Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Stephen no parpadeó siquiera al notar el contacto.
—Tengo que comentar esto con el armero.
—Haced lo que queráis, Majestad —dijo entonces Hugh, sacudiendo la cabeza—, pero si un hombre está dispuesto a mataros, consideraos muerto. Y si ésta es la razón de que me hayáis traído aquí, sólo puedo ofreceros un consejo: decidid si queréis que vuestro cuerpo sea enterrado o incinerado.
—Habla el experto —murmuró Stephen, y Hugh captó el tono de ironía aunque no pudiera ver la sonrisa en el rostro cubierto de su interlocutor.
—Supongo que Su Majestad quería un experto, ya que se ha tomado tantas molestias.
El rey volvió el rostro hacia la ventana. Rondaba los cincuenta ciclos pero era fuerte, de constitución robusta y capaz de soportar increíbles penalidades. Se rumoreaba que dormía con la armadura para endurecer aún más su cuerpo. Desde luego, teniendo en cuenta la fama de que gozaba su esposa, tal protección no parecía superflua.
—Sí, eres un auténtico experto. El mejor del reino, según me han dicho.
Tras esto, Stephen guardó silencio.
La Mano
también era experto en interpretar lo que decían los hombres con los gestos, no con palabras, y aunque el rey tal vez creía enmascarar bastante bien sus agitadas emociones, Hugh observó que los dedos de su mano izquierda se cerraban sobre sí mismos y escuchó el tintineo metálico de la cota de malla que traicionaba el temblor que atenazaba al monarca.
Así solían reaccionar los hombres mientras tomaban la decisión de asesinar a alguien.
—También sé que tienes un extraño sentido del orgullo, Hugh
la Mano
—añadió el rey, rompiendo de improviso su prolongado silencio—. Te anuncias como una mano justiciera, como un instrumento de impartir castigos merecidos. Das muerte a aquellos que presuntamente han ofendido a otros, a aquellos que están por encima de la ley, a aquellos que mi ley, supuestamente, no puede tocar.
Su voz tenía un tono irritado, desafiante. Era evidente que Stephen estaba molesto, pero Hugh sabía que los clanes guerreros de las Volkaran y de Ulyandia sólo se mantenían unidos gracias a una argamasa de miedo y codicia, y no le pareció que mereciera la pena discutir el asunto con un rey que, sin duda, lo conocía a la perfección.
—¿Por qué lo haces? —Insistió Stephen—. ¿Es alguna especie de código de honor?
—¿Honor? ¡Su Majestad habla como un señor de los elfos! En Therpes, el honor no os serviría para pagar una comida barata en una taberna de mala muerte.
—¡Ah! ¿Es el dinero, entonces?
—¡El dinero...! Por un plato de asado, se puede tener a un asesino que apuñale a su víctima por la espalda. Esto les basta a los que sólo quieren ver muerto a su enemigo. En cambio, los que han sufrido algún agravio, los que han padecido a manos de otro... Éstos quieren que el causante de sus males sufra también. Quieren que su enemigo sepa, antes de morir, quién ha provocado su destrucción. Quieren que experimente el dolor y el terror que causó antes a su víctima. Y están dispuestos a pagar un alto precio por obtener esta satisfacción.
—Me han contado que tú llegas a correr unos riesgos extraordinarios, que incluso desafías a tus víctimas a un combate limpio.
—Si el cliente lo pide...
—...Y si está dispuesto a pagar, ¿no?
Hugh se encogió de hombros. La respuesta era tan obvia que no necesitaba comentarios. Aquella conversación no tenía sentido, no llevaba a ninguna parte.
La Mano
conocía su propia fama y su cotización. No necesitaba oírla recitar a otros, pero estaba acostumbrado a ella. Era parte del negocio. Como cualquier otro cliente, Stephen estaba buscando las palabras adecuadas para proponerle un trabajo y
la Mano
observó con sorpresa que, en tal situación, un rey no reaccionaba de manera distinta de la del más humilde de sus súbditos.
Stephen se había vuelto de espaldas y contemplaba el paisaje por la ventana, apoyando en el alféizar un puño crispado, enfundado en un guante. Hugh aguardó pacientemente, en silencio.
—No lo entiendo. ¿Qué razón puede tener quien te contrata para ofrecer a su enemigo la posibilidad de luchar por su vida?
—Quizá sea porque así obtiene una doble venganza, pues en tal caso no es mi mano la que abate a ese enemigo, Majestad, sino la de los antepasados de mi víctima, que ya no le brindan su protección.
—¿Y tú? ¿Crees eso también?
Stephen se volvió a mirarlo y Hugh captó el reflejo de la luz de la luna sobre la cota de malla que cubría la cabeza y los hombros del monarca.
Hugh frunció el entrecejo. Se llevó la mano a los mechones sedosos de la barba, que le caía del mentón peinada en dos trenzas. Nadie le había hecho jamás aquella pregunta, lo cual demostraba —al menos, así le pareció— que los reyes
sí
eran diferentes de sus súbditos. Por lo menos, aquél lo era.
La Mano
avanzó hasta la ventana y se detuvo junto a Stephen. Un pequeño patio a sus pies atrajo la mirada del asesino. Cubierto de coralita, el suelo del patio despedía un brillo mortecino y espectral en la oscuridad y Hugh observó, bajo la tenue luz azulada, la figura de un hombre inmóvil en su centro. La figura llevaba una capucha negra y empuñaba una espada de aguzado filo. Ante sus pies tenía un bloque de piedra. Hugh sonrió, al tiempo que retorcía los extremos de su barba.
—Yo sólo creo en una cosa, Majestad: en mi astucia y en mi habilidad. Veo que no tengo elección. O acepto el trabajo que me propondréis, o de lo contrario... ¿No es así?
—No. Podrás escoger. Cuando te haya expuesto eso que llamas «trabajo», podrás optar entre aceptarlo o negarte a hacerlo.
—... En cuyo caso, mi cabeza ya puede ir despidiéndose de la compañía de los hombros.
—Ese hombre que ves ahí abajo es el verdugo real. Es muy ducho en su trabajo. Será una muerte limpia y rápida, mucho mejor que la que te esperaba. Es lo mínimo que te debo por tu tiempo. —Stephen se volvió para mirar cara a cara a Hugh. Sus ojos, bajo la sombra del casco y de la cota de malla, eran oscuros y vacíos; no brillaba en ellos ninguna luz interior, ni reflejaban la del exterior—. Tengo que tomar precauciones. No puedo esperar que aceptes mi encargo sin conocer de qué se trata, pero revelártelo significa ponerme a tu merced. No puedo permitirme que sigas con vida, sabiendo lo que pronto voy a confiarte.
—Si me niego, os libraréis de mí por la noche, aprovechando las sombras, sin testigos. Si acepto, me veré prendido en la misma red en la que Su Majestad se debate ahora.
—¿Qué esperabas? Al fin y al cabo, no eres más que un asesino —replicó Stephen con frialdad.
—Y vos, Majestad, no sois más que un hombre que quiere contratar a un asesino.
Con una pomposa reverencia cargada de ironía, Hugh dio media vuelta sobre sus talones.
—¿Adonde vas? —preguntó Stephen.
—Si Su Majestad me excusa, llego tarde a una cita. Hace una hora que debería estar en el infierno.
La Mano
se dirigió a la puerta.
—¡Maldición! ¡Acabo de ofrecerte salvar la vida! —exclamó el rey.
Al replicar, Hugh no se molestó siquiera en volverse:
—Un precio demasiado bajo. Mi vida nada vale, y no le pongo precio. ¿Y pretendéis que, a cambio de ella, acepte un trabajo tan peligroso que habéis tenido que poner a un hombre entre la espada y la pared para obligarlo a aceptarlo? Prefiero afrontar la muerte que me estaba reservada, antes que aceptar las condiciones de Su Majestad.
Hugh abrió la puerta de la estancia. Delante de él, cerrándole el paso, estaba el correo del rey. A sus pies tenía la lámpara de hierro cuya piedra difundía su luz hacia arriba, bañando un rostro de belleza delicada y etérea.
Hugh pensó: « ¿Éste, un correo? ¡Tanto como yo un sartán!».
—Diez mil barls —dijo el joven.
Hugh se llevó la mano a las trenzas de la barba y las retorció, pensativo. Lanzó una mirada de soslayo a Stephen, que se le había acercado por detrás.
—Apaga esa luz, Triano —ordenó el rey—. ¿De veras consideras esto necesario?
—Majestad —Triano habló con voz respetuosa y paciente, pero en el tono de un amigo que da consejos a otro, no en el de un siervo que responde a su amo—, este hombre es el mejor. No podemos confiar este asunto a nadie más. Hemos efectuado considerables esfuerzos para hacernos con él y no podemos permitirnos perderlo. Si Su Majestad recuerda, desde el primer momento le advertí que...
—Sí, lo recuerdo —lo cono Stephen. Después, guardó silencio, furioso. Sin duda, nada le habría gustado tanto como ordenar al «correo» que condujera al cadalso a aquel asesino. Era probable que, al llegar el momento, el propio rey quisiera blandir la espada del verdugo. El correo cubrió la luz con una pantalla de hierro, dejando la estancia a oscuras.
—¡Está bien! —gruñó el rey.
—¿Diez mil barls? —dijo Hugh, incrédulo.
—Sí —respondió Triano—. Cuando hayas terminado el trabajo.
—La mitad ahora y la mitad cuando haya terminado.
—¡Ahora, tu vida! ¡Los barls, después! —masculló Stephen entre dientes.
Hugh dio un paso más hacia la puerta.
—¡Está bien! ¡La mitad, ahora! —La voz de Stephen era un murmullo casi incoherente.
Hugh se volvió hacia el rey, hizo un gesto de asentimiento y formuló una pregunta:
—¿Quién es la víctima?
Stephen exhaló un profundo suspiro. Hugh escuchó un gemido ahogado en la garganta del monarca, un sonido vagamente parecido a los estertores de un agonizante.
—Mi hijo —declaró el rey.
MONASTERIO DE LOS KIR, ISLAS VOLKARAN,
REINO MEDIO
La revelación no sorprendió a Hugh. Tenía que ser alguien próximo a Su Majestad, para que éste llevara el apunto con tanta intriga y sigilo.
La Mano
sabía que Stephen temía un heredero, pero desconocía cualquier otro detalle. A juzgar por la edad del rey, el príncipe debía de tener dieciocho o veinte ciclos. Una edad suficiente para haberse metidos en serios problemas.
—El príncipe está aquí, en el monasterio. —Stephen hizo una pausa e intentó humedecer su lengua reseca. Luego añadió—: Le hemos dicho que su vida corre peligro y que tú eres un noble disfrazado al que hemos encargado que lo escolte a un lugar secreto donde estará a salvo. —Al monarca se le quebró la voz. Crispado, carraspeó y continuó hablando—. El príncipe no pondrá objeciones a la decisión, pues sabe muy bien que cuanto le decimos es cierto: se cierne en torno a él un complot amenazador...
—De eso no cabe duda —comentó Hugh.
El rey se crispó aún más. Su cota de malla rechinó y la espada tintineó en la vaina.
—¡Contennos, Majestad! —Susurró el correo, apresurándose a interponer su cuerpo entre el monarca y el asesino—. ¡Recuerda a quién te diriges! —reprendió a éste.
Hugh no le hizo caso.
—¿Adonde tengo que llevar al príncipe, Majestad? ¿Qué debo hacer con él?
—Yo te explicaré los detalles —respondió Triano.
Stephen ya no soportaba aquello por más tiempo y empezaba a perder el aplomo. Se encaminó hacia la puerta y, al hacerlo, volvió un poco el cuerpo para no rozarse con el asesino. Probablemente, el gesto fue inconsciente, pero la afrenta no pasó inadvertida a
la Mano,
que sonrió tétricamente en la oscuridad y murmuró en respuesta:
—Majestad, hay un servicio que ofrezco a todos mis clientes...
Stephen se detuvo, con la mano en el tirador de la puerta.
—¿Y bien? ¿Cuál es? —preguntó sin volver la cabeza.
—Revelarle a la víctima quién lo hace matar y por qué. ¿Debo informar de ello a vuestro hijo, Majestad?
La cota de malla volvió a crujir, revelando que el cuerpo del monarca era presa de un acusado temblor. Pese a ello, Stephen mantuvo la cabeza enhiesta y los hombros erguidos.
—Cuando llegue el momento —sentenció—, mi hijo lo sabrá.
Tenso, erguido, el rey se adentró en el pasadizo. Hugh escuchó sus pisadas perdiéndose en la distancia. El correo se aproximó a él y guardó silencio hasta que oyó cerrarse una puerta a lo lejos.
—No había necesidad de decir eso —dijo entonces, sin alzar la voz—. Lo has herido profundamente.
—¿Y quién es este «correo» que administra los fondos del tesoro real y se preocupa por los sentimientos del rey? —replicó Hugh.
—Tienes razón. —El joven emisario se había vuelto hacia la ventana y Hugh lo vio sonreír—. No soy ningún correo. Soy el mago del rey.
El asesino frunció el entrecejo.
—Eres muy joven para ser mago, ¿no?
—Tengo más edad de la que parece —respondió Triano con jovialidad—. Las guerras y el gobierno de un reino envejecen a los hombres. La magia, no. Y ahora, si quieres acompañarme, tengo ropas y provisiones para tu viaje, además de la información que precisas. Por aquí...
El mago se apartó para dejar paso a Hugh. El gesto de Triano era cortés, pero
la Mano
advirtió que su acompañante obstruía hábilmente con su cuerpo el pasadizo por el que había desaparecido Stephen. Avanzó en la dirección que le indicaba.
Triano hizo una pausa para recoger la lámpara de la piedra luminosa, alzó la pantalla y avanzó junto a Hugh, muy cerca de su codo.
—Por supuesto, deberás parecer un noble y actuar como tal. Para ello te hemos preparado un vestuario adecuado. Una de las razones de que te escogiéramos es que procedes de noble cuna, aunque no se te haya reconocido. Posees un aire aristocrático innato. El príncipe es muy inteligente y no lo engañaría un patán con ropas caras.