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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (43 page)

BOOK: Ala de dragón
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Los gegs se miraron el uno al otro, volvieron los ojos hacia Haplo y se apartaron de la escalera. No hubo más discusiones.

—¡Pero yo quiero verlos! —protestó entonces Limbeck, que empezaba a pensar que habían llegado hasta allí para nada.

—¡Silencio! —Lo reprendió Haplo—. Ya los verás. Sólo voy a subir para..., para echar un vistazo. Un reconocimiento. Volveré a buscarte cuando no haya riesgos.

—Haplo tiene razón, Limbeck, así que estate quieto —intervino Jarre—. Tú tendrás tu oportunidad muy pronto. ¡Sería un desastre que el survisor nos detuviera antes del mitin de esta noche!

Insistiendo en la necesidad de guardar silencio —al oír lo cual todos los
gegs
lo miraron como si estuviera completamente chiflado—, Haplo se volvió hacia la escalera.

—¿Qué hacemos con el perro? —preguntó Jarre—. No puede subir los peldaños y tú no puedes llevarlo encima.

Haplo se encogió de hombros, despreocupado.

—No le pasará nada, ¿verdad, perro? —Se inclinó y dio unas palmaditas en la cabeza al animal—. Tú, quieto aquí, ¿de acuerdo? Quieto.

El perro, con la boca abierta y la lengua fuera, se tumbó en el suelo y miró a su alrededor con interés y con las orejas muy erguidas.

Haplo inició el ascenso, escalando los peldaños lenta y cuidadosamente y dando tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la creciente oscuridad a medida que se alejaba de la brillante luz de las lámparas. La subida no fue muy larga y pronto advirtió que la luz procedente del fondo del hueco arrancaba reflejos como alfileres de una superficie metálica situada encima de él.

Extendió el brazo hacia la plancha metálica, apoyó la mano en ella y empujó hacia arriba con cautela y suavidad. La plancha cedió sin ofrecer resistencia y —comprobó aliviado— sin hacer ruido. No era que temiese problemas, sino que deseaba tener ocasión de observar a aquellos «dioses» sin que ellos lo vieran. Pensando con tristeza que, en los viejos tiempos, la amenaza —o promesa— del peligro habría movido a los enanos a lanzarse escaleras arriba en un vociferante tropel, Haplo maldijo en silencio a los sartán, levantó discretamente la tapa y asomó la cabeza.

Los focos bañaban la Factría con una luz mucho más intensa que la del día. Haplo pudo observar el lugar con toda claridad y comprobó, complacido, que los guías habían acertado en sus cálculos. Justo en su línea de visión se alzaba la estatua de una figura alta, envuelta en una túnica y encapuchada. Descansando en las inmediaciones de la estatua había tres siluetas humanas: dos adultos y un niño. A primera vista, ésta fue la impresión que le causaron, pero Haplo se dijo que los sartán también eran de ascendencia humana.

Inspeccionó detenidamente a cada uno de los tres pero, aun así, se vio obligado a reconocer que no era capaz de distinguir, por su mero aspecto, si aquellos humanos eran o no sartán. Uno de los adultos estaba sentado a la sombra de la estatua. Vestido con ropas sencillas, parecía de mediana edad y tenía un cabello ralo, con grandes entradas que destacaban aún más su frente abovedada y sobresaliente, y su rostro surcado de arrugas y cargado de inquietud. El hombre se movió, nervioso, y volvió una mirada preocupada hacia el niño. Al hacerlo, Haplo advirtió que sus movimientos, en especial los de manos y pies, eran torpes y desgarbados.

En agudo contraste con éste, el otro adulto presente tenía un aspecto tal que Haplo habría podido tomarlo por un colega superviviente del laberinto. Ágil y musculoso, el hombre producía la impresión de mantenerse en un involuntario estado de vigilia a pesar de que yacía en el suelo, relajado, fumando una pipa. Su rostro, con los profundos y oscuros cortes y la barba negra y crespa, reflejaba un alma de duro y frío hierro.

El niño era un niño, nada más, aunque era de destacar su considerable guapura. Un extraño trío. ¿Qué los habría juntado? ¿Qué los habría llevado allí?

Al pie de la escalera, uno de los excitadísimos gegs olvidó la orden de guardar silencio y preguntó a gritos —en lo que a él debió parecerle apenas un susurro— si Haplo podía ver algo.

El hombre de la barba crespa reaccionó al instante, se puso en pie de un brinco y sus ojos recorrieron las sombras mientras cerraba la mano en torno a la empuñadura de una espada. Haplo escuchó un resonante bofetón debajo de él y supo que Jarre había castigado convenientemente al infractor.

—¿Qué sucede, Hugh? —preguntó el hombre sentado a la sombra de la estatua. La voz era humana y temblaba de nerviosismo.

El hombre al que había llamado Hugh se llevó los dedos a los labios y dio unos pasos cautos en dirección a Haplo; no bajó la mirada pues de lo contrario habría visto la plancha, sino que continuó escrutando las sombras.

—Me ha parecido oír algo.

—No sé cómo puedes oír nada, aparte del matraqueo de esta maldita máquina —declaró el chiquillo mientras daba cuenta de un pedazo de pan, vuelto hacia la estatua.

—Cuida tu lenguaje, Alteza —lo regañó el hombre nervioso. Éste se había puesto en pie y parecía dispuesto a unirse a Hugh en su búsqueda, pero dio un traspié y sólo se salvó de caer de bruces agarrándose a la estatua—. ¿Ves algo, Hugh?

Los gegs, debido sin duda a la amenaza de recibir una caricia de Jarre, lograron guardar completo silencio. Haplo permaneció inmóvil, sin atreverse a respirar apenas, mirando y escuchando con atención.

—No —respondió Hugh—. Vuelve a sentarte antes de que te mates, Alfred.

—Habrá sido la máquina, hazme caso —replicó Alfred con cara de querer convencerse a sí mismo.

El muchacho, aburrido, arrojó el pedazo de pan al suelo y anduvo unos pasos hasta colocarse justo delante de la estatua del dictor. Una vez allí, alargó la mano para tocarla.

—¡No! —gritó Alfred con voz alarmada.

El muchacho dio un brinco y retiró la mano.

—¡Me has asustado! —exclamó en tono acusador.

—Lo siento, Alteza. Por favor..., aléjate de la estatua.

—¿Por qué? ¿Me va a hacer daño?

—No, Alteza. Sólo sucede que la estatua del dictor es..., es sagrada para los gegs. Seguro que no les gustaría ver que la molestas.

—¡Bah! —Replicó el pequeño, echando un vistazo a la Factría—. Se han ido todos. Además, parece como si la estatua quisiera darme la mano o algo así —soltó una risilla—. Tal como tiene puesta la mano, realmente parece que quiera estrecharla con la mía...

—¡No! ¡Alteza!

Pero el torpe hombrecillo llegó tarde para impedir que el muchacho alargara el brazo y encajara su mano en la palma mecánica del dictor. Para delicia del príncipe, el globo ocular parpadeó con una luz brillante.

—¡Mira! —Bane apartó la mano desesperada de Alfred, que intentaba tirar de su brazo—. ¡Déjame seguir! ¡Se ven imágenes! ¡Quiero mirar!

—¡Alteza, debo insistir! ¡Ahora estoy seguro de que he oído algo! Los gegs...

—Me parece que podemos tratar con esos gegs —lo interrumpió Hugh, acercándose para observar las imágenes—. Déjalo seguir, Alfred. Yo también quiero ver qué aparece.

Aprovechando la distracción del trío, Haplo emergió furtivamente del agujero, llevado también él de un profundo interés por la estatua.

—¡Mirad, es un mapa! —exclamó el pequeño, muy excitado.

Los tres estaban concentrados en el globo ocular. Haplo se acercó con sigilo por detrás y reconoció las imágenes que parpadeaban en la superficie del ojo como un mapa del Reino del Aire. Un mapa considerablemente parecido al que su amo había descubierto en las Mansiones de los Sartán, en el Nexo. En la parte superior estaban las islas conocidas como los Señores de la Noche. Debajo de ellas quedaba el firmamento y en sus proximidades flotaba la isla del Reino Superior. Después venía el Reino Medio. Más abajo aparecían el Torbellino y la tierra de los gegs.

Lo más sorprendente era que el mapa se movía. Las islas se desplazaban en sus órbitas oblicuas, las nubes de la tormenta giraban en espiral y el sol quedaba oculto periódicamente por los Señores de la Noche.

Luego, de pronto, las imágenes cambiaron. Las islas y continentes dejaron de trazar sus órbitas y se alinearon en fila, cada reino inmediatamente debajo del superior. A continuación, la imagen parpadeó, titubeó y se detuvo.

El llamado Hugh no pareció muy impresionado.

—Una linterna mágica. Ya las había visto en el reino de los elfos.

—Pero ¿que significa? —Preguntó el muchacho, mirando con fascinación el globo—. ¿Por qué todo da vueltas y, de pronto, se detiene?

Haplo estaba haciéndose la misma pregunta. También había visto con anterioridad una linterna mágica. En su nave llevaba algo parecido, que proyectaba imágenes del Nexo, pero había sido diseñado por su amo y era mucho más complicado. A Haplo le dio la impresión de que debía haber más imágenes de las que estaban viendo, pues se habían detenido bruscamente y se advertía que quedaba alguna a medio pasar.

Se escuchó entonces un grave chirrido y, de pronto, las imágenes se animaron de nuevo. Alfred, a quien Haplo tomó por una especie de criado, empezó a extender la mano para estrechar la de la estatua, con el probable propósito de detenerlas.

—Por favor, no lo hagas —dijo Haplo con su voz calmosa.

Hugh giró en redondo, desenvainó la espada y se enfrentó al intruso con una agilidad y una habilidad que Haplo aplaudió interiormente. El hombre nervioso cayó derrumbado al suelo y el niño, volviéndose, contempló al patryn con unos ojos azules en los que, más que miedo, había astucia y curiosidad.

Haplo permaneció donde estaba con las manos en alto, mostrando las palmas.

—No estoy armado —le aseguró a Hugh. Al patryn no le daba ningún miedo la espada del hombre. No había en aquel mundo ninguna arma que pudiera herirlo, protegido como estaba por las runas grabadas en su cuerpo, pero debía evitar la lucha pues el mero acto de protegerse pondría al descubierto, a ojos conocedores, quién y qué era realmente—. No le deseo ningún mal a nadie. —Sonrió y se encogió de hombros, siempre con las manos levantadas y visibles—. Soy como el chico. Sólo quiero ver las imágenes.

De todos ellos, fue el chico quien más intrigó a Haplo. El cobarde criado, hecho un patético guiñapo en el suelo, no mereció su interés. Respecto al hombre que parecía ser un guardaespaldas, también podía despreocuparse de él una vez que hubo comprobado su fuerza y agilidad. En cambio, cuando miró al chiquillo, Haplo notó un escozor en los signos mágicos de su pecho y supo, gracias a esa sensación, que le estaba afectando algún encantamiento. Su propia magia entraba en acción automáticamente para repelerlo, pero Haplo advirtió con sorpresa que el hechizo que intentaba arrojarle el pequeño no habría funcionado en ningún caso. Su magia, fuera cual fuese el origen, había sido destruida.

—¿De dónde has salido? ¿Quién eres? —exigió saber Hugh.

—Me llamo Haplo. Mis amigos, los gegs —señaló el agujero del que había salido; al escuchar una conmoción, supuso que el siempre curioso Limbeck había subido tras él— y yo nos hemos enterado de vuestra llegada y hemos decidido que debíamos encontrarnos y hablar en privado, si era posible. ¿Hay gardas del survisor jefe por aquí?

Hugh bajó un tanto la espada, aunque sus ojos pardos siguieron atentos al menor movimiento de Haplo.

—No, se han marchado. Pero probablemente nos vigilan.

—Sin duda. Entonces, no tenemos mucho tiempo antes de que se presente alguien.

Limbeck apareció detrás de Haplo, jadeando y resoplando después de su rápido ascenso por la escalerilla. El geg miró de reojo la espada de Hugh, pero pudo más la curiosidad que el miedo.

—¿Sois dictores? —preguntó, pasando la mirada de Haplo al muchacho.

Haplo, que observaba atentamente a Limbeck, vio una expresión de asombro que alisaba su rostro. Los ojos miopes del geg, empequeñecidos tras las gafas, se abrieron como platos.

—Tú eres un dios, ¿verdad?

—Sí —respondió el niño, en el idioma de los gegs—. Soy un dios.

—¿Alguno de ésos habla la lengua de los humanos? —preguntó Hugh, indicando a Limbeck, Jarre y los otros dos gegs, que asomaban con cautela la cabeza por el agujero.

Haplo dijo que no con la cabeza.

—Entonces, a ti puedo decirte la verdad —le confío Hugh—. Ese chico es tan dios como tú o como yo. —A juzgar por la expresión de los ojos pardos, Hugh había llegado a la misma conclusión respecto a Haplo que éste respecto a él. Seguía mostrándose cauto, suspicaz y alerta, pero las posadas llenas obligan a veces a dormir con extraños compañeros de cama, si no quiere uno pasar la noche al raso—. El Torbellino atrapó nuestra nave y la estrelló contra Drevlin, no lejos de aquí. Los gegs nos han encontrado y nos han tomado por dioses, de modo que les hemos seguido la corriente.

—Igual que yo —dijo Haplo, asintiendo. Dirigió una mirada al criado, que había abierto los ojos y miraba a su alrededor con aire confundido—. ¿Quién es ése?

—El chambelán del chico. Yo soy Hugh,
la Mano.
Ése es Alfred y el niño se llama Bane y es hijo del rey Stephen de Ulyandia y las Volkaran.

Haplo se volvió hacia Limbeck y Jarre —que observaba al trío con intensa suspicacia— y efectuó las presentaciones. Alfred se incorporó, tambaleándose, y contempló a Haplo con una curiosidad que aumentó al ver sus manos vendadas.

Haplo, advirtiendo la mirada de Alfred, tiró tímidamente de las vendas.

—¿Estás herido, señor? —Preguntó con aire respetuoso el chambelán—. Perdona la pregunta, pero me he fijado en los vendajes que llevas. Tengo cierta experiencia en curaciones y...

—No, gracias. No estoy herido. Se trata de una enfermedad de la piel, habitual entre mi pueblo. No es contagiosa ni me causa ningún dolor, pero las pústulas que produce no son agradables de ver.

En el rostro de Hugh apareció una mueca de desagrado. Alfred palideció ligeramente y se esforzó por expresar su condolencia con las palabras adecuadas. Haplo observó la reacción general con secreta satisfacción y consideró que nadie iba a hacerle más preguntas acerca de sus manos.

Hugh envainó la espada y se acercó.

—¿Tu nave también se estrelló? —preguntó a Haplo en voz baja.

—Sí.

—¿Y quedó destruida?

—Por completo.

—¿De dónde procedes?

—De más abajo. Soy de una de las islas inferiores. Probablemente, nunca habrás oído hablar de ellas. No son muchos lo que conocen su existencia. Estaba librando un combate en mi tierra cuando la nave resultó alcanzada y perdí el control...

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