Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Pero Alfred no sonrió. No palideció de miedo ni retrocedió; ni siquiera se movió para defenderse. Las arrugas de su rostro envejecido, consumido por las preocupaciones, se hicieron más profundas. Sus ojos mansos estaban apagados y enrojecidos, trémulos de pena.
—El carcelero no os abandonó —repuso—. El carcelero murió.
Haplo notó la cabeza del perro contra su rodilla y, alargando la mano, cogió su suave pelaje y lo agarró con fuerza. El perro alzó la vista con ojos preocupados y se apretó más contra su amo, gimoteando. El patryn fue recuperando la respiración, su visión se aclaró y la claridad volvió también a su mente.
—Ya estoy bien —dijo Haplo, exhalando un tembloroso suspiro—. Ya estoy bien.
—¿Significa eso que Alfred no se va? —preguntó Bane.
—No, no se va. Por lo menos, no ahora. No se irá hasta que yo esté preparado.
Dueño de sí mismo otra vez, el patryn se encaró con el sartán. La expresión de Haplo era ahora tranquila, con una leve sonrisa. Frotándose las manos con gestos lentos, desplazó ligeramente las vendas que cubrían su piel.
—¿Que el carcelero murió? ¡No lo creo!
Alfred titubeó y se humedeció los labios.
—¿Tu pueblo ha estado..., atrapado en ese lugar todo este tiempo?
—Sí. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad? ¡Ésa fue vuestra intención!
Limbeck, sin oír nada de lo que estaba sucediendo a dos puertas de su habitación, continuó escribiendo:
«Pueblo mío, he estado en los reinos superiores. He visitado los reinos que nuestras leyendas nos dicen que son el cielo. Y lo son. Y no lo son. Son bellos y son ricos, más de lo que es posible imaginar. El sol los ilumina todo el día. El Firmamento reluce en su cielo. La lluvia cae mansa, no con violencia. Las sombras de los Señores de la Noche los invitan al sueño. Viven en casas, no en piezas de desecho de una máquina o en un edificio que la Tumpa-chumpa decide que no necesita de momento. Tienen naves aladas que vuelan por el aire. Tienen bestias aladas amaestradas que los conducen donde quieren. Y todo eso lo tienen gracias a nosotros.
»Nos han mentido. Nos dijeron que eran dioses y que debíamos trabajar para ellos. Nos prometieron que, si trabajábamos bien, nos juzgarían dignos y nos llevarían a vivir al paraíso. Pero nunca han tenido intención de cumplir esa promesa.»
—¡No! ¡Nunca tuvimos tal intención! —Respondió Alfred—. Tienes que creerme. Y tienes que creer que yo..., que nosotros no sabíamos que aún estabais ahí. Se suponía que sólo ibais a estar un tiempo corto, unos ciclos, varias generaciones...
—¡Un millar de ciclos! ¡Cien generaciones..., los que sobrevivieron! ¿Y dónde estabais vosotros? ¿Qué sucedió?
—Nosotros..., teníamos nuestros propios problemas. —Alfred bajó los ojos e inclinó la cabeza.
—Tienes toda mi comprensión.
Alfred alzó rápidamente los ojos, vio la mueca en los labios del patryn y, con su suspiro, los apartó de nuevo.
—Vas a venir conmigo —dijo Haplo—. ¡Te llevaré a que veas por ti mismo el infierno que crearon los tuyos! Y mi señor te interrogará. Como a mí, le costará creer que «el carcelero murió».
—¿Tu señor?
—Un gran hombre, el más poderoso de nuestra estirpe que ha vivido jamás. Mi amo tiene planes, muchos planes, de los que no dudo que te hará partícipe.
—Y ésta es la razón de que estés aquí... —murmuró Alfred—. ¿Sus planes? No. No iré contigo. No te acompañaré voluntariamente. —El sartán movió la cabeza acompañando sus palabras. En el fondo de sus ojos mansos brilló una chispa.
—Entonces, usaré la fuerza. ¡Me encantará hacerlo!
—No lo dudo. Pero si pretendes ocultar tu presencia en este mundo —su mirada se clavó en las manos vendadas del patryn—, sabes que un combate entre nosotros, un duelo de tal magnitud y ferocidad mágica, no podría pasar inadvertido y sería desastroso para ti. Los hechiceros de este mundo son poderosos e inteligentes. Existen leyendas sobre la Puerta de la Muerte. Muchos, como Sinistrad o incluso este niño —Alfred acarició los rubios cabellos de Bane—, encontrarían la explicación de lo sucedido y se pondrían a buscar con ansia la entrada de lo que se supone un mundo maravilloso. ¿Está dispuesto a ello tu amo?
—¿Amo? ¿Qué amo? ¡Mírame, Alfred! —estalló Bane, harto—. ¡Nadie se irá a ninguna parte mientras viva mi padre!
Ninguno de los dos hombres respondió, ni lo miró siquiera. El muchacho les dirigió una mirada de odio. Como de costumbre, los adultos, absortos en sus propias preocupaciones, habían olvidado las suyas.
«Por fin, nuestros ojos se han abierto. Por fin vemos la verdad.» A Limbeck le molestaban las gafas y se las colocó en lo alto de la cabeza. « Y la verdad es que ya no los necesitamos...»
—¡No os necesito! —Exclamó Bane—. De todos modos no ibais a colaborar. Lo haré yo mismo.
Se llevó la mano bajo la túnica, sacó el puñal de Hugh y lo contempló con admiración, pasando el dedo con cuidado por el filo de la hoja tallada de runas.
—Vamos —dijo al perro, que seguía quieto al lado de Haplo—. Tú ven conmigo.
El perro miró al chiquillo y meneó la cola, pero no se movió.
—¡Vamos! —Insistió Bane—. ¡Sé buen chico!
El perro ladeó la cabeza y se volvió a Haplo, gimiendo y levantando la pata. El patryn, concentrado en su enemigo, apartó al animal de un empujón. Con un gañido y una última mirada suplicante a su amo, el perro acudió al lado de Bane con la cabeza gacha y las orejas caídas.
El muchacho guardó el puñal al cinto y dio unas palmaditas en la cabeza al perro.
—Buen chico. Vámonos.
«Por eso, en resumen...» Limbeck hizo una pausa. Le temblaba la mano y una niebla le cubría los ojos. Una gota de tinta cayó sobre el papel. Colocándose de nuevo las gafas, las sujetó en la nariz y permaneció sentado e inmóvil, contemplando la línea en blanco donde escribiría las palabras finales.
—¿De veras te puedes permitir un enfrentamiento conmigo? —insistió Alfred.
—No creo que vayas a luchar —respondió Haplo—. Creo que estás demasiado débil, demasiado cansado. Ese niño que tanto mimas es más...
Alfred cayó en la cuenta de Bane y miró a su alrededor.
—¿Dónde está?
—Se ha ido a alguna parte —Haplo hizo un gesto de impaciencia—. No intentes...
—¡No intento nada! Ya has oído lo que me pedía, y tiene un puñal. ¡Va a matar a su padre! ¡Tengo que impedir...!
—No. —Haplo sujetó al sartán por el brazo—. Deja que los mensch se maten entre ellos. No importa.
—¿No te importa en absoluto? —Alfred lanzó una mirada extraña, inquisitiva, al patryn.
—No, claro que no. El único que me interesa es el líder de la revuelta geg, y Limbeck está a salvo en su habitación.
—¿Y dónde tienes al perro? —preguntó Alfred.
«Pueblo mío...» La pluma de Limbeck trazó lenta y meticulosamente cada palabra, «...vamos a la guerra.»
Ya estaba. Había terminado. Se quitó las gafas y las arrojó sobre la mesa. Luego, hundió la cabez entre las manos y se echó a llorar.
CASTILLO SINIESTRO,
REINO SUPERIOR
Sinistrad y Hugh estaban sentados en el estudio del misteriarca. Era casi mediodía y la luz del sol entraba por una ventana acristalada. Entre la niebla del exterior, como si flotaran sobre ella, se alzaban las torres resplandecientes de la ciudad de Nueva Esperanza; de una ciudad que, por lo que le había contado Iridal, bien podría haberse llamado Ninguna Esperanza. Hugh se preguntó si los edificios habrían sido puestos allí para que él los viera. Al pie de los muros del castillo, enroscado en torno a él y calentándose al sol, distinguió al dragón de azogue.
—Veamos, ¿qué será lo mejor? —Sinistrad dio unos golpecitos en el escritorio con sus dedos largos y finos—. Trasladaremos al muchacho a Djern Volkain en la nave elfa..., asegurándonos, por supuesto, de que la nave sea vista por los humanos. Así, cuando descubran a Stephen y Ana asesinados, acusarán del atentado a los elfos. Bane puede contar una historia fantástica: que fue capturado y logró escapar, y que los elfos lo siguieron y dieron muerte a sus padres cuando éstos trataban de rescatarlo. Supongo que podrás hacer que las muertes parezcan cometidas por los elfos, ¿verdad?
El aire en torno a Hugh se agitó, una brisa fría lo envolvió y unos dedos helados parecieron rozarle el hombro, Iridal estaba obrando su magia contra su esposo. La mujer estaba allí, atenta a la conversación.
—Desde luego. Será facilísimo. ¿Y el muchacho? ¿Querrá colaborar? —preguntó Hugh, tenso pero haciendo lo posible para parecer relajado. Ahora que Iridal se veía enfrentada con la ineludible verdad, ¿cuál sería su reacción?—. Tu hijo no parece nada entusiasmado.
—Colaborará. Sólo tengo que hacerle comprender que todo esto va en beneficio suyo. Cuando sepa el provecho que puede obtener de esta acción, estará impaciente por iniciarla. El muchacho es ambicioso y así debe ser pues, al fin y al cabo, es hijo mío.
Invisible a cualquier ojo, Iridal permaneció detrás de Hugh, observando la escena y escuchando. No sintió nada al escuchar a Sinistrad tramando un asesinato; tenía la mente y los sentidos entumecidos, insensibles. « ¿Por qué me he molestado en venir?», se preguntó. «No hay nada que yo pueda hacer. Es demasiado tarde para él y para mí. Pero no es demasiado tarde para Bane. ¿Cómo decía el antiguo lema? "Un niño los conducirá." Si, para él aún hay esperanzas. Bane todavía es inocente, no está corrupto. Acaso algún día nos salvará.»
—¡Ah!, estás aquí, padre.
Bane penetró en el estudio haciendo caso omiso de la mirada ceñuda de Sinistrad. El chiquillo traía los colores muy subidos y parecía irradiar una luz interior. Sus ojos brillaban con una energía febril. Tras el muchacho, haciendo resonar sus uñas sobre las losas del suelo, el perro parecía triste y preocupado. Sus ojos se volvieron a Hugh con aire suplicante; después, su mirada se desvió hacia un punto a la espalda del asesino, contemplando a Iridal con tal atención que la mujer sintió una oleada de pánico y se preguntó si el hechizo de invisibilidad habría dejado de actuar.
Hugh se movió con inquietud en su asiento. Bane estaba tramando algo. Probablemente, nada bueno, a juzgar por la expresión beatífica de su rostro.
—Estoy ocupado, Bane. Déjanos —dijo Sinistrad.
—No, padre. Sé de qué estáis hablando. Quieres enviarme de vuelta a las Volkaran, ¿verdad? ¡No lo hagas, padre! —De pronto, la voz del pequeño se había hecho dulce y suave—. No me hagas volver a ese lugar. Allí no le gusto a nadie y me siento solo. Quiero estar contigo. Puedes enseñarme la magia, igual que me enseñaste a volar. Te mostraré todo lo que sé de la gran máquina y te presentaré al survisor jefe...
—¡Deja de gimotear! —Sinistrad se puso en pie. Sus finas ropas susurraron en torno a su cuerpo cuando salió de detrás del escritorio para plantarse frente a su hijo—. Tú quieres agradarme, ¿verdad, Bane?
—Sí, padre... —titubeó el muchacho—. Eso es lo que anhelo, por encima de todo. ¡Por eso deseo quedarme contigo! ¿Y tú? ¿No me quieres a tu lado? ¿No fue para eso para lo que me trajiste hasta ti?
—¡Bah! Cuánta tontería. Te he traído conmigo para poder poner en marcha la segunda fase de nuestro plan. Desde tu llegada, algunas cosas han cambiado, pero sólo para mejor. En cuanto a ti, mientras yo sea tu padre irás donde te diga y harás lo que te ordene. Ahora, déjanos. Te mandaré llamar más tarde.
Sinistrad volvió la espalda al niño. Bane, con una extraña sonrisa en los labios, se llevó una mano al interior de la túnica. Cuando la sacó, empuñaba el puñal de Hugh.
—¡Entonces, creo que no serás mi padre por mucho tiempo!
—¿Cómo te atreves...? —Sinistrad giró en redondo, vio la daga en la mano del chiquillo y soltó un jadeo de sorpresa. Pálido de furia, el misteriarca levantó la mano derecha disponiéndose a efectuar el hechizo que disolvería el cuerpo del muchacho en un instante—. ¡Puedo hacer más hijos!
El perro dio un salto, golpeó a Bane en mitad de la espalda y lo derribó al suelo. El puñal voló de la mano del chiquillo.
Algo invisible sacudió a Sinistrad, y unas manos fantasmales asieron las del misteriarca. Furioso, éste se revolvió contra su esposa, cuyo hechizo se desmoronó durante el forcejeo dejándola a la vista de su marido.
Hugh se puso en pie, se apoderó del puñal caído en el suelo y esperó su oportunidad. Estaba dispuesto a liberar a la mujer y a salvar a su hijo.
El cuerpo del hechicero crepitó con un chisporroteo azulado e Iridal salió repelida por una atronadora onda de choque que la lanzó, aturdida, contra la pared. Sinistrad se volvió hacia su hijo y encontró al perro encima del aterrado chiquillo.
Con los dientes descubiertos y listo para la pelea, el animal emitió un ronco gruñido.
Hugh lanzó una estocada y hundió el puñal en el cuerpo del hechicero. Sinistrad lanzó un grito de furia y dolor. El asesino sacó la daga. El cuerpo el misteriarca brilló tenuamente y se difuminó, y Hugh pensó que había dado muerte a su enemigo pero, de pronto, Sinistrad volvió, sólo que esta vez su cuerpo era el de una serpiente enorme.
Como un dardo, la cabeza del reptil buscó a Hugh. El asesino hundió de nuevo el puñal en el cuerpo, pero era demasiado tarde. La serpiente clavó sus colmillos en la nuca de Hugh.
La Mano
lanzó un grito agónico mientras el veneno se extendía por su cuerpo. Consiguió seguir empuñando con fuerza el arma y la serpiente, en sus agitados esfuerzos, no hizo sino agrandar la herida. Atacando con saña en sus estertores de muerte, enroscó la cola en torno a las piernas de Hugh y ambos rodaron por el suelo.