflamado hasta estallar!
—¿Estallar? —Limbeck empezó a sentirse inquieto—. Querida mía, no queremos que se produzca ningún estallido.
—Eres tú quien no lo quería —replicó ella con desdén—. Pero ahora es demasiado tarde. El fuego ya está encendido y nos corresponde conducirlo, no intentar extinguirlo de nuevo. —Apretó los puños y echó hacia adelante su mentón cuadrado—. ¡Esta noche hemos atacado la Tumpa-chumpa!
—¡No!
Limbeck la miró, horrorizado. La noticia le produjo tal conmoción que, al instante, cayó sentado de nuevo en la silla.
—Sí, y creo; que le hemos causado un daño irreparable. —Jarre se sacudió la mata tupida de cabello moreno y rizado, que llevaba bastante corto—. Los gardas y algunos de los ofinistas salieron a perseguirnos, pero todos los nuestros escaparon. Los gardas no tardarán en acudir a la sede de la Unión en tu busca, querido, y por eso he venido para alejarte del peligro. ¡Escucha! —Llegó a sus oídos el sonido de unos golpes en la puerta principal y unas voces roncas que exigían a gritos que abriera la puerta—. ¡Ya están aquí! ¡Deprisa! Es probable que ignoren la existencia de la puerta trasera...
—¿Vienen a tomarme preso? —inquirió Limbeck, meditabundo.
A Jarre no le gustó la expresión de su rostro. Frunció el entrecejo y tiró de él, tratando de que se pusiera en pie otra vez.
—Sí. Vámooos ya...
—Me llevarán a juicio, ¿verdad? —continuó Limbeck con voz pausada—. Muy probablemente, ante el propio survisor jefe...
—¿Qué estás pensando, Limbeck? —Jarre no tenía necesidad de preguntarlo: sabía muy bien qué se proponía—. ¡Causar daños a la Tumpa-chumpa se castiga con la muerte!
Limbeck hizo caso omiso del comentario, como si aquélla fuera una cuestión sin importancia. Las voces se hicieron más estentóreas y persistentes. Una de ellas pidió a gritos un hacha.
—¡Querida mía —declaró Limbeck—, por fin tendré el público que llevo buscando toda mi vida! ¡Ésta es nuestra oportunidad de oro! Piénsalo bien: ¡así podré presentar nuestra causa al survisor jefe y al Consejo de los Trunos! Estarán presentes cientos de gegs. Los cantores de noticias y el misor-ceptor...
El filo del hacha asomó a través de la puerta de madera. Jarre palideció.