Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
—¡Padre! —Indicó Bane, mirando hacia atrás—, la nave se ha detenido.
—Es verdad. —Sinistrad exhaló un suspiro de impaciencia y tiró de las riendas del dragón—. Ese mago de a bordo no debe de haber pasado de la Segunda Casa, si no es capaz de mantener las alas libres de hielo mejor de lo que lo hace.
—Y por eso tenemos dos pilotos. —Bane volvió el cuerpo sobre la silla del dragón para observar mejor la nave. Los tripulantes elfos se habían visto obligados a tomar las hachas para desprender el hielo que se había formado en los aparejos.
—No por mucho tiempo —añadió Sinistrad.
Si el misteriarca se proponía utilizar la nave, necesitaría un piloto. Una vez establecido este hecho, Hugh sacó la pipa y empezó a llenar a medias la cazoleta con su menguante provisión de tabaco, mientras pensaba: «Y ahora tiene dos pilotos, el elfo y yo. Tal vez desee mantenernos a ambos en ascuas, enfrentados entre nosotros. El ganador sobrevive, el perdedor muere. O tal vez no. Quizá Sinistrad no confíe en absoluto en el elfo. Muy interesante. No estoy seguro de si debería poner sobre aviso a Bothar'el».
Hugh encendió la pipa y observó a sus compañeros con los ojos entrecerrados. Limbeck. ¿Por qué Limbeck? Y Haplo. ¿Dónde encajaba éste?
—Hijo, ese geg que has traído... ¿Dices que es el líder de su pueblo?
—Bueno, algo parecido —respondió Bane, moviéndose inquieto—. No fue culpa mía. Yo intenté que viniera su rey, al que llaman survisor jefe, pero...
—Survisor jefe... —repitió el misteriarca.
—... pero ese otro hombre quiso que fuera Limbeck quien nos acompañara, y así se hizo —continuó el chiquillo, encogiéndose de hombros.
—¿Qué otro hombre? ¿Alfred?
—No. Alfred, no —dijo Bane en tono despectivo—. El otro, el más callado. El amo del perro.
Sinistrad dirigió su mente hacia el puente de la nave. En efecto, recordaba la presencia de otro humano, pero no lograba evocar su aspecto, sino sólo una especie de bruma gris, indefinida. Debía de tratarse del hombre procedente del reino recién descubierto.
—Quizá deberías haberle lanzado tu hechizo y convencerlo de que quería lo que tú querías. ¿No lo intentaste?
—¡Por supuesto, padre! —contestó Bane, enrojeciendo de indignación.
—Entonces, ¿qué sucedió?
—Que el encantamiento no produjo efecto. —Bane agachó la cabeza.
—¿Qué? ¿Es posible que Triano consiguiera realmente romper el hechizo? ¿O acaso ese hombre posee un amuleto que...?
—No, no posee nada salvo un perro. Haplo no me gusta. Yo no quería que viniera con nosotros, pero no pude impedirlo. Cuando lo envolví con el hechizo, éste no funcionó como lo hace con la mayoría de la gente. Todos los demás lo absorben como una esponja que se empapa de agua. En cambio, en ese Haplo, la magia rebotó sin producir ningún efecto.
—Imposible. Debe de tener algún amuleto oculto, o fue cosa de tu imaginación.
—No, padre. No fue ninguna de las dos cosas.
—¡Bah! ¿Qué sabes tú? No eres más que un niño. Ese Limbeck es el líder de una especie de rebelión entre su pueblo, ¿no es cierto?
Bane, aún con la cabeza gacha y un gesto enfurruñado en los labios, se negó a contestar.
Sinistrad obligó al dragón a detenerse. La nave avanzaba pesadamente tras ellos, rozando con la punta de las alas los témpanos de hielo que podían romper el casco en pedazos. Volviéndose en la silla de montar, el misteriarca agarró con una mano la barbilla de su hijo y lo obligó a levantar la cabeza. La presión de los dedos era dolorosa y a Bane se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Responderás con prontitud a todas las preguntas que te haga. Obedecerás mis mandatos sin replicar ni protestar. Me tratarás con respeto en todo momento. No te culpo de que ahora no lo hagas, pues has vivido entre gente que no hacía nada por imponer ese respeto, que no era merecedor de él. Pero esto ha cambiado. Ahora estás con tu padre. No lo olvides nunca.
—No —musitó Bane.
—No, ¿qué? —La presión de los dedos aumentó.
—¡No, padre! —respondió Bane.
Satisfecho, Sinistrad soltó al muchacho y lo recompensó con una ligera mueca en sus labios finos y exangües. Volviendo la cabeza, ordenó al dragón que reanudara la marcha.
Los dedos del hechicero dejaron unas marcas blancas en las mejillas del muchacho y unas manchas rojizas en sus mandíbulas. Bane, callado y pensativo, se pasó la mano por ellas tratando de aliviar el dolor. No había derramado ninguna lágrima y se obligó a engullir las que tenía en la garganta al tiempo que secaba con un acelerado parpadeo las que le acudían a los ojos.
—Ahora, responde a mi pregunta. Ese Limbeck es el líder de una rebelión, ¿sí o no?
—Sí, padre.
—Entonces, puede sernos útil. Al menos, nos proporcionará información sobre la máquina.
—Yo he hecho dibujos de esa máquina, padre.
—¿De veras? —Sinistrad volvió la mirada hacia él—. ¿Buenos croquis? No, no los saques ahora. Podría llevárselos el viento. Ya los estudiaré cuando lleguemos a casa
Hugh dio unas lentas chupadas a la pipa, sintiéndose más relajado. Fueran cuales fuesen los planes del misteriarca, Limbeck le proporcionaría información y acceso al Reino Inferior. Pero ¿y Haplo? ¿Cuál era su papel allí? A menos que los hubiera acompañado por casualidad. No. Hugh observó con detenimiento al hombre, que incordiaba al perro dormido provocándole cosquillas en el hocico con los pelos de la cola. El perro estornudó, se despertó, buscó con aire irritado la presunta mosca que lo estaba molestando y, al no encontrarla, volvió a dormirse. Hugh evocó su encarcelamiento en Drevlin y el profundo sobresalto que había experimentado al ver a Haplo de pie junto a los barrotes. No, Hugh no podía imaginar a Haplo haciendo algo por casualidad. Así pues, estaba allí con algún propósito. Pero ¿cuál?
La Mano
volvió la mirada hacia Alfred. El chambelán tenía la vista fija en el vacío y su expresión era la de quien sufre una pesadilla despierto. ¿Qué le había sucedido en el Reino Inferior? ¿Y por qué estaba allí, salvo que el chiquillo hubiera querido que su criado lo acompañara? Pero Hugh recordaba muy bien que no había sido Bane quien había subido a bordo a Alfred. El chambelán se había sumado al viaje por propia iniciativa. Y aún seguía con ellos.
—¿Y qué me dices de Alfred? —Inquirió Sinistrad—. ¿Por qué lo has traído?
El misteriarca y su hijo se estaban acercando al límite del Firmamento. Los témpanos de hielo se hacían más pequeños y la distancia entre ellos aumentaba progresivamente. Ante ellos, deslumbrador en la distancia y brillando entre el hielo como una esmeralda incrustada entre diamantes, se hallaba lo que Sinistrad identificó como el Reino Superior. A sus espaldas, en la lejanía, se alzó un griterío discordante en la nave elfa.
—Descubrió el plan del rey Stephen para hacerme asesinar —respondió Bane a su padre—, y vino a mi encuentro para protegerme
—¿Sabe algo más, aparte de eso?
—Sabe que soy hijo tuyo y conoce la existencia del encantamiento.
—Todos los estúpidos la conocen. Por eso ha resultado tan eficaz: porque todo el mundo es deliciosamente consciente de su propia impotencia frente a él. ¿Sabe Alfred que manipulaste a tus padres y a ese idiota de Triano para que creyeran que fueron ellos los responsables de expulsarte? ¿Lo has traído por eso?
—No. Alfred ha venido porque no ha podido evitarlo. Tiene que estar siempre a mi lado. No es lo bastante despierto para hacer otra cosa.
—Nos irá bien tenerlo con nosotros cuando regreses. Podrá certificar tu historia.
—¿Regresar? ¿Regresar adonde? —Replicó Bane, agarrándose a su padre como si se hubiera asustado—. ¡Voy a quedarme contigo!
—¿Por qué no descansas, ahora? No tardaremos en llegar a casa y quiero que causes buena impresión a mis amigos.
—¿Y a mi madre? —Bane se instaló más cómodo en la silla.
—Sí, claro. Ahora, contén la lengua. Nos estamos acercando a la cúpula y debo comunicarme con los que esperan para recibirnos.
Bane descansó la cabeza en la espalda de su padre. No le había contado toda la verdad acerca de Alfred. Quedaba aquel extraño incidente del bosque, cuando le había caído encima el árbol. Alfred había creído que aún estaba inconsciente, pero no era así. Bane no estaba seguro de qué había sucedido, pero se dijo que allí arriba lo averiguaría. Tal vez algún día se lo preguntara a su padre, pero todavía no. Al menos, hasta enterarse de qué significaba aquel «cuando regreses». Hasta entonces, guardaría para sí el extraño comportamiento de Alfred.
Bane se cobijó aún más cerca de Sinistrad.
Hugh vació el tabaco de la pipa y, envolviendo ésta cuidadosamente con el paño, la guardó en su lugar junto al pecho. Desde el primer momento había sabido que cometía un error ascendiendo hasta allí, pero no había podido evitarlo, pues el muchacho lo tenía sometido a un encantamiento. Por tanto, resolvió no pensar más sobre sus alternativas.
No tenía ninguna.
NUEVA ESPERANZA,
REINO SUPERIOR
Guiada por el misteriarca y el dragón de azogue, la
Carfa'shon
cruzó la cúpula mágica que envolvía el Reino Superior. Elfos y humanos, así como el geg, asomaron la cabeza por las portillas para admirar el mundo maravilloso que tenían a sus pies. Deslumbrados por tan extraordinaria belleza y asombrados ante la magnificencia de cuanto estaban viendo, cada uno de los espectadores se recordó a sí mismo con inquietud lo poderosos que eran los seres que habían creado tales maravillas. Instantes después, dejaron atrás el mundo de hielo brillante y frío para entrar en una tierra verde calentada por el sol, con el cielo brillante de matices irisados.
Los elfos guardaron las capas de pieles con las que habían combatido el frío extremo. El hielo que cubría la nave empezó a fundirse, resbalando por el casco para caer en forma de lluvia a la tierra bajo sus pies.
Todos los tripulantes que no estaban directamente encargados de la navegación contemplaron aquel reino encantado con ojos como platos. El primer pensamiento de casi todos fue que allí debía de haber agua en abundancia, pues el suelo estaba cubierto de frondosa vegetación, y árboles de gran porte y verde follaje tachonaban un paisaje de suaves colinas. Aquí y allá, altas torres perladas se alzaban hacia el cielo y unas anchas carreteras formaban una urdimbre en los valles y desaparecían sobre las sierras.
Sinistrad volaba delante de ellos. El dragón de azogue avanzaba como un cometa en el cielo bañado por el sol, haciendo que la esbelta nave pareciera, en comparación, tosca y torpe. La nave elfa siguió su estela y delante de ella, en el horizonte, apareció un grupo de torres terminadas en agujas. Sinistrad dirigió el dragón hacia allí y, cuando la nave estuvo más cerca, todos sus ocupantes vieron que se trataba de una ciudad gigantesca.
Cierta vez, en sus tiempos de esclavo, Hugh había visitado la capital elfa de Aristagón, de la que sus habitantes se sentían justamente orgullosos. La belleza de sus edificios, construidos con coralita modelada en formas artísticas por renombrados artesanos elfos, es legendaria. Sin embargo, las joyas de Tribus no eran más que bastos cristales de imitación, en comparación con la ciudad prodigiosa que se extendía ante ellos, brillante como un puñado de perlas esparcido sobre un terciopelo verde, y salpicado aquí y allá con algún zafiro, un rubí o un diamante.
Un silencio de profundo asombro, casi de temor reverencial, envolvió la nave elfa. Nadie hablaba, como si temieran perturbar un sueño delicioso. Hugh había aprendido de los monjes kir que la belleza es efímera y que, al final, todas las obras del hombre quedan reducidas a mero polvo. En toda su vida no había visto aún nada que pudiera convencerlo de lo contrario, pero ahora empezaba a pensar que tal vez se había equivocado. A Limbeck le caían las lágrimas por las mejillas, lo cual lo obligaba a quitarse constantemente las gafas para secarlas y poder ver algo. Alfred parecía haber olvidado el tormento interior que estaba sufriendo, fuera cual fuese, y admiraba la ciudad con una expresión amortiguada por lo que uno casi podría calificar de melancolía.
En cuanto a Haplo, si estaba impresionado no lo demostró, salvo evidenciando un leve interés mientras se asomaba a las portillas con los demás. Tras observar con atención al hombre, Hugh se dijo que el rostro de Haplo jamás demostraba nada: ni miedo, ni alegría, ni preocupación, ni júbilo, ni cólera, y, pese a ello, si uno se fijaba mejor, en su expresión había indicios, casi como cicatrices, de unas emociones que habían quedado profundamente marcadas. La sola voluntad del hombre había disimulado su existencia, casi las había borrado, aunque no del todo. No era extraño que le hiciera desear llevarse la mano a la espada; Hugh pensó que antes prefería a un enemigo declarado a su lado, que a Haplo como amigo.
Sentado a los pies de Haplo y mostrando más interés del que evidenciaba su amo, el perro volvió de pronto la cabeza y se rascó el flanco con los dientes, dispuesto al parecer a poner fin a una persistente comezón.
La nave elfa entró en la ciudad y avanzó a marcha lenta sobre los anchos paseos bordeados de flores que se abrían paso entre elevados edificios. Nadie sabía de qué podían estar hechos aquellos edificios. Pulidos y esbeltos, parecían creados con perlas, esas gemas que a veces se encuentran entre la coralita y que son escasas y preciadas como gotas de agua. Los elfos contuvieron la respiración y se miraron unos a otros por el rabillo de sus ojos almendrados. Una piedra angular de tales perlas, solamente, les proporcionaría más riqueza de la que poseía el propio rey. Hugh se frotó las manos y sintió que recobraba el ánimo. Si salía con vida de allí, su fortuna estaba asegurada.