Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
—¡Oh, querido! —Dijo la geg en un enérgico susurro—. ¡No puedes imaginar dónde he estado! ¡No lo puedes imaginar!
Limbeck, notándola temblorosa entre sus brazos, le acarició el cabello con cierta perplejidad y le dio unas afectuosas palmaditas en la espalda.
—¡Pero eso no importa ahora! —Continuó ella, volviendo al grave asunto que tenían entre manos—. Los cantores de noticias dicen que el survisor jefe va a entregaros a los welfos. No te preocupes. Vamos a sacarte de aquí ahora mismo. El conducto de aire que ha encontrado Alfred llega hasta las afueras de la ciudad. No estoy muy segura de adonde iremos cuando hayamos huido de aquí, pero esta misma noche podemos salir de Wombe y...
—¿Te encuentras bien, Alfred? —preguntó Hugh mientras ayudaba al chambelán a evacuar el conducto.
—Sí, señor. —Alfred pasó por la abertura hecho un ovillo, trató de apoyar el peso en las piernas y se derrumbó sobre el suelo hecho un guiñapo—. Es decir, tal vez no —rectificó, sentado en el suelo de la cuba con una expresión dolorida en el rostro—. Temo que me he hecho daño, señor, pero no es nada grave. —Sosteniéndose sobre un pie con la ayuda de Hugh, apoyó la espalda en la pared de la cuba—. Puedo andar.
—Si no eras capaz de hacerlo ni con las dos piernas buenas...
—No es nada, señor. La rodilla...
—¿Sabes qué, Alfred? —Lo interrumpió Bane—. ¡Vamos a enfrentarnos a los elfos!
—¿Cómo dices, Alteza?
—No vamos a tener que escapar, Jarre —explicó Limbeck—. Al menos, yo no pienso hacerlo. Me propongo dirigir un discurso a los welfos y solicitarles ayuda y cooperación. Así, los welfos nos conducirán a los reinos superiores y entonces podré ver la verdad, Jarre. ¡Podré verla con mis propios ojos!
—¡Dirigir un discurso a los welfos! —jadeó Jarre, a quien la asombrosa declaración había dejado sin aliento.
—Sí, querida. Y tú tienes que difundir la noticia entre nuestro pueblo, pues necesitaremos su colaboración. Haplo te dirá lo que debes hacer.
—No pensarás..., pelearte con nadie, ¿verdad?
—No, querida —contestó Limbeck mientras se mesaba la barba—. Vamos a cantar.
—¡A cantar! —Jarre miró al resto de los presentes con aire de absoluto desconcierto—. Yo..., yo no sé mucho acerca de los welfos. ¿Les gusta la música?
—¿Qué está diciendo la enana? —Quiso saber Hugh—. ¡Alfred, tenemos que poner en marcha ese plan! Ven aquí y traduce mis palabras. Tengo que enseñarle esa canción antes del amanecer.
—Muy bien, señor —dijo Alfred—. Supongo que te estás refiriendo a la canción de la
Batalla de Siete Campos.
—Sí. Dile a esa geg que no se preocupe por el significado de las palabras. Tendrán que aprenderla a cantar en idioma humano. Haz que la aprenda de memoria línea por línea y te la repita para estar seguros de que ha captado las palabras. La música no ha de resultarles muy difícil, pues los niños siempre la están tarareando.
—Yo te ayudaré —se ofreció Bane.
Haplo, puesto en cuclillas, acarició al perro, observó la escena y escuchó la conversación sin intervenir.
—¿Jarre? Es así como te llamas, ¿no? —Hugh se acercó a los dos gegs mientras Bane bailaba a su lado. Bajo la luz vacilante, la expresión de
la Mano
era sombría y severa. Los ojos azules de Bane brillaban de excitación—. ¿Puedes congregar a tu pueblo y hacer que aprenda esta canción y que acuda a la ceremonia? —Alfred se encargó de traducir—. Ese rey vuestro ha dicho que los welfos llegarían hoy a mediodía, de modo que no dispones de mucho tiempo.
—¡Cantar! —murmuró Jarre con la mirada fija en Limbeck—. ¿De veras te propones irte, subir a esos otros reinos?
Limbeck se quitó las gafas, frotó los cristales en la manga de la camisa y se las volvió a poner.
—Sí, querida. Si a los welfos no les parece mal...
—«Si a los welfos no les parece mal...» —tradujo Alfred, lanzando una expresiva mirada a Hugh.
—No te preocupes por los welfos, Alfred —intervino Haplo—. Limbeck va a pronunciar un discurso.
—¡Oh, Limbeck! —Jarre, muy pálida, se mordió el labio inferior—. ¿Estás seguro de que debes subir ahí? Yo creo que no deberías dejarnos. ¿Qué hará la Unión sin ti? Si te largas de esta manera..., ¡parecerá que el survisor jefe ha salido vencedor!
—No había pensado en eso —murmuró Limbeck, frunciendo el entrecejo. Se quitó las gafas y empezó a limpiar los cristales. Luego, en lugar de volver a ponérselas, las guardó en el bolsillo con aire ausente. Miró a Jarre y parpadeó como preguntándose por qué la veía tan borrosa—. No sé... Quizá tengas razón tú, querida.
Hugh apretó los dientes con frustración. No sabía qué estaban diciendo, pero advirtió que el geg titubeaba en su decisión y supo que aquello podía costarle la nave y, probablemente, la vida. Se volvió con impaciencia hacia Alfred en busca de ayuda pero el chambelán, renqueante de un pie, parecía encogido y abrumado, como si se sintiera muy triste y desgraciado. Hugh empezaba a reconocer interiormente que debería confiar en Haplo cuando vio que éste, con un gesto de la mano, mandaba al perro hacia la pareja de gegs.
Atravesando el suelo de la cuba, el animal se acercó a Limbeck y apoyó el morro en su mano. Limbeck se sobresaltó ante el inesperado contacto con el frío hocico y retiró la mano. Sin embargo, el perro no se apartó y clavó los ojos en él, al tiempo que meneaba lentamente el rabo de un lado a otro. La mirada miope del geg pasó del perro a su amo, atraída por un impulso irresistible. Hugh dirigió una rápida mirada a Haplo para intuir qué mensaje le estaba transmitiendo, pero el rostro del hombre estaba relajado y tranquilo, con su habitual sonrisa apacible.
Limbeck acarició al perro, con gesto ausente, mientras sus ojos permanecían fijos en Haplo. Por fin, exhaló un profundo suspiro.
—¿Querido? —Jarre lo tocó en el brazo.
—La verdad. Y mi discurso. Tengo que pronunciar el discurso. Voy a ir, Jarre, y cuento contigo y con nuestro pueblo para que me ayudéis. ¡Y, a mi regreso, cuando haya visto la verdad, empezaremos la revolución!
Jarre advirtió en la voz de Limbeck el tono terco que ya conocía y comprendió que era inútil discutir con él. Además, ni siquiera estaba segura de querer hacerlo. Una parte de ella estaba excitada ante la perspectiva de lo que se proponía hacer Limbeck, pues aquello era realmente el inicio de la revolución. Pero, esto significaba su separación y Jarre no se había dado cuenta hasta aquel momento de lo mucho que amaba a aquel geg.
—Podría acompañarte —propuso, pues.
—No, querida —respondió Limbeck, mirándola con cariño—. Marcharnos los dos no serviría de nada. —Dio un paso adelante y llevó las manos hacia donde sus miopes ojos creyeron que Jarre tenía sus hombros. Ella, acostumbrada al gesto, se acercó un poco para colocarse donde Limbeck creía que estaba—. Tú debes preparar al pueblo para mi regreso.
—¡Lo haré!
El perro, asaltado por un súbito escozor, se sentó para rascarse con una de las patas traseras.
—Empieza a enseñarle la canción, maese Hugh —propuso Alfred.
Traducido por el chambelán, Hugh dio las instrucciones pertinentes a Jarre, le enseñó la canción y volvió a encaramarla al conducto de aire. Limbeck se acercó a la abertura y, antes de que Jarre se marchara, extendió la mano para asir la de ella.
—Gracias, querida. Estoy seguro de que esto es lo mejor.
—Sí, yo también lo estoy.
Para ocultar el nudo que tenía en la garganta, Jarre se inclinó y estampó un tímido beso en la mejilla de Limbeck. Agitando la mano, se despidió de Alfred, quien le respondió con una solemne reverencia; tras esto, la geg dio media vuelta rápidamente y empezó a ascender por el conducto de aire.
Hugh y Haplo levantaron la reja y la colocaron en su sitio como mejor pudieron, utilizando los puños como martillos.
—¿Te has hecho mucho daño, Alfred? —preguntó Bane, luchando contra el sueño y las ganas de volver a la cama, por si se perdía algo importante.
—No, Alteza. Te agradezco tu interés.
Bane asintió con un bostezo.
—Creo que voy a acostarme, Alfred. No para dormir, que quede claro; sólo para descansar.
—Deja que te arregle las mantas, Alteza. —Alfred echó una rápida mirada a hurtadillas hacia Hugh y Haplo, que seguían golpeando la reja—. ¿Te molesta que te haga una pregunta?
Bane bostezó hasta que le crujieron las mandíbulas. Con los párpados casi cerrados, se dejó caer al suelo de la cuba y respondió, soñoliento:
—Claro que no.
—Alteza... —Alfred bajó la voz y mantuvo los ojos fijos en la manta que, como de costumbre, retorcía y arrugaba con torpeza entre sus manos sin conseguir arreglarla—, cuando miras a ese tal Haplo, ¿qué ves?
—Veo a un hombre. No muy agradable, pero tampoco repulsivo como Hugh. Ya que me lo preguntas, ese Haplo no es nada especial. ¡Eh, Alfred!, ya estás montando un lío con esa manta, como siempre.
—No, Alteza. Ahora lo soluciono. —El chambelán continuó maltratando la manta—. Volviendo a mi pregunta, no era a eso a lo que me refería.
Alfred hizo una pausa y se humedeció los labios. Sabía que, sin duda, su siguiente pregunta daría qué pensar a Bane; con todo, también consideraba que no tenía otra elección, dadas las circunstancias. Tenía que descubrir la verdad.
—¿Qué es lo que ves con..., con tu visión especial?
Bane abrió los ojos como platos y luego los entrecerró, con un destello de astucia y perspicacia. El brillo de inteligencia desapareció de ellos tan deprisa, enmascarado por la falsa mueca de inocencia, que Alfred lo habría creído producto de su imaginación si no lo hubiera visto ya en ocasiones anteriores.
—¿Por qué lo preguntas, Alfred?
—Por pura curiosidad, Alteza. Sólo por eso.
El chiquillo lo observó con aire especulativo, calculando tal vez cuánta información más podría conseguir del chambelán con halagos. Quizás estaba sopesando si sacaría más diciendo la verdad, mintiendo o combinando ambas cosas de la manera más conveniente.
El príncipe dirigió una cauta mirada furtiva a Haplo, se inclinó hacia Alfred y añadió en tono confidencial:
—No veo nada.
Alfred se sentó en cuclillas, con un gesto de preocupación en su rostro contraído y agobiado, y miró intensamente a Bane tratando de determinar si el muchacho era sincero o no.
—Sí —continuó Bane, tomando la mirada por otra pregunta—. No veo nada. Y sólo conozco a otra persona con la que me suceda lo mismo: tú, Alfred. ¿Qué deduces de ello?
El muchacho lo miró con unos ojos luminosos, resplandecientes. De pronto, la manta pareció extenderse sola, lisa y perfecta, sin la menor arruga.
—Ya puedes acostarte, Alteza. Parece que mañana nos espera otro día emocionante.
—Te he hecho una pregunta, Alfred —insistió el príncipe mientras se acostaba, obediente.
—Sí, Alteza. Debe de ser una coincidencia. Nada más.
—Supongo que tienes razón, Alfred.
Bane le dirigió una dulce sonrisa y cerró los ojos. La sonrisa se mantuvo en sus labios; el muchacho debía de estar riéndose de alguna gracia íntima.
Alfred se dio un masaje en la rodilla y llegó a la conclusión de que, una vez más, había metido la pata. Le acababa de dar una pista a Bane y antes, contraviniendo todas las órdenes expresas al respecto, había conducido a un ser de otra raza a la cámara del mausoleo y le había permitido salir de nuevo. De todos modos, se dijo, ¿tenía aquello alguna importancia, todavía? ¿De veras importaba?
No pudo evitar una mirada a Haplo, que se estaba preparando para pasar la noche. Ahora, Alfred sabía la verdad; sin embargo, se resistió a aceptarla. Se dijo a sí mismo que era una coincidencia. Bane no conocía a todas las personas del mundo. Podía haber muchas cuya vida pasada resultara invisible a sus facultades clarividentes.
El chambelán vio que Haplo se acostaba, vio que le daba unas palmaditas al perro y vio que el animal adoptaba una posición protectora al costado de su amo.
«Tengo que asegurarme —pensó—. Tengo que salir de dudas y así se tranquilizará mi mente. Y podré burlarme de mis temores.»
O podría prepararse para hacerles frente.
No, era mejor que dejara de pensar así. Bajo las vendas sólo encontraría llagas, como el hombre había dicho.
Alfred esperó. Limbeck y Hugh volvieron a sus camas y
la Mano
dirigió una mirada hacia el chambelán. Éste fingió dormir. El príncipe parecía profundamente dormido, pero no estaría de más asegurarse. Limbeck permanecía despierto, con la vista fija en el techo de la cuba, asustado y preocupado, repasando mentalmente todas sus resoluciones. Hugh apoyó la espalda en la pared de la cuba y, sacando la pipa, la sostuvo entre sus dientes y miró al vacío con aire sombrío.
El chambelán no disponía de mucho tiempo. Se apoyó sobre un codo, con los hombros hundidos y la mano junto al cuerpo, y se volvió hacia Limbeck. Levantando los dedos índice y corazón, dibujó entonces un signo en el aire. Musitando la runa, volvió a dibujar los trazos. Limbeck bajó los párpados, los alzó, le volvieron a caer y, tras unas vibraciones, quedaron definitivamente cerrados e inmóviles. La respiración del geg se hizo rítmica y pausada. Con movimientos ágiles y sigilosos, Alfred se volvió ligeramente hasta quedar de cara a
la Mano
y repitió el signo mágico. La cabeza de Hugh cayó hacia adelante. La pipa se deslizó de sus labios y resbaló hasta el regazo. A continuación, Alfred miró a Bane y dibujó la runa una vez más; si el chiquillo estaba despierto todavía, con esto quedaría dormido al instante.
Por fin, vuelto hacia Haplo, Alfred trazó el signo mágico y susurró las mismas palabras, pero esta vez con más concentración, con más fuerza.
Por supuesto, el perro era muy importante pero, si las sospechas de Alfred respecto al animal eran acertadas, todo saldría bien.
Se obligó a esperar pacientemente unos momentos más, para permitir que el encantamiento sumiera a todo el mundo en un sueño profundo. Nadie se movió. Todo estaba en silencio.
Alfred se puso en pie lenta y cautelosamente. El hechizo era poderoso; hubiera podido echar a correr por la cuba gritando, batiendo tambores y haciendo sonar las cornetas, y ninguno de los presentes habría pestañeado siquiera. Pese a ello, sus propios temores irracionales lo contenían, atenazaban sus pasos. Avanzó con sigilo y agilidad, sin asomo de cojera pues el dolor de la rodilla había sido fingido. Aun así, a juzgar por la lentitud de sus movimientos, el dolor podría haber sido auténtico y la herida, realmente debilitadora. Notaba los latidos del corazón en el cuello y tenía los ojos llenos de chiribitas que le oscurecían la visión.