Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Se obligó a continuar. El perro estaba dormido, con los ojos cerrados; de lo contrario, Alfred no habría podido acercarse a su amo. Sin atreverse a respirar, luchando contra unos espasmos en el pecho que lo dejaban sin aliento, el chambelán se arrodilló junto a la figura dormida de Haplo. Alargó una mano tan temblorosa que apenas consiguió guiarla hacia donde debía ir y se detuvo. En aquel instante, habría rezado una plegaria si hubiera habido algún dios cerca para oírla. Pero allí sólo estaba él.
Apartó las vendas que envolvían la mano de Haplo.
Allí, tal como había sospechado, estaban los símbolos mágicos.
Los ojos de Alfred se llenaron de unas lágrimas que le escocían y le impedían ver con claridad. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para volver a cubrir la piel tatuada con la venda para que Haplo no advirtiera que había hurgado en ella. Sin apenas ver por dónde iba, Alfred regresó a trompicones hasta su manta y se dejó caer en ella. Cuando su cuerpo tocó el suelo, le dio la impresión de que no se detenía, sino que seguía cayendo y cayendo en espiral por un oscuro pozo de inexpresable horror.
EN CIELO ABIERTO,
SOBRE EL TORBELLINO
El capitán de la nave elfa
Carfa'shon
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era miembro de la familia real. No un miembro muy importante, pero un miembro en cualquier caso, hecho del cual se sentía extraordinariamente consciente y así se lo hacía sentir también a quienes lo rodeaban. Con todo, había una pequeña cuestión acerca de aquella sangre real que nunca era aconsejable sacar a relucir, y era su desafortunada relación de parentesco con el príncipe Reesh'ahn, el líder de la rebelión que había estallado entre los elfos.
En los prósperos tiempos de antaño, el capitán solía proclamar modestamente que era nada menos que primo quinto del elegante, joven y guapo príncipe elfo. Ahora, tras la desgraciada actuación de Reesh'ahn, el capitán Zankor'el aseguraba a la gente que era apenas un primo quinto del hombre, y eso parecía poner un par de primos más de por medio.
Siguiendo la costumbre y tradición de toda la estirpe real elfa, tanto rica como pobre, el capitán Zankor'el servía a su pueblo trabajando dura y enérgicamente durante su vida. Y, siguiendo asimismo la tradición de la realeza, esperaba continuar sirviendo a los elfos en el momento de su muerte. A los señores y damas de sangre real no se les permite pasar apaciblemente al olvido eterno cuando les llega la hora, sino que sus almas son capturadas antes de que puedan alejarse aleteando para pasar el tiempo futuro en los eternos prados primaverales.
Las almas de la estirpe real son mantenidas entonces en extasis por los magos elfos, que emplean la energía de las almas para llevar a cabo su magia.
Debido a ello, es necesario que los magos acompañen constantemente a los miembros de la familia real, dispuestos en todo momento —de día y de noche, en la paz y en mitad de una feroz batalla— para hacerse cargo del alma si se produce la muerte
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. Los hechiceros destinados a tal deber tienen un título oficial,
weesham,
por el que se los nombra entre la alta sociedad elfa. En cambio, entre todos los demás se los conoce por
geir,
palabra cuyo antiguo significado era «buitre».
El geir sigue al elfo de sangre real desde la infancia hasta la vejez, sin abandonarlo nunca. Al nacer, al niño se le adjudica un geir y éste lo ve dar los primeros pasos, viaja con él durante los años de aprendizaje, vigila junto a su cama todas las noches (incluso la de bodas) y lo asiste en la hora de la muerte.
Los magos que aceptan esta tarea —que, entre los elfos, ha adquirido un carácter sagrado— son sometidos a un meticuloso aprendizaje. Se les estimula a desarrollar una estrecha relación personal con aquel sobre el cual extienden la sombra negra de sus alas. El o la geir no puede casarse, de modo que el pupilo se convierte en toda su vida, ocupando el lugar del marido, la esposa y el hijo. Como los geir son de más edad que sus pupilos (por lo general están entre los veinte y treinta ciclos cuando aceptan la responsabilidad de los niños), suelen asumir el papel adicional de mentor y confidente. Entre la sombra y su pupilo surgen muchas amistades profundas y duraderas. En tales casos, a menudo, los geir no sobreviven mucho tiempo a su protegido, sino que envía el alma a la Catedral del Albedo y luego se esconde para morir de pena.
Así pues, los miembros de la familia real viven, desde su nacimiento, con el recuerdo constante de su mortalidad revoloteando en torno a sus hombros. Y han llegado a vanagloriarse de los geir. Los magos de la túnica negra denotan la estirpe regia y simbolizan ante los elfos que sus líderes no sólo les sirven en vida, sino también tras la muerte. La presencia del geir tiene el efecto adicional de aumentar el poder real. Resulta difícil negarle al rey elfo lo que desea, con la figura de túnica oscura presente siempre a su lado.
Es comprensible que los miembros de la familia real, en especial los más jóvenes, sean un poco alborotados y temerarios y vivan la vida con despreocupación. Las fiestas reales suelen ser acontecimientos caóticos. El vino corre con prodigalidad y la alegría tiene un punto de frenesí, de histeria. Una doncella elfa refulgente, bellamente vestida, baila y bebe, y no se priva de nada que pueda darle placer pero, allí donde vuelva la mirada, tiene que ver a su geir de pie, apoyado en la pared, con los ojos siempre puestos en aquel o aquella cuya vida —y, más importante aún, cuya muerte— le ha sido confiada.
El capitán de la nave elfa de transporte de agua tenía su correspondiente geir y es preciso reconocer que a bordo había más de uno que deseaba que la sombra del primo quinto del príncipe Reesh'ahn diera pronto cumplimiento a su sagrada misión; la mayoría de quienes servían al capitán expresaban (en voz baja) la opinión de que el alma del capitán sería mucho más valiosa para el reino de los elfos si dejara de estar unida a su cuerpo.
Alto, delgado y bien parecido, el capitán Zankor'el sentía una gran consideración personal para consigo mismo y ninguna en absoluto para con aquellos que tenían la manifiesta desgracia de no ser de alto rango, de no ser de estirpe real y, en resumen, de no ser él.
—Capitán...
—¿Teniente?
Esto último siempre sonaba con un ligero retintín de suficiencia.
—Estamos entrando en el Torbellino.
—Gracias, teniente, pero no estoy ciego ni soy tan estúpido como tal vez lo fuera su último y difunto capitán. Viendo las nubes de tormenta, he sido capaz de deducir casi al instante que estábamos en una tormenta. Si quiere, puede pasar el anuncio al resto de la tripulación, que quizá no se ha dado cuenta.
El teniente se puso tenso y su piel clara enrojeció hasta un delicado tono carmesí.
—¿Puedo recordar al capitán con todo respeto que tengo la obligación reglamentaria de informarle de nuestra entrada en cielos peligrosos?
—Puede recordárselo si quiere, pero yo que usted no lo haría, porque al capitán le parece que está usted al borde de la insubordinación —replicó Zankor'el, llevándose a los ojos un catalejo y echando un vistazo por las portillas de la nave dragón—. Ahora, vaya abajo y encárguese de los esclavos. Por lo menos, supongo que para esta tarea estará preparado, ¿verdad, teniente?
El capitán no llegó a pronunciar en voz alta esta última frase, pero quedaba implícita en su tono de voz. Tanto el teniente como los demás tripulantes que se hallaban en el puente escucharon con toda claridad sus mudas palabras.
—Muy bien, señor —respondió el teniente Bothar'in. El tono carmesí había desaparecido de sus mejillas, dejándolas blancas de cólera contenida.
Ninguno de los otros miembros de la tripulación se atrevió a mirar a los ojos al teniente, pues era absolutamente inaudito que se enviara al segundo de a bordo a la cubierta inferior durante un descenso. Siempre era el propio capitán quien se encargaba de aquella arriesgada maniobra, ya que el control de las alas era fundamental para la seguridad de la nave. Se trataba de un puesto peligroso durante un descenso (el anterior capitán había perdido la vida allí abajo), pero un buen comandante ponía la seguridad de la nave y de la tripulación por encima de la suya y por ello, al ver que era el teniente quien bajaba a la cubierta inferior mientras el capitán se quedaba en el puesto más cómodo, en el puente, la tripulación elfa no pudo evitar intercambiar unas miradas sombrías.
La nave dragón se sumergió en la tormenta. Los vientos empezaron a sacudir el casco y en torno a él estallaron los relámpagos, casi cegadores, acompañados de unos truenos ensordecedores. En la cubierta de los galeotes, los esclavos humanos, sujetos a los correajes que los unían a las alas mediante cables, luchaban con todas sus energías para mantener derecha la nave y continuar el vuelo a través de la tormenta. Las alas habían sido cerradas lo más posible, reduciendo su efecto mágico para posibilitar el descenso. Sin embargo, las alas no podían plegarse del todo pues, de hacerlo, la magia dejaría de actuar por completo y la nave se desplomaría sin control hasta estrellarse en la superficie de Drevlin. Así pues, era preciso mantener un delicado equilibrio durante la maniobra, que era una tarea sencilla cuando el tiempo era bueno y despejado pero que entrañaba dificultades extremas en mitad de una furiosa tormenta.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó el contramaestre.
—Yo me encargaré de la maniobra aquí abajo —respondió el teniente.
El contramaestre echó un vistazo al rostro tenso y pálido del teniente, observó sus mandíbulas encajadas y sus labios apretados y comprendió la situación.
—Tal vez no sea pertinente que diga esto, señor, pero me alegro de que esté aquí usted, en lugar de él.
—Tiene razón, contramaestre, su comentario no es pertinente —respondió el teniente mientras ocupaba su posición delante de los galeotes.
Prudentemente, el contramaestre no dijo nada más, pero cruzó una mirada con el mago de la nave, cuya tarea consistía en mantener la magia en funcionamiento. El mago se encogió de hombros y el contramaestre sacudió la cabeza en gesto de negativa. Tras ello, los dos se dedicaron a sus respectivas tareas, que eran lo bastante complicadas como para exigir toda su atención.
Arriba, el capitán Zankor'el permanecía firme en la oscilante cubierta, con las piernas abiertas, contemplando a través del catalejo la masa de nubes que se arremolinaba debajo de la nave. El geir estaba sentado a su lado en una silla de cubierta; demudado de terror y mareado hasta la náusea, el mago se agarraba a todo lo que alcanzaban sus manos como si en ello le fuera la vida.
—Ten, weesham. Creo que he visto los Escollos Flotantes. Sólo ha sido un momento, en el ojo de ese remolino de nubes. ¿Quieres echar un vistazo? —añadió, ofreciéndole el catalejo.
—¡No lo permitan las almas de nuestros antepasados! —replicó el hechicero con un escalofrío. Ya era suficientemente terrible tener que viajar en aquel frágil artefacto de piel, madera y magia, para encima tener que mirar por dónde se desplazaban—. ¿Qué ha sido eso?
El hechicero levantó la cabeza con gesto alarmado y en su mentón afilado, desprovisto de barba, apareció un temblor. Abajo, en la cubierta de los galeotes, acababa de resonar un perceptible crujido. La nave cabeceó de pronto y el capitán perdió el equilibrio.
—¡Maldito sea ese Bothar'in! —masculló Zankor'el—. ¡Le abriré un expediente por esto!
—Si aún está vivo —acotó el pálido hechicero con un jadeo.
—¡Por su bien, será mejor que no lo esté! —exclamó el capitán, incorporándose.
Entre la tripulación se cruzaron nuevas miradas y un joven elfo imprudente llegó a abrir la boca para replicar, pero un compañero le dio un codazo en las costillas justo a tiempo y el joven tripulante se tragó sus palabras sediciosas.
Durante un aterrador instante, la nave pareció quedar fuera de control y a merced del viento. Se desplomó vertiginosamente y estuvo a punto de volcar por impulso de una violenta ráfaga de aire. Una corriente ascendente la elevó a continuación, para dejarla caer de nuevo. El capitán gritó maldiciones y órdenes contradictorias a la cubierta inferior, pero se cuidó mucho de abandonar la seguridad del puente. El geir se encogió en un rincón y la expresión de su rostro pareció dar a entender que ojalá hubiera escogido otra ocupación en su vida.
Por fin, la nave se enderezó y alcanzó el centro del Torbellino, donde reinaba la calma y lucía el sol, y donde, por contraste, el remolino de nubes que lo circundaba parecía mucho más negro y amenazador. Allá abajo, en Drevlin, los Escollos Flotantes titilaban brillantes bajo los rayos solares.
Construidos por los dictores con el propósito de estar permanentemente enfocados hacia el ojo de la eterna tormenta, los Escollos Flotantes eran el único lugar del continente donde los gegs podían alzar la vista y contemplar el rutilante firmamento, y sentir el calor del sol. No es de extrañar, pues, que aquél fuera para los gegs un lugar sagrado, y más aún por el hecho de que allí se producía el descenso mensual de los «welfos».
Tras un breve intervalo, durante el cual la respiración se hizo más relajada y muchos rostros pálidos recuperaron el color, el teniente hizo acto de presencia en el puente. El joven imprudente tuvo la osadía de entonar unos vítores que provocaron una mirada malévola del capitán, y el joven elfo comprendió que le quedaba poco tiempo como tripulante en aquella nave.