Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
—¡OH, Limbeck! ¡No hay tiempo para jugar a hacerte el mártir! ¡Por favor, vamonos de una vez!
El hacha se liberó, desapareció y cayó con un nuevo golpe sobre la puerta maltrecha.
—No, vete tú, querida —replicó Limbeck, besándola en la frente—. Yo me quedo. Estoy decidido.
—¡Entonces, yo me quedo también! —declaró Jarre con ferocidad, apretando la mano de Limbeck entre las suyas.
El hacha descargó sobre la puerta otro golpe, que hizo volar astillas por toda la estancia.
—¡No, no! —Limbeck sacudió la cabeza—. Tú debes continuar el trabajo en mi ausencia. Cuando mis palabras y mi ejemplo inflamen a los adoradores, debes estar allí para conducir la revolución.
—¡Oh, Limbeck! —Jarre titubeó—, ¿estás seguro?
—Sí, querida.
—Entonces, haré lo que dices. Pero te rescataremos. —Corrió hacia la salida, pero no pudo evitar detenerse allí para echar una última mirada a su espalda—. Cuídate —suplicó a Limbeck.
—Lo haré, querida mía. Ahora, ¡vete! —El geg hizo un gesto festivo con la mano.
Jarre le mandó un beso y desapareció por la salida de atrás en el mismo instante en que los gardas irrumpían por la puerta principal.
—Buscamos a un tal Limbeck Aprietatuercas —dijo uno de los gardas, cuya expresión solemne quedaba algo deslucida por el hecho de que no dejaba de sacarse pequeñas astillas de la barba.
—Ya lo habéis encontrado —respondió Limbeck majestuosamente. Extendió los brazos al frente, juntó las muñecas y añadió—: Como adalid de mi pueblo, con gusto sufriré en su nombre cualquier tortura o indignidad. ¡Conducidme, pues, a vuestra mazmorra apestosa, infestada de ratas y embadurnada de sangre!
—¿Apestosa? —El garda pareció enfurecerse—. Debes saber que limpiamos nuestra cárcel con regularidad. En cuanto a las ratas, no se ha visto una de ellas en más de veinte años, ¿no es cierto, Fred? —Preguntó a un colega de gremio que irrumpía en aquel instante por la puerta rota—. Desde que trajimos el gato. Y ya hemos limpiado la sangre de anoche, cuando Durkin Tornero llegó con el labio partido tras una pelea con su esposa. ¡No tienes ningún motivo para insultar mi cárcel! —añadió ceñudo el garda.
—Yo..., lo siento mucho —balbució Limbeck, desconcertado—. No tenía idea...
—Bien, acompáñanos —replicó su interlocutor—. ¿Por qué juntas las manos así, delante de mi rostro?
—¿No vas a esposarme, a atarme de pies y manos?
—¿Cómo caminarías, entonces? ¡No esperarás que te llevemos en andas! —El garda hizo un gesto de desdén—. Vaya espectáculo daríamos, cargando contigo por las calles... Y no eres un peso ligero, precisamente. Baja las manos. Las únicas esposas que teníamos dejaron de usarse hace unos treinta años. Seguimos empleándolas cuando algún joven se porta mal; a veces, un padre las pide prestadas para atemorizar al chiquillo revoltoso.
Limbeck, a quien tantas veces habían amenazado con los grilletes en su turbulenta infancia, quedó anonadado.
«Otra fantasía infantil que vuela», se dijo con tristeza al tiempo que se dejaba conducir a la prosaica prisión patrullada por los gatos.
El martirio no empezaba nada bien.
DE HET A WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
Limbeck aguardaba con expectación el viaje a través de Drevlin hasta Wombe, la capital, a bordo de la centella rodante. Hasta aquel momento, jamás había montado en la centella. Nadie de su truno lo había hecho y entre la multitud corrían abundantes murmuraciones respecto a que un delincuente común gozara de privilegios que les estaban negados a los ciudadanos normales.
Algo dolido al oírse llamar delincuente común, Limbeck ascendió los peldaños y penetró en lo que parecía una caja de reluciente latón, dotada de ventanas y apoyada en numerosas ruedas que corrían por unos raíles metálicos. Sacó las gafas del bolsillo, ajustó las frágiles patillas de alambre tras las orejas y contempló a la multitud. Localizó enseguida a Jarre, aunque ésta tenía la cabeza y el rostro ocultos bajo la sombra de una voluminosa capa. Era demasiado arriesgado intentar establecer un diálogo por señas, pero Limbeck consideró que no sucedería nada si se llevaba sus gruesos dedos a los labios y le enviaba un breve beso.
Llamó su atención una pareja que permanecía apartada de los demás en el otro extremo del andén y le sorprendió comprobar que se trataba de sus padres. Al principio, lo conmovió pensar que habían acudido a despedirlo. Sin embargo, una ojeada al rostro sonriente de su padre, semioculto bajo una enorme bufanda que llevaba en torno al cuello para asegurarse de que nadie lo reconocía, llevó a Limbeck a pensar que no estaban allí por amor a él, sino, probablemente, para cerciorarse de que veían por última vez a un hijo que no les había traído más que líos y descrédito. Con un suspiro, Limbeck se acomodó en el asiento de madera.
El conductor del vehículo, conocido popularmente como el centellero, echó un vistazo a Limbeck y al garda que lo acompañaba, los dos pasajeros que ocupaban el único compartimiento. Aquella inhabitual parada en la estación de Het le había hecho acumular un considerable retraso sobre el horario y no quería perder más tiempo. Al observar que Limbeck empezaba a ponerse en pie —el enano creyó ver entre la gente a su antiguo maestro—, el centellero se echó por encima de los hombros las dos trenzas de su barba, cuidadosamente partida en el mentón; a continuación, agarró dos de las numerosas clavijas metálicas que tenía ante sí y tiró de ellas. Varias mordazas de metal que sobresalían del techo del compartimiento se elevaron desde éste y se cerraron en torno a un cable suspendido encima del vehículo. Se produjo un chispazo azulado, un silbato dejó oír su voz aguda y potente y, entre chisporroteos y zumbidos eléctricos, la centella rodante arrancó con una sacudida.
La caja de metal se meció y cabeceó adelante y atrás. Las mordazas que se agarraban al cable encima de los viajeros despedían alarmantes chispas, pero el centellero no pareció inmutarse. Asió otra de las clavijas metálicas, la empujó hasta hundirla en la pared y el vehículo adquirió más velocidad. Limbeck pensó que en su vida había experimentado una sensación tan maravillosa.
La centella rodante había sido creada mucho tiempo atrás por los dictores para su empleo en la Tumpa-chumpa. Una vez que los dictores desaparecieron misteriosamente, la propia máquina se hizo cargo de su funcionamiento y mantuvo con vida aquel medio de transporte igual que se mantenía operativa ella misma. La vida de los gegs estaba destinada a servir a ambas.
Todos los gegs pertenecían a algún truno, es decir, formaban pare de un clan que había vivido en la misma ciudad y había adorado a la misma parte de la Tumpa-chumpa desde que los dictores llevaran por primera vez a los enanos a aquel mundo. Cada geg realizaba la misma tarea que había desempeñado su padre, y el padre de éste, y el padre del abuelo, antes que él.
Los gegs realizaron su trabajo a conciencia. Eran competentes, hábiles y expertos, pero carentes de imaginación. Cada uno sabía servir a la Tumpa-chumpa en el puesto que tenía asignado y no mostraba el menor interés por las demás partes de la máquina. Más aún, ninguno se cuestionaba las razones para hacer lo que hacía. Por qué había que girar la rueda, por qué no debía permitirse que la flecha negra del silbato apuntara nunca hacia la zona roja, por qué había de tirar del tirador, pulsar el pulsador o girar la manivela, eran preguntas que no se le pasaban por la cabeza al geg corriente. Pero Limbeck no era un geg corriente.
Ahondar en los «cómo» y los «porqué» de la gran Tumpa-chumpa era una blasfemia y atraía la cólera de los ofinistas, que constituían la casta sacerdotal de Drevlin. La máxima ambición de la mayoría de los gegs era llevar a cabo su acto de adoración según las enseñanzas de los maestros de su truno, y realizarlo satisfactoriamente. Esto les habría de proporcionar, a ellos o a sus hijos, un lugar en los reinos superiores. Pero Limbeck no se daba por satisfecho con ello.
Cuando pasó la novedad de moverse a una velocidad tan tremenda, el viaje en la centella empezó a resultarle muy deprimente. La lluvia batía contra las ventanas. Unos relámpagos naturales —no los rayos azulados que creaba la Tumpa-chumpa— descendían de las nubes turbulentas y en ocasiones afectaban a los chisporroteos azules del vehículo, haciendo que la caja metálica saltara y vibrara. En el techo del compartimiento se oyó el repiqueteo del granizo. Desplazándose alrededor, debajo, encima y a través de enormes secciones de la Tumpa-chumpa, la centella parecía estar exhibiendo presuntuosamente —al menos, a los ojos de Limbeck— el grado de esclavitud de los gegs.
Las llamas de unos hornos gigantescos iluminaban la penumbra opresiva y permanente. Bajo su resplandor, Limbeck observó a sus congéneres —apenas unas sombras oscuras y achaparradas recortadas contra el fuego deslumbrante— atendiendo las necesidades de la Tumpa-chumpa. La visión despertó en él una rabia que, advirtió compungido, había arrinconado y casi había dejado extinguirse en su interior mientras se dejaba absorber por la tarea de organizar la UAPP.
Se alegró de volverla a experimentar, de aceptar la energía que le proporcionaba, y empezó a meditar sobre cómo trasladar aquel sentimiento a su alegato cuando un comentario de su acompañante interrumpió momentáneamente sus pensamientos.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Digo que es hermosa, ¿verdad? —repitió el garda, contemplando la Tumpa-chumpa con admiración y respeto.
«Esto ya es demasiado», pensó Limbeck completamente indignado. «Cuando me conduzcan ante el survisor jefe, contaré a todos la verdad...»
—¡Fuera! —Gritó el maestro, con la barba erizada de cólera—. ¡Vete de aquí, Limbeck Aprietatuercas, y que nunca vuelva a ver por esta escuela tus ojos miopes!
—No entiendo por qué se ha molestado así —replicó el joven Limbeck mientras se ponía en pie.
—¡Fuera! —aulló el geg.
—Era una pregunta perfectamente lógica.
La visión de su instructor abalanzándose hacia él y blandiendo una llave de tuerca en la mano hizo que el alumno emprendiera una rápida e indecorosa retirada hasta salir del aula. Limbeck, del decimocuarto gremio, abandonó la escuela de la Tumpa-chumpa con tales prisas que no le dio tiempo a ponerse las gafas y, en consecuencia, cuando llegó a la rechinante rueda roja, se equivocó de dirección. Las salidas estaban señaladas, por supuesto, pero Limbeck era tan corto de vista que no distinguió el rótulo. Abrió la puerta que, creía, daba paso al corredor que conducía a la plaza del mercado, recibió el viento en pleno rostro como una bofetada y se dio cuenta de que aquella puerta se abría en realidad al Exterior.
El joven geg no había estado nunca en el Exterior. Debido a las temibles tormentas que barrían la tierra al ritmo medio de dos por hora, nadie abandonaba nunca el refugio de la ciudad y la reconfortante presencia de la Tumpa-chumpa. Repletos de túneles, pasadizos cubiertos y senderos subterráneos, los pueblos y ciudades de Drevlin estaban construidos de tal modo que los gegs podían recorrerlos durante meses sin que mojara su rostro una sola gota de lluvia. Quienes tenían que viajar por la superficie utilizaban la centella rodante o los gegavadores. Pocos gegs salían alguna vez al Exterior caminando.
Limbeck titubeó en el umbral de la puerta, escrutando con sus ojos miopes el paisaje bañado por la lluvia y barrido por el viento. Aunque éste soplaba con fuerza, en aquel momento se producía una pausa entre dos tormentas y se filtraba entre las nubes perpetuas una débil luz grisácea que, en Drevlin, era lo más parecido a un día despejado y radiante bajo los rayos de Solarus. La luz daba un aspecto encantador al paisaje de la isla, habitualmente lóbrego, y titilaba y parpadeaba sobre las numerosas palancas, ruedas y mecanismos de la Tumpa-chumpa, que giraban, rodaban y se movían arriba y abajo incansablemente, mientras las nubes de vapor se alzaban hasta unirse a sus hermanas en el cielo. El resplandor mortecino hacía que la superficie de Drevlin, melancólica y deslustrada, llena de grietas y montones de escoria y hoyos y zanjas, pareciera casi atractiva, sobre todo, cuando lo único que alcanzaba a ver el espectador era una especie de suave y borroso contorno de color fango.
Limbeck advirtió inmediatamente que se había equivocado de camino. Sabía que debía volver atrás, pero el único lugar al que podía acudir era su casa y estaba seguro de que, para entonces, ya habría llegado a oídos de sus padres la noticia de que lo habían expulsado de la escuela de la Tumpa-chumpa. Exponerse a los terrores del Exterior le resultaba mucho más atractivo que afrontar la cólera de su padre, de modo que, sin pensarlo más, traspasó el umbral y cerró la puerta de golpe a sus espaldas.
Aprender a caminar por el fango fue toda una experiencia en sí misma. Al dar el tercer paso, resbaló y cayó pesadamente en el cieno. Cuando se incorporó, descubrió que una de sus botas estaba atascada y necesitó todas sus fuerzas para sacarla. Escudriñó el terreno en penumbra y llegó a la conclusión de que los montones de escoria tal vez le proporcionarían un apoyo más firme. Avanzó chapoteando entre el fango hasta alcanzar al fin las pilas de coralita que dejaban a su paso las potentes palas excavadoras de la Tumpa-chumpa. Al escalar la superficie dura y compacta de la coralita, advirtió complacido que había acertado: era mucho más fácil caminar sobre ella que por el barrizal.
También se dijo que la vista debía de ser espectacular y pensó que era preciso contemplarla. Sacó las gafas del bolsillo, se las colgó de la nariz y miró a su alrededor.