Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
—¿Pero no podría Sinistrad, por ejemplo, transportarse al Reino Inferior o al palacio de los elfos en Aristagón?
—No, señor, no podría. Al menos, mentalmente. Ninguno de ellos podría hacerlo. Los elfos siempre han odiado y temido a los misteriarcas y jamás los han tolerado en su reino. Y tampoco podrían transportarse al Reino Inferior porque nunca han viajado hasta él. Deberían recurrir a otro medio de transporte... ¡Ah, ya entiendo a qué te referías!
—¡Aja! Primero, Sinistrad trató de hacerse con mi nave. Eso le salió mal, pero ahora tiene ésta. Si logra...
—Silencio. Tenemos compañía —murmuró Haplo.
La puerta del calabozo se abrió y entró el capitán Bothar'el, flanqueado por dos miembros de la tripulación.
—Tú —dijo señalando a Hugh—, ven conmigo.
La Mano
se encogió de hombros y obedeció, alegrándose de la oportunidad de echar un vistazo a lo que sucedía arriba. La puerta se cerró tras ellos, el centinela pasó el cerrojo y Hugh siguió al elfo escalerilla arriba hasta la cubierta superior. Hasta que estuvo en el puente no advirtió la presencia del perro de Haplo trotando pegado a sus talones.
—¿De dónde ha salido? —preguntó el capitán, mirando al animal con irritación. El perro alzó hacia él unos ojos pardos resplandecientes, meneando la cola y con la lengua colgando.
—No sé. Me ha seguido, supongo.
—Oficial, saque a ese animal del puente. Devuélvaselo a su dueño y dígale que lo vigile o lo arrojaré por la borda.
—Sí, señor.
El oficial se agachó para coger al perro, pero la actitud del animal cambió al instante. Aplastó las orejas y la cola dejó de menearse para iniciar un lento y amenazador movimiento de lado a lado. Sus fauces se abrieron en una mueca feroz y un ronco gruñido surgió de su pecho.
«Si aprecias esos dedos», parecía decir al oficial, «será mejor que los apartes».
El oficial siguió el consejo del perro. Echándose las manos a la espalda, miró a su capitán, temeroso y dubitativo.
—Perro... —probó Hugh. El animal alzó ligeramente las orejas y lo miró, sin perder de vista por un instante al oficial pero dando a entender a Hugh que lo consideraba un amigo.
—Aquí, perro —ordenó Hugh, chasqueando con torpeza los dedos.
El perro volvió la cabeza, como preguntándole si estaba seguro de aquello.
Hugh chasqueó de nuevo los dedos y el perro, con una sonrisa burlona al desventurado elfo, avanzó hasta Hugh, que le dio unas torpes palmaditas. El animal se echó a sus pies.
—No hará nada. Yo lo vigilo.
—Capitán, el dragón se acerca —informó un vigía.
—¿Un dragón? —Hugh miró al elfo.
Como respuesta, el capitán Bothar'el señaló en una dirección.
Hugh se acercó a la portilla y miró. Abriéndose camino por el firmamento, el dragón era apenas visible como un río de plata que fluía entre los témpanos.
Un río de plata con dos ojos encarnados, llameantes.
—¿Conoces esa especie, humano?
—Sí. Es un dragón de azogue —Hugh hizo una pausa hasta recordar la palabra elfa—.
Silindistani.
—No podemos superarlo en velocidad —comentó Bothar'el—. ¡Fíjate qué rápido es! Tendremos que combatir.
—Me parece que no —replicó Hugh—. Más bien supongo que vamos a conocer al padre del muchacho.
Los elfos sienten un profundo desagrado y una gran desconfianza hacia los dragones. La magia de los hechiceros elfos no podía controlarlos y la conciencia de que los humanos sí podían era como la punzada constante de una muela cariada en la boca de los elfos. Los tripulantes de la nave estaban nerviosos e incómodos en presencia del dragón de azogue que giraba, se retorcía y serpenteaba con su largo cuerpo reluciente en torno a la nave. Los elfos volvían la cabeza constantemente para observar los movimientos de la criatura, o saltaban de alarma cuando la testa del dragón surgía en un lugar que dos segundos antes estaba vacío. Estas reacciones nerviosas parecían divertir al misteriarca, que se hallaba en el puente. Aunque el hechicero era la amabilidad misma, Hugh apreció el destello bajo sus párpados sin pestañas y la leve sonrisa que aparecía de vez en cuando en sus labios finos y exangües.
—Estoy en deuda eterna contigo, capitán Bothar'el —declaró Sinistrad—. Mi hijo significa más para mí que todos los tesoros del Reino Superior. —Mirando al muchacho, que se agarraba de su mano y lo miraba con evidente admiración, la sonrisa de Sinistrad se ensanchó.
—Me alegra haberte sido de utilidad. Como ha explicado el muchacho, ahora somos considerados forajidos por nuestra propia gente. Tenemos que encontrar a las fuerzas rebeldes para unirnos a ellas. Tu hijo nos prometió una recompensa...
—¡Ah, sí! La recibiréis y en abundancia, os lo aseguro. Y tenéis que visitar nuestro encantador reino y conocer a nuestro pueblo. Tenemos tan pocos invitados, que llegamos a cansarnos unos de otros. No es que fomentemos las visitas —añadió Sinistrad con delicadeza—, pero ésta es una circunstancia especial.
Hugh miró a Haplo, que había sido conducido al puente con los demás «invitados» a la llegada de Sinistrad. A
la Mano
le habría gustado mucho tener algún indicio de qué pensaba Haplo de todo aquello. No podían hablar, por supuesto, pero con sólo alzar un poco una ceja o con un guiño apresurado, Hugh habría sabido que Haplo tampoco se tragaba aquella fruta endulzada. Pero Haplo miraba a Sinistrad con tal fijeza que cualquiera habría dicho que contaba los poros de la larga nariz del misteriarca.
—No arriesgaré mi nave volando a través de eso —repuso el capitán Bothar'el señalando el Firmamento con un gesto de cabeza—. Danos lo que llevas —la mirada del elfo se fijó en varias joyas refinadas que adornaban los dedos del misteriarca— y regresaremos a nuestro reino.
Hugh habría podido decirle al elfo que estaba malgastando saliva, pues Sinistrad no permitiría bajo ninguna circunstancia que aquella nave escapara de sus manos cubiertas de rubíes y diamantes.
No lo hizo.
—El viaje puede ser algo complicado, pero no imposible y, desde luego, tampoco peligroso. Yo seré vuestro práctico y os guiaré por un paso seguro a través del Firmamento. —Echó una ojeada al puente y añadió—: Sin duda, no negaréis a la tripulación la posibilidad de contemplar las maravillas de nuestro reino, ¿me equivoco?
La riqueza y el esplendor legendarios del Reino Superior, convertidos en reales gracias a la visión de las joyas que el hechicero lucía con tan despreocupada gracia, avivaron una llama que consumió el temor y el sentido común de los tripulantes. Así lo advirtió Hugh en su mirada y sintió una fría lástima por el capitán elfo, que sabía que se estaba metiendo en una telaraña pero no podía hacer nada por evitarlo. Si daba la orden de abandonar el lugar y regresar a casa, sería él solo quien volvería..., y de mala manera, boca abajo a través de menkas y menkas de cielo vacío.
—Está bien —asintió Bothar'el con displicencia. Los vítores de la tripulación se apagaron ante la mirada furibunda del capitán.
—¿Puedo montar contigo en el dragón, padre? —preguntó Bane.
—Claro, hijo mío. —Sinistrad pasó la mano por el cabello dorado del chiquillo—. Y ahora, aunque me gustaría quedarme y seguir hablando con todos vosotros, en especial con mi nuevo amigo Limbeck... —Sinistrad dedicó una reverencia al geg, que inclinó torpemente la cabeza en respuesta—, mi esposa aguarda con gran impaciencia para ver a su hijo. ¡Mujeres! ¡Qué deliciosas criaturitas! —Se volvió hacia el capitán y añadió—: No he pilotado nunca una nave, pero se me ocurre que el principal problema que podéis encontrar en la travesía del Firmamento será la formación de hielo en las alas. Sin embargo, estoy seguro de que este experimentado y capaz colega —saludó con otra reverencia al brujo de a bordo, que le devolvió la cortesía con respeto, y también con cierta prevención—, sabrá hundirlo.
Sinistrad pasó el brazo en torno a los hombros de su hijo y se dispuso a marcharse, utilizando la magia para transportar al chiquillo la corta distancia de regreso al dragón. Los cuerpos de padre e hijo se habían desvanecido ya casi por completo cuando el misteriarca se detuvo y clavó una mirada de acero en los ojos del capitán.
—Sigue el camino del dragón —murmuró—. Exactamente.
Tras esto, desapareció.
—¿Entonces, qué piensas de él? —preguntó Hugh a Haplo en un murmullo mientras ambos hombres, junto con el perro, Alfred y Limbeck, eran conducidos de regreso al calabozo.
—¿Del hechicero?
—¿De quién, si no?
—¡Ah! Es poderoso —afirmó Haplo, encogiéndose de hombros—. Pero no tanto como esperaba.
Hugh soltó un gruñido, pues había encontrado intimidador a Sinistrad.
—¿Y qué esperabas encontrar, un sartán?
Haplo estudió intensamente a Hugh y comprendió que era una broma.
—Sí —respondió con una sonrisa.
EL FIRMAMENTO
La
Carfa'shon
avanzó entre los témpanos de hielo, dejando a su paso una estela de cristales brillantes que se arremolinaban y centelleaban. El frío era intenso. El brujo de a bordo se había visto obligado a retirar el calor mágico de las zonas de trabajo y de descanso de la nave y utilizarlo para mantener aparejos, cables, alas y casco libres del hielo que caía sobre ellos con un traqueteo que, en palabras de Limbeck, sonaba como un millón de guisantes secos.
Haplo, Limbeck, Alfred y Hugh se acurrucaban en torno al pequeño brasero de la bodega para darse calor. El perro se había enroscado a sus pies, con el hocico bajo la cola de tupido pelaje, y dormía profundamente. Ninguno de los cuatro decía palabra. Limbeck estaba demasiado asombrado ante las cosas que había contemplado y las que esperaba presenciar. En cuanto a Haplo, nadie podía saber qué le rondaba por la cabeza.
Hugh estaba meditando sus opciones: «El asesinato está descartado. Ningún asesino que valga lo que su daga aceptaría el encargo de matar a un hechicero, y mucho menos a un misteriarca. Ese Sinistrad es poderoso. ¿Qué digo, poderoso? ¡Ese hombre es el poder mismo! Vibra con él como un pararrayos bajo una tormenta. ¡Ah!, si pudiera descubrir por qué me quiere ahora, cuando hace un tiempo intentó matarme... ¿Por qué, de pronto, soy tan valioso?»
—¿Por qué me has hecho traer a Hugh, padre?
El dragón de azogue se abría paso entre los témpanos de hielo moviéndose con inusual lentitud, pues Sinistrad retenía su marcha para que la nave elfa pudiera seguirlos. Aquel avance calmoso irritaba al dragón, al cual, además, le habría encantado engullir como cena a las criaturas de delicioso aroma que viajaban a bordo. Pero la bestia sabía que no debía desafiar a Sinistrad. Los dos habían librado numerosas batallas mágicas con anterioridad y la
Gorgona
siempre había perdido, por lo que sentía hacia el hechicero una mezcla de odio y de rencoroso respeto.
—Tal vez necesite a ese Hugh
la Mano,
hijo. Al fin y al cabo es un piloto.
—Pero si ya tenemos uno: el capitán elfo.
—Mi querido muchacho, te queda mucho que aprender, de modo que empezaré a enseñarte ahora mismo. No confíes nunca en los elfos. Aunque su inteligencia es igual a la de los humanos, tienen unas vidas más largas y tienden a superarlos en sabiduría. En los tiempos antiguos, los elfos constituían una raza noble y los humanos, como suelen afirmar esos elfos con aire de burlona superioridad, eran poco más que animales en comparación con ellos. Sin embargo, los hechiceros elfos no podían dejar de envidiar a sus equivalentes humanos. De hecho, estaban celosos de su magia.
—Pero yo vi cómo el hechicero atrapaba el alma del elfo moribundo —lo interrumpió Bane en un susurro, recordando la escena con asombro y temor.
—Sí —respondió Sinistrad en tono burlón—. Así es cómo pensaban enfrentarse a nosotros.
—No te comprendo, padre.
—Es importante que lo hagas, hijo, y pronto, pues vamos a tener que tratar con el brujo elfo de a bordo. Déjame describirte en cuatro frases la naturaleza de la magia. Antes de la Separación, la magia espiritual y la física, como todos los demás elementos del mundo, estaban fundidas y presentes en todos los pueblos. Tras la Separación, el mundo quedó dividido en sus elementos sueltos (al menos, así lo narran las leyendas sobre los sartán) y lo mismo sucedió con la magia.
»Cada raza busca, de manera natural, emplear el poder de la magia para compensar sus deficiencias. Así, los elfos, que tienden por naturaleza a lo espiritual, necesitaban la magia para mejorar sus poderes físicos y estudiaron el arte de proporcionar facultades mágicas a los objetos físicos que podían serles de utilidad.
—¿Como la nave dragón?
—Sí, como la nave dragón. Los humanos, por su parte, tenían más capacidad para controlar el mundo físico, de modo que trataron de alcanzar nuevos poderes a través de lo espiritual. Así, nuestro mayor talento pasó a ser la capacidad de comunicarnos con los animales, de obligar al viento a seguir nuestra voluntad o de forzar a las piedras a levantarse del suelo. Y, gracias a nuestra preocupación por lo espiritual, desarrollamos la facultad de la magia mental, la capacidad de ejercitar nuestra mente para alterar y controlar las leyes físicas.
—¿Fue así como pude volar?
—Sí. Y, si hubieras sido un elfo, habrías perdido la vida pues ellos no poseen tal poder. Los elfos volcaron toda su capacidad mágica en los objetos físicos y estudiaron en profundidad el arte de la manipulación mental. Un mago elfo con las manos atadas no puede hacer nada. Un hechicero humano en las mismas circunstancias sólo necesita concentrarse en que sus muñecas están encogiendo de grosor y así sucede, de modo que puede liberarse de las ataduras.