Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Jarre le lanzó una mirada de alarma, recordándole que no debía mencionar aquel tema en presencia de Limbeck.
—¿El dios? —Limbeck los miró tras las gafas que colgaban de su nariz en precario equilibrio—. ¿Qué dios? ¿Qué sucede?
—Limbeck tiene que saberlo —apaciguó Haplo a la irritada Jarre—. Siempre es mejor conocer todo lo que se pueda del enemigo.
—¿Enemigo? ¿Qué enemigo?
Limbeck, pálido pero sereno, se había puesto en pie.
—No creerás en serio que son lo que afirman ser, unos dictores..., ¿verdad? —preguntó Jarre a Haplo, mirándolo con expresión ceñuda y los brazos en jarras.
—No, y eso es lo que debemos demostrar. Tú misma has dicho que, sin duda, se trata de un ardid del survisor jefe para desacreditar nuestro movimiento. Si logramos capturar a ese ser que se proclama dios y demostramos públicamente que no es tal...
—¡... entonces podremos derrocar al survisor jefe! —exclamó Jarre, batiendo palmas con gran excitación.
Haplo bajó la cabeza, fingiendo acariciar al perro, para disimular una sonrisa. El animal alzó los ojos hacia su amo con un aire melancólico e inquieto.
—Cabe esa posibilidad, desde luego, pero debemos avanzar paso a paso —planteó Haplo tras una pausa, como si hubiera meditado profundamente sobre el asunto—. Antes de nada, es fundamental descubrir quién es ese dios y por qué está aquí.
—¿De quién habláis? ¿Quién está aquí? —A Limbeck le resbalaron las gafas por la nariz. Las colocó de nuevo en su sitio y alzó la voz—. ¡Hablad!
—Lo siento, querido. Todo ha sucedido mientras dormías.
Jarre lo puso al corriente de la llegada del dios del survisor jefe y de que éste había hecho desfilar al niño por las calles de la ciudad. Después, comentó lo que decía y hacía la gente de Drevlin y que unos creían que el niño era un dios y otros, que no lo era...
—... y va a haber problemas. Es eso a lo que te refieres, ¿no? —la cortó Limbeck, terminando la frase. Después, se dejó caer en su asiento y contempló a Jarre con aire sombrío—.
¿Y
si realmente son los dictores? ¿Y si me he equivocado y por fin han acudido a..., a someter al Juicio a nuestro pueblo? ¡Se sentirán ofendidos y tal vez vuelvan a abandonarnos! —Estrujó el discurso entre sus manos y añadió—: ¡Quizá mis actos hayan causado un gran daño a nuestro pueblo!
Jarre abrió la boca con un gesto de exasperación pero Haplo, con un movimiento de cabeza, le indicó que guardara silencio. Luego, dijo:
—Precisamente por eso es necesario que hablemos con ellos. Si son los sar..., los dictores —se corrigió—, podremos explicarles lo que sucede y estoy seguro de que lo entenderán.
—¡Yo estaba tan convencido...! —exclamó Limbeck, entristecido.
—¡Y sigues teniendo razón, querido! —Jarre se arrodilló junto a él y, tomando su rostro entre ambas manos, lo obligó a volverlo hasta que sus ojos se encontraron—. ¡Ten fe en ti mismo! ¡Ese «dios» es un impostor traído por el survisor jefe! ¡Demostraremos eso, y demostraremos también que el survisor y los ofinistas se han aliado con quienes nos tienen esclavizados! ¡Ésta puede ser nuestra gran oportunidad, la ocasión perfecta para cambiar nuestro mundo!
Limbeck no respondió. Apartó con suavidad las manos de Jarre y las apretó entre las suyas, agradeciéndole en silencio su apoyo. Después, levantó la cabeza y miró fijamente a Haplo, con expresión preocupada.
—Ya has ido demasiado lejos para echarte atrás ahora, amigo mío —dijo el patryn—. Tu gente confía en ti, cree en tu palabra. No puedes decepcionarla.
—Pero, ¿y si estoy equivocado?
—No lo estás —respondió Haplo con convicción—. Incluso si se trata de un dictor, los dictores no son dioses y nunca lo han sido. Son humanos, como yo. Fueron dotados de grandes poderes mágicos, pero siguen siendo mortales. En el caso de que el survisor jefe afirme que el dictor es un dios, pregúntale directamente a éste. Si se trata de un verdadero dictor, te responderá la verdad.
Los dictores siempre decían la verdad. Habían recorrido todo el mundo declarando que no eran seres divinos, aunque tomando sobre sí las responsabilidades propias de los dioses. Su falsa modestia encubría su orgullo y su ambición. Si aquel «dios» era un auténtico sartán, rechazaría su condición divina. Si no lo era, Haplo sabría que estaba mintiendo y no le costaría mucho desenmascararlo.
—¿Podemos ponernos en contacto con él? —preguntó a Jarre.
—Lo tienen con sus compañeros en la Factría —respondió ella, pensativa—. No sé mucho de ese lugar, pero preguntaré a algunos de nuestro grupo que sí lo conocen.
—Debemos darnos prisa. Pronto oscurecerá y el mitin esta anunciado para dentro de dos horas. Deberíamos verlos antes de empezar.
Jarre ya estaba en pie y se encaminaba hacia la salida. Limbeck descansó la cabeza en una mano con un suspiro. Las gafas le resbalaron de la nariz y le cayeron en el regazo, sin que él se diera cuenta.
Haplo admiró la energía y determinación de la enana. Jarre conocía sus limitaciones; ella era capaz de convertir en realidad una visión, pero era Limbeck quien tenía los ojos —por muy cegatos que fueran— para captarla. Ahora debía ser él, Haplo, quien mostrara al geg lo que debía ver.
Jarre regresó con varios gegs de aspecto torvo y aire impaciente.
—Existe un camino de entrada a la Factría, unos túneles que corren por debajo del suelo y tienen una boca junto a la estatua del dictor.
Haplo señaló a Limbeck con un gesto de cabeza. Jarre captó su intención.
—¿Me has oído, querido? Podemos penetrar en la Factría y hablar con el presunto dios. ¿Vamos allá?
Limbeck alzó la cabeza. Bajo la barba, su rostro estaba pálido pero en sus facciones había una expresión de determinación.
—Sí —respondió, levantando una mano para que Jarre no lo interrumpiera—. Me he dado cuenta de que no importa si tengo razón o estoy equivocado. Lo único que importa es descubrir la verdad.
WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
Dos guías gegs, Limbeck, Jarre, Haplo y, por supuesto, el perro recorrieron una serie de pasadizos sinuosos y retorcidos que se entrecruzaban, se bifurcaban y taladraban el subsuelo bajo la Tumpa-chumpa. Los túneles eran construcciones antiguas y espléndidas, recubiertos de losas que, por sus formas regulares, parecían producto de la mano del hombre o de las manos metálicas de la Tumpa-chumpa. Aquí y allá, tallados en las losas, descubrieron unos curiosos símbolos. Limbeck estaba absolutamente fascinado con ellos y Jarre a duras penas consiguió convencerlo de que debían darse prisa, recurriendo de nuevo a darle unos tirones de la barba.
Haplo podría haberle contado muchas cosas acerca de los símbolos. Podría haberle explicado que en realidad eran runas, signos mágicos de los sartán, y que aquellas runas grabadas en la piedra eran lo que mantenía secos los túneles a pesar del casi constante flujo de agua de lluvia que rezumaba a través de la coralita porosa. Eran aquellos signos lo que mantenía abiertos los túneles siglos después de que sus constructores los hubieran abandonado.
El patryn estaba tan interesado en los túneles como Limbeck. Cada vez se hacía más evidente que los sartán habían abandonado su trabajo. No sólo eso, sino que lo habían dejado inacabado..., y tal cosa no era en absoluto propia de aquellos humanos que habían conseguido el poder y la consideración de semidioses. La gran máquina, cuyos latidos, golpes y martilleos seguían oyéndose incluso a gran profundidad, funcionaba (según había observado Haplo) por sí misma, siguiendo sus propios impulsos y haciendo su propia voluntad.
Y no hacía nada. Nada creativo que Haplo pudiera observar. Acompañando a Limbeck y a los miembros de la UAPP, Haplo había viajado a lo largo y ancho de Drevlin y había inspeccionado la enorme máquina allí donde había estado. La máquina derribaba edificios, excavaba agujeros, construía nuevos edificios, rellenaba agujeros, rugía y resoplaba, y zumbaba y echaba vapor, todo ello con un inmenso gasto de energía. Pero el resultado de todo ello era que no hacía nada.
Una vez al mes, según había oído Haplo, los «welfos» descendían de lo alto con sus trajes metálicos en sus naves voladoras y recogían la sustancia más preciosa: el agua. Los welfos llevaban siglos haciéndolo y los gegs habían terminado por convencerse de que éste era el propósito último de su amada y sagrada máquina: producir agua para los divinos welfos. Sin embargo, Haplo había constatado que el agua era un mero subproducto de la Tumpa-chumpa, tal vez incluso un producto de desecho. El propósito de la fabulosa máquina era, sin duda, algo más importante, algo mucho más grandioso que escupir agua para saciar la sed de la nación elfa. No obstante, cuál pudiera ser ese propósito y por qué los sartán se habían marchado antes de alcanzarlo eran dos incógnitas que Haplo no podía ni empezar a desentrañar.
No iba a encontrar la respuesta en los túneles. Tal vez diera con ella más adelante. Haplo, como todos los patryn, había aprendido que la impaciencia —el menor desliz en el control de las tensas riendas con que uno se dominaba a sí mismo— podía conducir al desastre. El Laberinto no tenía piedad con los descuidados. La paciencia, una paciencia infinita, era uno de los regalos que los patryn habían recibido del Laberinto, aunque les llegara empapado en su propia sangre.
Los gegs se mostraban excitados, ruidosos y vocingleros. Haplo avanzó por los túneles tras ellos, sin causar más ruido del que hacía su sombra, recortada por la luz de las lámparas de los gegs. El perro avanzaba al trote junto a él, silencioso y vigilante como su amo.
—¿Estáis seguros de que éste es el camino? —preguntó Jarre en más de una ocasión, cuando daba la impresión de que estaban caminando en interminables círculos.
Los guías gegs le aseguraron que sí. Al parecer, varios ciclos atrás, el cerebro mecánico de la Tumpa-chumpa había decidido que debía abrir los túneles. Y así lo había hecho, taladrando el suelo con sus puños y pies de hierro. Los gegs se habían afanado debajo de ella, apuntalando los muros y proporcionando apoyo a la máquina. Entonces, tan de improvisto como había empezado, la Tumpa-chumpa había cambiado de idea y se había lanzado en otra dirección totalmente distinta. Los dos gegs que ahora los conducían habían formado parte de aquel truno de zapadores y conocían los túneles casi mejor que sus propias casas.
Por desgracia, los túneles no estaban desiertos, como había esperado Haplo. Los gegs los utilizaban para desplazarse de un lugar a otro y, camino de la Factría, los miembros de la Unión se cruzaron con muchos de ellos. La presencia de Haplo creó una gran expectación y los guías se sintieron obligados a proclamar a todos quién era, y que el geg que lo acompañaba era Limbeck. Así, casi todos los gegs que no tenían otros asuntos más urgentes que atender decidieron seguir a la comitiva.
Pronto se congregó una multitud de gegs que avanzaba por los túneles camino de la Factría. «Adiós al sigilo y a la sorpresa», se dijo Haplo, a quien le quedó el consuelo de saber que podría haber recorrido el túnel un ejército de gegs a lomos de dragones aullantes sin que nadie en la superficie se enterase de ello, debido al estruendo de la máquina.
—Hemos llegado —gritó uno de los gegs con voz atronadora, y señaló una escalera metálica vertical que ascendía por un hueco hasta perderse en la oscuridad. Haplo echó un vistazo al siguiente tramo del túnel, observó la existencia de otras numerosas escaleras similares colocadas a intervalos (era la primera vez que encontraban un fenómeno semejante) y dedujo que el geg tenía razón. Evidentemente, aquellas escaleras conducían a alguna parte. Confió en que llevaran a la Factría.
Haplo indicó por señas a los guías, a Jarre y a Limbeck que se acercaran. Con un gesto de la mano, Jarre mantuvo a distancia al resto del numeroso tropel de gegs.
—¿Qué hay en lo alto de la escalera? ¿Cómo entramos en la Factría?
Los gegs le explicaron que había un agujero en el suelo, cubierto con una tapa de metal. Moviendo la tapa, se accedía a la planta baja de la Factría.
—Esa Factría es un lugar enorme —dijo Haplo—. ¿A qué lugar de ella saldremos? ¿En cuál se encuentra ahora ese dios?
Sus preguntas provocaron una larga discusión. Un geg había oído que el dios estaba en la sala del dictor, dos pisos por encima de la planta baja. Según el otro geg, había sido conducido a la Sala de Juntos por orden del survisor jefe.
—¿Qué es eso? —preguntó Haplo con voz paciente.
—Es el lugar donde se celebró
mi
juicio —explicó Limbeck, a quien se le iluminó el rostro con el recuerdo de su momento de suprema importancia—. Presiden el lugar la estatua de un dictor y la silla que ocupa el survisor jefe durante el juicio.
—¿Dónde queda esa sala?
Los gegs calcularon que un par de escaleras más allá y todo el grupo avanzó en esa dirección. Los dos guías continuaron discutiendo entre ellos hasta que Jarre, tras lanzar una avergonzada mirada a Haplo, les ordenó en tono severo que cerraran la boca.
—Les parece que es por aquí —añadió a continuación, apoyando la mano en los peldaños metálicos de la escalera vertical.
Haplo asintió.
—Yo iré delante —indicó, en el tono de voz más bajo que le permitiera hacerse oír sobre el estruendo de la máquina.
Los guías gegs protestaron. Era su aventura: ellos conducían al grupo y ellos tenían que ser los primeros en subir.
—Ahí arriba podría haber gardas del survisor jefe —insinuó Haplo—. Y ese presunto dios podría ser peligroso.