Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
La serpiente desapareció. Sinistrad yacía muerto, con las piernas enroscadas alrededor de los pies de Hugh.
La Mano
contempló el cadáver e hizo un débil esfuerzo por incorporarse. No sentía el menor dolor, pero había perdido las fuerzas y cayó de nuevo.
—Hugh.
A duras penas logró volver la cabeza. La celda estaba negra como la brea. No podía ver nada.
—¡Hugh! Tenías razón. Lo mío era pecar por omisión. Y ahora es demasiado tarde..., ¡demasiado tarde!
Se estaba abriendo una grieta en los muros. Un fino rayo de luz brillaba, cegador. Hugh aspiró el olor a aire puro, perfumado con el aroma del espliego. Pasando las manos entre los barrotes de su celda interior, Hugh las alargó hacia ella. Iridal, extendiendo las suyas cuanto podía desde detrás de los muros de su propia prisión, logró rozar las yemas de sus dedos.
Y entonces se presentó el monje negro y liberó por fin a Hugh.
CASTILLO SINIESTRO,
REINO SUPERIOR
Un sonido grave, atronador, hizo que las piedras del castillo se estremecieran hasta los cimientos. El sonido creció en intensidad como un trueno lejano que avanzara hacia ellos haciendo temblar el suelo. El castillo vibró como si lo agitara una fuerza telúrica. Un aullido triunfal hendió los aires.
—¿Qué diab...? —Haplo miró a su alrededor.
—¡El dragón se ha soltado! —Murmuró Alfred, abriendo los ojos con sorpresa y temor—. ¡Algo le ha sucedido a Sinistrad!
—La bestia matará a todo ser viviente del castillo. Yo ya me he enfrentado a dragones otras veces, pues son numerosos en el Laberinto. ¿Y tú?
—No, nunca. —Alfred miró al patryn y advirtió su acre sonrisa—. Seremos necesarios los dos para luchar contra esa bestia, y emplear todos nuestros poderes.
—No —replicó Haplo, encogiéndose de hombros—. Tenías razón. No me atrevo a poner al descubierto mi identidad. No se me permite luchar, ni siquiera para salvar mi propia vida. Así pues, supongo que todo depende de ti, sartán.
El suelo tembló. En el pasadizo se abrió una puerta y Limbeck asomó la cabeza.
—Esto se parece más a mi patria —comentó con alegres gritos por encima del estruendo. Avanzando con facilidad por el suelo en movimiento, traía en la mano un puñado de papeles que agitaba con excitación—. ¿Queréis escuchar mi discur...?
Los muros exteriores se derrumbaron. Alfred y Limbeck perdieron el equilibrio mientras Haplo chocaba con una puerta que cedió bajo su peso con un crujido. Un centelleante ojo encarnado del tamaño del sol miró entre los restos de la muralla a las víctimas atrapadas en el interior. El trueno se convirtió en un rugido. El dragón irguió la cabeza y abrió las fauces, descubriendo sus blancos colmillos.
Haplo se incorporó tambaleándose. Limbeck yacía de espaldas, con las gafas destrozadas junto a él. Mientras las buscaba a tientas, el geg volvió la vista, impotente, hacia la borrosa silueta plateada de ojos llameantes que era el dragón. Cerca de Limbeck estaba el cuerpo inconsciente de Alfred.
Un nuevo rugido sacudió el edificio. Una lengua de plata centelleó como un rayo. Si el dragón acababa con ellos, Haplo no sólo perdería la vida, sino también el objetivo de su viaje hasta allí. Perdería a un Limbeck que debía conducir la revolución entre los gegs. A un Limbeck que debía iniciar la guerra que había de provocar el caos en aquel mundo.
Haplo se arrancó las vendas de las manos. Plantado entre el geg y el sartán, cruzó los brazos y levantó por encima de la cabeza los puños tatuados con los signos mágicos. Por un instante, se preguntó dónde estaría el perro. No oía nada procedente del animal pero, por otra parte, los rugidos del dragón le impedían oír cualquier otra cosa.
La bestia se abalanzó sobre él con la boca abierta para capturar a su presa.
Haplo no mentía: había combatido en otras ocasiones contra dragones..., dragones del Laberinto, al lado de cuyos poderes mágicos aquel dragón de azogue era un gusano. Lo más difícil era mantenerse firme, dispuesto a recibir el golpe, cuando todos los instintos de su cuerpo le gritaban que echara a correr.
En el último instante, la cabeza plateada se desvió a un lado y sus mandíbulas se cerraron en el aire. El dragón se retiró y contempló al patryn con suspicacia.
Los dragones son seres inteligentes y, cuando salen de un encantamiento, reaccionan con furia y desconcierto. Su primer impulso es revolverse contra el mago que los ha hechizado pero, incluso enfurecidos, no atacan a la ligera. Aquella bestia había experimentado fuerzas mágicas de muchos tipos en su vida, pero ninguna como la que tenía ante sí en aquel momento. Aun sin verlo, notaba el poder que envolvía a aquel hombre como un poderoso escudo de metal.
No había acero que se resistiese a la bestia. Incluso habría sido capaz de hacer pedazos aquella magia, si se hubiera tomado el tiempo necesario para enfrentarse a ella y desenmarañarla, pero ¿para qué molestarse?, había otras posibles víctimas. Podía oler la sangre caliente. El dragón dirigió una última mirada, curiosa y malévola, a Haplo y desapareció de su vista.
—Pero regresará, sobre todo si prueba el sabor de la carne fresca —murmuró Haplo mientras bajaba las manos—. ¿Qué puedo hacer, pues? Sólo coger a mi amiguito y sacarlo de aquí. Mi trabajo en este reino ya está terminado..., o casi.
Por fin, escuchó algo, y lo que captó fue lo que estaba oyendo el perro. Frunció el entrecejo y se frotó la piel de las manos con gesto ausente. A juzgar por el estruendo, el dragón estaba derribando otra parte del castillo. Iridal y el muchacho aún estaban vivos, pero no por mucho tiempo.
Haplo volvió la vista al sartán inconsciente.
—Podría mantenerte en un sopor que durara todo el tiempo necesario para trasladarte ante mi amo, pero tengo una idea mejor. Ahora sabes dónde voy. Ya encontrarás el modo de encontrarlo y vendrás a mí por tu propia voluntad. Al fin y al cabo, tenemos el mismo objetivo: los dos queremos averiguar qué le sucedió a tu pueblo. Así pues, viejo enemigo, te dejaré aquí para que me cubras la retirada.
Hincó la rodilla al lado de Alfred, lo agarró por la ropa y le dio una enérgica sacudida.
—Despierta de una vez, escoria pusilánime.
Alfred parpadeó y se incorporó hasta quedar sentado, con aire confundido.
—Me he desmayado, ¿verdad? Lo siento. Es un acto reflejo. No puedo controlarlo...
—No quiero oír una palabra más sobre eso —lo interrumpió Haplo—. He ahuyentado al dragón de momento, pero la bestia sólo ha ido a buscar otra comida que no se le resista.
—¡Tú..., me has salvado la vida! —Alfred miró al patryn.
—La tuya, no. La de Limbeck. Tú sólo estabas en medio.
Un agudo grito infantil de terror surgió en el aire. El aullido del dragón resquebrajó las sólidas piedras.
Haplo señaló en dirección al dragón.
—El chico y su madre aún están vivos. Será mejor que te apresures.
Alfred tragó saliva con esfuerzo y el sudor perló su frente. Se puso en pie y, con mano temblorosa, trazó un signo mágico sobre su pecho. Su cuerpo empezó a desvanecerse.
—¡Adiós, sartán! —Exclamó Haplo—. ¡De momento! —Se volvió a Limbeck y le preguntó—: ¿Te encuentras bien? ¿Puedes andar?
—¡Mis..., mis gafas! —El geg alzó del suelo una montura torcida y pasó los dedos por sus aros vacíos.
—No te preocupes —dijo el patryn, ayudándolo a ponerse en pie—. Me parece que, de todos modos, no querrás ver adonde vamos.
Haplo hizo una breve pausa para repasarlo todo mentalmente.
Fomentar el caos en el reino.
Su mano cubierta de runas se cerró con fuerza sobre la de Limbeck. «Eso ya lo he cumplido, mi amo. Ahora transportaré al enano a Drevlin. Allí será el líder de la revuelta de su pueblo, el que lance a este mundo a la guerra.»
Tráeme de ese mundo a alguien que me sirva como discípulo. Alguien que después regrese para enseñar la palabra, mi palabra, al pueblo. Alguien que conduzca a la gente como ovejas a mi redil. Debe ser alguien inteligente, ambicioso... y dócil.
Haplo, con su calmada sonrisa, llamó al perro con un silbido.
Iridal había domado dragones en su infancia, pero sólo a unas bestias dóciles que casi habrían obedecido sus órdenes sin necesidad de hechizos. El dragón que tenía ante sí en aquel momento siempre le había producido terror, y la mujer deseó poder refugiarse en el rincón de la segura y acogedora celda donde había permanecido oculta, pero la prisión había desaparecido. Los muros habían sido derribados, la puerta estaba abierta de par en par y los barrotes habían caído de las ventanas. Un viento helado la atravesó y la luz resultó cegadora para sus ojos, largo tiempo acostumbrados a las sombras.
El pecado de la inacción. Y ahora era demasiado tarde para ella y para el muchacho. La muerte era su única liberación.
Los rugidos del dragón atronaron sobre ella, pero Iridal observó impasible cómo el techo se partía en dos. Polvo y rocas cayeron en torno a ella como una cascada. Un feroz ojo llameante miró a los dos humanos; una lengua centelleante se relamió de gula. La mujer continuó sin moverse.
Demasiado tarde. Demasiado tarde.
Acurrucado detrás de su madre, con el brazo cerrado con fuerza en torno al cuello del perro, Bane miró la escena con los ojos desorbitados. Tras un primer grito de miedo, había guardado silencio, observando lo que sucedía y esperando. El dragón aún no podía alcanzarlos. No podía pasar su enorme cabeza por el pequeño agujero que había abierto y se veía forzado a derribar nuevos bloques de piedra de los muros del castillo. Impulsada por la rabia y el ansia de la sangre que ya olfateaba, la bestia se daba prisa en abrir la brecha.
De pronto, el perro volvió la cabeza hacia la puerta de la estancia y lanzó un gañido.
Bane siguió la mirada del perro y vio a Haplo; éste, desde el umbral, le hacía gestos para que se acercara. Junto a Haplo estaba Limbeck; el geg, casi a ciegas entre el polvo y los cascotes, contemplaba tranquilamente un horror que no alcanzaba a ver.
El chiquillo miró a su madre. Iridal tenía los ojos fijos en el dragón. Bane le tiró de la falda.
—Tenemos que irnos, madre. Podemos ocultarnos en alguna parte. ¡Ellos nos ayudarán!
Iridal no volvió la cabeza. Tal vez ni siquiera lo oyó.
El perro emitió otro gimoteo y, sujetando a Bane por la túnica con los dientes, trató de tirar del muchacho hacia la puerta.
—¡Madre! —insistió con un grito.
—Vete, hijo —respondió ella—. Escóndete en alguna parte. Sí, es una buena idea.
Bane la tomó de la mano.
—Pero... ¿no vas a venir, madre?
—No me llames así. Tu no eres mi hijo. —Iridal lo miró con una calma extraña, irreal—. Cuando naciste, alguien cambió a los bebés. Vete, pequeño —era como si hablara al hijo de otra—. Corre a esconderte. No dejaré que el dragón te haga daño.
El muchacho la miró.
—¡Madre! —exclamó de nuevo, pero ella le volvió la espalda.
Bane se llevó la mano al amuleto del cuello, pero no lo encontró. Enseguida recordó que se lo había quitado.
—¡Tráelo! —gritó Haplo.
El perro hizo presa en la camisa del pequeño y tiró de él. Bane vio cómo el dragón introducía una de sus zarpas por el agujero que había abierto en el techo y la alargaba hacia su presa. Los muros de piedra se derrumbaron y se alzó una nube de polvo que ocultó a Iridal.
La zarpa buscó a tientas la cálida carne cuyo aroma le llegaba a los ollares. Un ojo encendido se asomó al agujero, buscando a su presa. Iridal retrocedió, pero no había dónde esconderse en la cámara semidestruida y sembrada de escombros. Estaba atrapada en una pequeña zona bajo el agujero del techo; cuando el polvo se posara y la criatura volviera a ver, la atraparía.
Trató desesperadamente de concentrarse en la magia. Con los ojos cerrados para evitar aquella visión terrible, dio forma en su mente a unas riendas y se las echó al cuello al dragón.
Con un rugido, la enfurecida criatura apartó la cabeza. La réplica del dragón arrancó las riendas de la mano mental que las sostenía y estuvo cerca de perturbar definitivamente la razón de Iridal. Una zarpa se alargó hacia su brazo y le abrió una herida.
El techo se hundió, fragmentos de piedra la golpearon y la derribaron al suelo. El dragón, con un alarido de triunfo, se abalanzó sobre ella. Con un jadeo, tosiendo debido al polvo, Iridal se encogió en el suelo y apartó la vista de la muerte que se le venía encima.
Aguardó casi con impaciencia el dolor agudo y lacerante de las zarpas desgarrando su carne pero, en lugar de ello, notó una mano suave que la asía del brazo.
—No tengas miedo, hija.
Iridal levantó la cabeza, incrédula. Ante ella estaba el criado de Bane. Con los hombros hundidos, la calva cubierta de polvo de mármol y sus cabellos canos ridículamente de punta, el hombre le dirigió una sonrisa tranquilizadora y se volvió hacia el dragón.
Lentamente, solemne y garboso, Alfred se puso a bailar.
Su voz se alzó en una cantilena aguda y tenue de acompañamiento. Sus manos y pies trazaron signos invisibles, su voz les dio nombres y poder, su mente los potenció y su cuerpo les dio vigor.
De la lengua centelleante del dragón rezumaba un ácido ardiente. Desconcertada por un instante al percibir la magia del hombre y no saber de qué se trataba, la bestia retrocedió para estudiar la cuestión. Pero ya lo habían detenido una vez con aquel truco; el ansia de carne y el recuerdo de lo que ya había soportado a manos del detestado hechicero lo impulsaron a lanzarse adelante. Unas fauces abiertas descendieron por la abertura del techo e Iridal se estremeció de pavor, convencida de que el hombre quedaría despedazado.