Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Hugh avanzó unos pasos hacia la estatua. Profundamente absorto en la conversación, al parecer, Haplo lo imitó. Sin embargo, tuvo tiempo de echar una mirada indiferente al criado. La piel de Alfred había adquirido una palidez mortal y sus ojos seguían fijos en las manos del patryn, como si el chambelán ansiara con desesperación atravesar las vendas con la mirada.
—Entonces, tú también estás atrapado aquí, ¿no es eso? —inquirió
la Mano.
Haplo asintió.
—¿Y quieres...? —Hugh no terminó la frase. Estaba seguro de cuál iba a ser la respuesta, pero quería que fuera su interlocutor quien la pronunciara.
—¡... quiero salir! —completó sus palabras Haplo, categóricamente.
Esta vez fue Hugh quien asintió. Los dos hombres se entendían a la perfección. Entre ellos no existía confianza, pero ésta no era necesaria mientras cada uno de ellos pudiera utilizar al otro para conseguir un objetivo común. Eran compañeros de cama que, al parecer, no se pelearían por las mantas. Los dos continuaron su conversación en un murmullo, estudiando el problema que debían resolver.
Alfred seguía mirando las manos del desconocido. Bane, con el entrecejo fruncido, observaba también a Haplo. Los dedos del chiquillo acariciaban el amuleto que colgaba de su cuello. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la pregunta de Limbeck.
—Entonces, ¿no eres un dios? —Llevado por un impulso irresistible, Limbeck se había acercado a Bane.
—No —respondió éste, apartando los ojos de Haplo. Cuando se volvió hacia el geg, el príncipe dulcificó rápida y cuidadosamente su áspera expresión—. No lo soy, pero mis compañeros me han aconsejado que le dijera lo contrario a ese rey vuestro, el survisor, para que no nos hicieran daño.
—¿Haceros daño? —Limbeck parecía desconcertado. Tal idea escapaba de su comprensión.
—En realidad, soy un príncipe del Reino Superior —prosiguió el chiquillo—. Mi padre es un poderoso hechicero. Ibamos a verlo cuando nuestra nave se accidentó.
—¡Me encantaría ver el Reino Superior! —Exclamó Limbeck—. ¿Cómo es?
—No estoy seguro. No lo he visitado nunca, ¿sabes? He pasado toda mi vida en el Reino Medio, con mi padre adoptivo. Es una larga historia.
—Tampoco yo he estado nunca en el Reino Medio, pero he visto grabados en un libro que descubrí en una nave welfa. Te contaré cómo lo encontré.
Limbeck empezó a recitar su narración preferida: la de cómo había topado con la nave elfa. Bane, impaciente, volvió la cabeza para mirar a Haplo y Hugh, que conferenciaban delante de la estatua del dictor. Alfred seguía murmurando para sí. Nadie prestaba la menor atención a Jarre.
A ésta no le gustaba nada de lo que veía. No le gustaban los dos dioses altos y fornidos que intercambiaban ideas y hablaban en un idioma incomprensible para ella. No le gustaba la manera en que Limbeck miraba al niño dios, ni la manera en que éste miraba a los demás. Ni siquiera le gustaba cómo había tropezado y caído al suelo el otro dios alto y desgarbado. Jarre tuvo la sensación de que aquellos dioses, como parientes pobres que llegaran de visita, iban a devorar toda la comida y, cuando hubieran dado cuenta de ella, se marcharían dejando a los gegs con la despensa vacía.
Jarre se acercó furtivamente a los dos guías gegs, que aguardaban nerviosos junto a la boca del pozo.
—Decid a todos que suban —les dijo en el tono de voz más bajo posible para un geg—. El survisor jefe ha tratado de engañarnos con unos falsos dioses. ¡Los capturaremos y los llevaremos ante el pueblo para demostrar que el survisor es un falsario!
Los guías observaron a los presuntos dioses y cruzaron una mirada. Aquellos dioses no parecían demasiado impresionantes. Eran altos, sí, pero no muy robustos. Sólo uno de ellos portaba un arma de aspecto intimidador. Si se le echaba encima un montón de gegs, no tendría ocasión de emplearla. Haplo había lamentado la desaparición del legendario valor de los gegs, pero la llama no se había apagado por completo. Sólo había quedado enterrada bajo siglos de sumisión y de trabajos forzados. Ahora que se habían removido las ascuas, esa llama empezaba a parpadear de nuevo aquí y allá.
La pareja de gegs descendió por la escalerilla, presa de una gran excitación. Jarre se inclinó hacia adelante y observó cómo bajaban los peldaños. El rostro cuadrado de la enana, débilmente iluminado por las luces del fondo del pozo, resultaba imponente, casi etéreo, visto desde abajo. Más de un geg evocó de improviso una imagen de los tiempos antiguos, cuando las sacerdotisas de los clanes los convocaban a la guerra.
Ruidosos, pero exhibiendo la misma disciplina con la que habían aprendido a servir a la gran máquina, los gegs subieron uno tras otro por la escalera. El estruendo incesante que lo llenaba todo hizo que nadie los oyera.
Olvidado en la confusión, el perro de Haplo permaneció tendido al pie de la escalera. Con el hocico sobre las patas, miró y escuchó, y pareció sopesar si su amo había hablado en serio, realmente, al decirle que se quedara allí, quieto.
WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
Haplo escuchó un gañido y notó que una pata le tocaba la pierna. Apartando la atención de las imágenes que aparecían en el globo ocular del dictor, volvió la vista hacia sus pies.
—¿Qué sucede, muchacho? Creía haberte dicho que... ¡Ho! —El patryn advirtió la presencia de los gegs que surgían del agujero.
Simultáneamente,
la Mano
escuchó un ruido tras él y le dio la espalda a Haplo, volviéndose hacia la entrada principal de la Factría.
—Tenemos compañía —masculló Hugh—. El survisor jefe y sus guardianes.
—Por aquí también llegan visitas —replicó Haplo.
Hugh dirigió una rápida mirada hacia el agujero y llevó la mano a la espada, pero Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.
—No, nada de luchas. Son demasiados y, además, no pretenden hacernos daño. Quieren aclamarnos. Somos su premio o su botín. Parece que estamos atrapados en mitad de unos disturbios. Será mejor que te ocupes de ese príncipe tuyo.
—Es una inversión para mí... —empezó a decir Hugh.
—¡Los gardas! —exclamó Jarre al descubrir la presencia del survisor jefe—. ¡Deprisa! ¡Coged a los dioses antes de que nos lo impidan!
—Entonces, será mejor que vayas a proteger tu inversión —sugirió Haplo.
—¿Qué sucede? —soltó Alfred al ver que Hugh corría hacia el príncipe, espada en mano.
Los dos grupos de gegs intercambiaban gritos e insultos, agitaban los puños y recogían armas improvisadas del suelo de la Factría.
—Tenemos problemas. Coge al chico y ve con... —comenzó a decir Hugh—. ¡No! ¡Maldita sea, no vayas a desmayarte...!
Alfred puso los ojos en blanco. Hugh alargó la mano para darle una sacudida, un bofetón o algo parecido, pero era demasiado tarde. El cuerpo fláccido del chambelán se derrumbó y rodó sin gracia a los pies de la estatua del dictor.
Los gegs se precipitaron hacia los dioses. El survisor jefe advirtió al instante el peligro y ordenó a sus gardas que cargaran contra los gegs. Con gritos vehementes, unos a favor de la Unión y otros en defensa del survisor, los dos grupos chocaron. Por primera vez en la historia de Drevlin, se produjo un intercambio de golpes con derramamiento de sangre. Haplo cogió a su perro en brazos, se retiró entre las sombras y observó la escena en silencio, con una sonrisa.
Jarre se quedó cerca del agujero, ayudando a los gegs a salir e incitándolos a atacar. Cuando hubo subido el último geg de los túneles, miró a su alrededor y descubrió que la pelea ya había estallado sin ella. Peor aún, había perdido completamente de vista a Limbeck, Haplo y los tres extraños seres. Encaramándose de un salto a una caja, echó una ojeada sobre las cabezas de la masa de combatientes y advirtió la presencia del survisor y del ofinista jefe cerca de la estatua del dictor. Horrorizada, comprobó que los dos dirigentes aprovechaban la confusión para llevarse en secreto no sólo a los dioses, ¡sino también al augusto líder de la UAPP!
Furiosa, Jarre saltó de la caja y corrió hacia ellos, pero se encontró en medio del tumulto. A empujones, apartando a manotazos a los gegs que se interponían en su camino, se abrió paso dificultosamente hacia la estatua. Cuando llegó por fin a su objetivo estaba sofocada y jadeante, llevaba los pantalones desgarrados y el cabello caído sobre el rostro, y tenía un ojo cerrado de un golpe.
Los dioses habían desaparecido. Limbeck había desaparecido. El survisor jefe se había salido con la suya.
Con el puño apretado, Jarre se disponía a sacudir en la cabeza al primer garda que se acercara a ella cuando escuchó un gemido y, al mirar hacia abajo, vio dos grandes pies apuntando hacia el techo. No eran unos pies de geg. ¡Eran los pies de un dios!
Jarre rodeó a toda prisa la peana hasta quedar frente a la figura del dictor y advirtió con asombro que la base de la estatua estaba abierta de par en par. Uno de los dioses del survisor —el alto y desgarbado— había caído al parecer por aquella abertura y se hallaba en ella, mitad dentro y mitad fuera.
—¡He tenido suerte! —exclamó Jarre—. ¡Al menos, tengo a éste!
Volvió una mirada temerosa a su espalda, esperando encontrar a los gardas del survisor, pero nadie le había prestado atención en el fragor de la lucha. El survisor debía de estar concentrado en conducir a los dioses fuera de peligro y, sin duda, nadie había echado en falta a aquél, hasta el momento.
—Pero no tardarán en hacerlo. Tenemos que sacarte de aquí —murmuró Jarre. Al llegar junto al dios, vio que estaba caído en una escalera que conducía al interior de la estatua. Los peldaños, que descendían bajo el nivel del suelo, proporcionaban una vía de escape rápida y cómoda.
La enana vaciló. Estaba violando la estatua, el objeto más sagrado de los gegs. No tenía idea de por qué había aparecido allí aquella abertura ni de adonde conducía, pero no importaba. Sólo tenía intención de utilizar el hueco como escondite temporal. Esperaría allí dentro hasta que todo el mundo se hubiera marchado. Jarre pasó por encima del dios inconsciente y descendió unos peldaños. Después se volvió, tomó por las axilas al dios y lo arrastró al interior de la estatua dando tumbos, jadeando y a punto de resbalar.
Jarre no tenía ningún plan concreto en la cabeza. Sólo esperaba que, cuando el survisor jefe volviera en busca de aquel dios y descubriera la abertura en la estatua, ella ya hubiese conseguido trasladarlo a escondidas a la sede central de la UAPP.
Sin embargo, cuando tiró de los pies del dios para introducirlos en el hueco, la abertura se cerró silenciosa e inesperadamente y Jarre se encontró en completa oscuridad.
Se quedó sin mover un músculo e intentó decirse a sí misma que no sucedía nada, pero el pánico continuó creciendo en su interior hasta que le pareció que iba a reventar. La causa de aquel pánico no era el miedo a la oscuridad pues los gegs, que pasaban casi toda su vida en el interior de la Tumpa-chumpa, estaban acostumbrados a la ausencia de luz. Jarre se estremeció. Le sudaban las manos, tenía la respiración acelerada, el corazón le latía desbocado, y no sabía por qué. Entonces, de pronto, lo descubrió.
Todo estaba en silencio.
No se escuchaba la máquina, no llegaban a sus oídos los reconfortantes estampidos, silbidos y martilleos que habían arrullado sus sueños desde que naciera. Ahora no reinaba más que un silencio terrible, sobrecogedor. La vista es un sentido externo y separado del cuerpo, una imagen en la superficie del ojo. El sonido, en cambio, penetra en los oídos, en la cabeza, y vive en el interior de uno. En ausencia de otro sonido, el silencio resuena.
Abandonando al dios en la escalera, sobreponiéndose al dolor y olvidando el miedo a los gardas, Jarre se lanzó contra la puerta cerrada de la estatua.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayudadme!
Alfred recuperó el conocimiento pero, al incorporar la cabeza, empezó a escurrirse involuntariamente escaleras abajo y sólo se salvó de la caída agarrándose por puro reflejo a los peldaños hasta detenerse. Lleno de perplejidad, envuelto en una oscuridad total y con una
geg
chillando como un silbato de vapor junto a su oído, el chambelán tuvo que preguntar varias veces qué estaba sucediendo. La geg continuó sin prestarle atención. Por último, ascendiendo a gatas y a ciegas los peldaños por los que acababa de deslizarse, extendió una mano en dirección a la casi histérica Jarre.
—¿Dónde estamos?
Ella continuó dando golpes y chillando, sin hacerle el menor caso.
—¿Dónde estamos? —Alfred agarró a la geg con sus manazas (sin saber muy bien, en la oscuridad, por dónde la sujetaba) y empezó a zarandearla con energía—. ¡Basta! ¡Esto no sirve de nada! ¡Dime dónde estamos y tal vez pueda encontrar el modo de que los dos salgamos de aquí!
Sin entender muy bien lo que Alfred le decía, pero molesta con sus modales bruscos, Jarre volvió en sí con un jadeo y apartó al chambelán con un empujón de sus robustos brazos. Alfred trastabilló, resbaló y estuvo a punto de rodar escaleras abajo, pero consiguió evitar la caída.
—¡Ahora, escúchame! —Dijo Alfred, separando cada palabra y pronunciándolas lentamente y con claridad—. ¡Dime dónde estamos y tal vez pueda ayudarte a salir!
—¡No sé cómo! —Con la respiración aún alterada, temblando de pies a cabeza, Jarre rehuyó a Alfred encogiéndose todo lo posible en el rincón opuesto de la escalera—. Aquí eres un extraño. ¿Cómo ibas a ayudarme?