Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
CASTILLO SINIESTRO,
REINO SUPERIOR
Iridal, apoyada en el bastidor, contemplaba el paisaje tras la ventana acristalada. La belleza de la vista que se extendía ante ella resultaba incomparable. Las paredes de ópalo del castillo refulgían bajo la luz del sol, sumándose a los colores titilantes de la mágica cúpula que constituía el cielo del Reino Superior. Al pie de las murallas, los parques y bosques del castillo, primorosamente cuidados y modelados, eran atravesados por senderos cuyo piso de mármol triturado estaba salpicado de brillantes piedras preciosas. Tanta belleza podía detener un corazón, pero hacía mucho tiempo que Iridal había dejado de apreciar la belleza en cosa alguna. Su propio nombre, que significaba «del arco iris», resultaba irónico pues todo en su mundo era gris. En cuanto a su corazón, parecía haber dejado de latir hacía mucho tiempo.
—Esposa...
La voz surgió a sus espaldas e Iridal se estremeció. Había creído estar sola en la habitación. No había oído el silencioso avance de las babuchas y el roce de las ropas de seda que anunciaban invariablemente la presencia de su esposo. Este no había entrado en sus aposentos desde hacía muchos años y ella notó que el escalofrío causado por su llegada le atenazaba el corazón y lo estrujaba con fuerza. Temerosa, se volvió y lo miró.
—¿Qué quieres? —Su mano apretó con fuerza la túnica en torno a sí, como si la frágil tela pudiera protegerla contra él—. ¿Por qué has venido a mis aposentos privados?
Sinistrad contempló el lecho de cortinas ondulantes, doseles con borlas y sábanas de seda, aspirando el leve aroma de las hojas de espliego esparcidas sobre ellas cada mañana y cuidadosamente retiradas cada noche.
—¿Desde cuándo tiene prohibido un marido entrar en el dormitorio de su esposa?
—¡Déjame en paz! —El frío de su corazón parecía haberse extendido a sus labios. Iridal apenas podía moverlos.
—No te preocupes, esposa. Hace diez años que no me acerco a ti con el propósito que estás temiendo, y no tengo intención de probarlo otra vez. Tales actos me resultan tan repugnantes como a ti; es como si fuéramos animales en celo en un corral oscuro y apestoso. De todos modos, esto me lleva al tema que he venido a comentarte. Nuestro hijo llega por fin.
—¿Nuestro hijo? —Repitió Iridal—.
¡Tu
hijo! ¡No tiene nada que ver conmigo!
—Celebrémoslo —replicó Sinistrad con una sonrisa pálida y seca—. Me alegro de que tengas este punto de vista, querida. Confío en que lo recordarás cuando llegue el muchacho, y que no te entrometerás en nuestro trabajo.
—¿Qué podría hacer para impedirlo?
—La ironía no es tu fuerte, mujer. Recuerda que conozco tus trucos. Lágrimas, pucheros, abracitos al niño cuando creas que no miro... Te lo advierto, Iridal: te estaré viendo. Mis ojos están en todas partes, incluso cuando me vuelvo de espaldas. El muchacho es mío, tú lo has dicho. No lo olvides nunca.
—¡Lágrimas! No temas mis lágrimas, marido. Se secaron hace mucho tiempo.
—¿Temer? No le tengo miedo a nada, y menos aún a ti, esposa —replicó Sinistrad con un tonillo de diversión—. Pero podría ser una molestia, confundir la mente del muchacho, y no tengo tiempo para andarme con tonterías contigo.
—¿Por qué no me encierras en una mazmorra? Ya soy tu prisionera en todo, salvo en el nombre.
—He pensado en hacerlo, pero el muchacho sentiría un interés inapropiado por una madre a la que tuviera prohibido ver. No; será mucho mejor si apareces y le lanzas tiernas sonrisas, y le haces ver que eres débil y sumisa.
—¡Quieres que le enseñe a despreciarme!
—No aspiro a tanto, querida. —Sinistrad se encogió de hombros—. Será mucho mejor para mis planes que no se forme ninguna opinión en absoluto sobre ti. Y, por fortuna, contamos con algo que hará que te comportes como es debido: rehenes. Tres humanos y un geg son sus compañeros de viaje. ¡Qué importante debes sentirte, Iridal, sabiendo que tienes tantas vidas en tus manos!
La mujer se puso muy pálida, le flojearon las rodillas y se dejó caer en una silla.
—¡Has caído muy bajo, Sinistrad, pero nunca has cometido un asesinato! ¡No creo en tu amenaza!
—Permíteme que corrija tus palabras, esposa. Tú no has sabido nunca que haya dado muerte a nadie pero, reconozcámoslo, tú no has sabido nunca nada de mí. Punto. Que tengas un buen día, esposa. Te mandaré avisar cuando tengas que aparecer para recibir a
nuestro
hijo.
Con una reverencia, Sinistrad se llevó la mano al corazón en el gesto ancestral de saludo entre esposos y abandonó los aposentos de Iridal. Incluso en aquel ademán había un aire de mofa y desdén.
Presa de un temblor incontrolable, la mujer se encogió en la silla y volvió hacia la ventana unos ojos secos, ardorosos...
—Mi padre dice que eres un hombre malvado.
La muchacha, Iridal, estaba asomada a la ventana en la casa de su padre. Muy cerca de ella, casi tocándola pero sin llegar a hacerlo en ningún momento, estaba un joven misteriarca. Era el héroe apuesto y perverso de los cuentos románticos de la doncella de Iridal: una piel fina y pálida, unos ojos castaños acuosos que siempre parecían dos minas de secretos fascinantes, una sonrisa que prometía compartir esos secretos si una conseguía acercarse lo suficiente a ella. El casquete negro con orlas doradas que denotaba su calidad de maestro de disciplina de la Séptima Casa —el rango más alto que podía alcanzar un hechicero— terminaba en una afilada punta sobre el puente de su nariz aguileña. El casquete, que se ensanchaba desde allí entre los ojos, le proporcionaba un aspecto de sabiduría y añadía expresividad a un rostro que de otro modo habría carecido de ella, pues el misteriarca no tenía cejas ni pestañas. Por una tara de nacimiento, todo su cuerpo era lampiño.
—Tu padre tiene razón, Iridal —respondió Sinistrad sin alzar la voz. Alargando la mano, jugó con un mechón del cabello de la muchacha. Era el gesto de intimidad más atrevido que había hecho desde que se habían conocido—. Soy malvado, no lo niego.
En su voz había un deje de melancolía que conmovió el corazón de Iridal igual que el contacto de sus dedos le conmovía la piel.
Vuelta hacia él, extendió las manos, tomó las suyas y le sonrió.
—¡No, querido! ¡Puede que el mundo lo diga, pero es porque no te conoce bien! ¡No te conoce como yo!
—Pero sí lo soy, Iridal. —La voz de Sinistrad era suave y sincera—. Te digo la verdad ahora porque no quiero que me lo reproches más tarde. Si te casas conmigo, te casas con las tinieblas.
El dedo enroscó el mechón en torno a sí cada vez con más fuerza, obligando a la muchacha a acercarse. Las palabras de Sinistrad y el tono grave en que las había pronunciado hicieron que el corazón de Iridal vacilara dolorosamente, pero el dolor le resultaba dulce y excitante. La oscuridad que envolvía al hombre (rumores tenebrosos, comentarios sombríos sobre él entre la comunidad de misteriarcas) también resultaba emocionante. La vida de Iridal, sus dieciséis años, había sido aburrida y prosaica. En compañía de un padre que se había volcado en ella tras la muerte de su madre, la había criado una nodriza melindrosa. Su padre no podía soportar que los vientos ásperos de la vida soplaran con demasiada fuerza sobre las tiernas mejillas de su hija, y la había mantenido abrigada y recluida, envuelta en un sofocante capullo de amor.
La mariposa que había emergido de aquella crisálida era brillante y deslumbrante. Sus débiles alas la condujeron directamente a la red de Sinistrad.
—Si eres malvado —murmuró, cerrando las manos en torno al brazo del hombre—, es porque el mundo te ha hecho así al negarse a escuchar tus planes y al contrariar tu genio en cada ocasión. Cuando yo camine a tu lado, te conduciré a la luz.
—Entonces, ¿serás mi esposa? ¿Irás en contra de los deseos de tu padre?
—Tengo edad de tomar mis propias decisiones. Y, querido mío, te escojo a ti.
Sinistrad no dijo nada pero, con aquella sonrisa prometedora de secretos en los labios, besó el mechón de cabello enroscado con fuerza en torno al dedo...
... Iridal yacía en el lecho, debilitada por las labores del parto. La comadrona había terminado de bañar al niño y, envuelto en un lienzo, lo presentó a la madre. El momento debería haber sido de regocijo pero la vieja comadrona, que había traído al mundo a la propia Iridal, se echó a llorar cuando dejó al niño en brazos de su madre.
Se abrió la puerta de la cámara. Iridal emitió un lánguido gemido y apretó con tal fuerza al niño que éste se echó a llorar. La comadrona alzó la vista y, con manos amorosas, arregló los rizos bañados en sudor de la mujer. Una mirada de desafío endureció el rostro arrugado de la asistenta.
—Déjanos —ordenó Sinistrad, dirigiéndose a la comadrona con la vista fija en su esposa.
—¡No abandonaré a mi pequeña!
Los ojos se volvieron hacia ella. La mujer permaneció firme, aunque la mano que acariciaba los rubios cabellos de Iridal se estremeció. Tomando entre los suyos los dedos de la comadrona, Iridal los besó y, con un trémulo susurro, le indicó que saliera.
—¡No puedo, niña! —La mujer se echó a llorar—. ¡Lo que se propone es cruel! ¡Cruel y antinatural!
—¡Vete! —Masculló Sinistrad—. ¡Sal, o te reduciré a cenizas aquí mismo!
La comadrona le dirigió una mirada malévola, pero se retiró de la estancia. Sabía quién sufriría las consecuencias, si no lo hacía.
—Ahora que hemos terminado con esto, esa mujer debe irse, esposa —declaró Sinistrad, acercándose hasta el costado de la cama—. No tolero desafíos en mi propia casa.
—¡Por favor, marido, no! Es la única compañía que tengo. —Los brazos de Iridal se agarraban a su hijo. Alzó una mirada suplicante a su esposo mientras tiraba del lienzo con una de las manos—. Y necesitaré ayuda con nuestro hijo. ¡Mira! —Echó atrás el lienzo y dejó a la vista un rostro enrojecido y arrugado, unos ojos cerrados con fuerza y unos diminutos puños apretados enérgicamente—. ¿No es hermoso, marido? —Iridal tenía la desesperada, imposible esperanza de que la visión de una criatura de su propia sangre haría cambiar de idea a Sinistrad.
—Conviene a mis planes —dijo él, alargando las manos.
—¡No! —Iridal lo rehuyó—. ¡Mi hijo, no! ¡Por favor, no!
—Te expliqué mis intenciones el día que me anunciaste tu embarazo. Te dije entonces que me había casado contigo con este único y exclusivo propósito, y que me había acostado contigo por esa misma razón, y no otra. ¡Dame al niño!
Iridal se encogió sobre su hijo con la cabeza gacha, cubriendo el cuerpecito con sus largos cabellos, como una brillante cortina. Se negó a mirar a su esposo, como si al hacerlo él ejerciera un poder sobre su voluntad. Cerrando sus ojos a él, podría hacer que desapareciera. Sin embargo, la estratagema no funcionó porque, al cerrar los párpados, vio a Sinistrad como aquel día terrible en que sus radiantes ilusiones de amor se habían roto completa e irrevocablemente; aquel día en que le había comunicado la gozosa noticia de que portaba un hijo en sus entrañas; aquel día en que Sinistrad le había revelado, con voz fría y desapasionada, lo que se proponía hacer con el bebé.
Iridal debería haber sabido que tramaba algo. Lo había sabido, pero no había querido reconocerlo. La noche de bodas, su vida había pasado de unos sueños irisados a un vacío gris. Su marido hacía el amor sin amor, desapasionadamente. Era rápido, práctico, siempre con los ojos abiertos y mirándola con fijeza, induciéndola a algo que ella no alcanzaba a entender. Noche tras noche, Sinistrad acudió a ella. Durante el día, rara vez la veía o hablaba con ella. Iridal llegó a temer las visitas nocturnas y en una ocasión se había atrevido a rechazarlo, suplicándole que la tratara con amor. Esa noche, él la había tomado con violencia y dolor, y la mujer no se había atrevido nunca más a decirle que no. Tal vez su hijo fue concebido esa misma noche. Un mes más tarde, supo que estaba embarazada.
A partir de ese día, Sinistrad no volvió a pisar su alcoba.
El niño lloraba en sus brazos. Unas manos fuertes asieron a Iridal por los cabellos y la obligaron a levantar la cabeza. Las manos fuertes arrancaron al bebé de sus brazos. Suplicante, la madre se arrastró de la cama y avanzó tambaleándose tras su esposo mientras éste se alejaba con el lloriqueante recién nacido, pero estaba demasiado débil. Enredada en las sábanas manchadas de sangre, Iridal cayó al suelo. Una mano se agarró a la túnica del hombre, impidiéndole avanzar.
—¡Mi hijo! ¡No te lleves a mi hijo!
Sinistrad la miró con una fría mueca de desagrado.
—El día en que te pedí que fueras mi esposa, te conté lo que era. Nunca te he mentido. Tú decidiste no creerme, y eso es culpa tuya. Tú te lo has buscado.
El hombre bajó la mano, asió la túnica y tiró de ella. La tela se deslizó entre los dedos débiles de Iridal, y Sinistrad abandonó la estancia.
Cuando regresó, esa misma noche, traía otro bebé: el auténtico heredero de los desdichados reyes de las Volkaran y Ulyandia. Sinistrad se lo entregó a su esposa como si le arrojara un cachorro que hubiera encontrado abandonado en el camino.
—¡Quiero a mi hijo! —protestó ella—. ¡No el de alguna otra desdichada como yo!
—Haz lo que quieras con él, pues —dijo Sinistrad. Su plan había resultado y casi se sentía de buen humor—. Dale de mamar, asfíxialo... No me importa.
Iridal se apiadó del recién nacido y, esperando que el amor que volcaba en él fuera correspondido en su propio hijo donde estuviera, lo cuidó con ternura. Pero el pequeño no pudo adaptarse a la atmósfera enrarecida. Murió a los pocos días, y algo dentro de Iridal murió con él.
Un mes más tarde, acudió a ver a Sinistrad en su laboratorio y le declaró tranquila y claramente que se marchaba, que volvía a casa de su padre. En realidad, su idea era viajar al Reino Medio y rescatar a su hijo.
—No, querida, creo que no lo harás —replicó Sinistrad sin alzar la vista del texto que estaba estudiando—. Mi boda contigo alejó de mí la nube de dudas. Ahora, los demás confían en mí. Para que nuestros planes de escapar de este reino tengan éxito, necesitaré la ayuda de todos los miembros de mi comunidad. Es preciso que hagan mi voluntad sin titubeos. No puedo permitirme el escándalo de una separación de ti.
Por fin, dirigió la mirada hacia ella e Iridal supo que conocía sus planes, que conocía los secretos de su corazón.
—¡No puedes detenerme! —gritó—. Los hechizos que urdo son poderosos, pues soy experta en magia, tan experta como tú, esposo, que has dedicado toda tu vida a tu arrogante ambición. ¡Yo proclamaré tu maldad al mundo! ¡Entonces no te seguirán, sino que se levantarán para destruirte!