Ala de dragón (41 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
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—Tú has mentido respecto a que no hablabas el idioma de los gegs. Y no me contaste la verdad acerca del chico hasta que casi era demasiado tarde. ¿En qué más has mentido, Alfred? —exigió saber Hugh.

El chambelán se puso pálido. Movió los labios, pero no logró responder. Al fin, consiguió musitar:

—Lo prometo.

—Está bien. Arreglado. Ahora, tenemos que informarnos sobre ese otro dios. Podría ser nuestra vía de escape de este lugar. Lo más probable es que se trate de un elfo cuya nave fue atrapada por la tormenta y arrojada aquí.

—Podría decirle al survisor jefe que deseo un encuentro con ese dios. —Bane captó y entendió enseguida las posibilidades de tal petición—. Le diré que no puedo juzgar a los gegs hasta que sepa cuál es la opinión de ese otro «dios» colega sobre el asunto. ¿Quién sabe?, podríamos tardar varios días en encontrar la respuesta —añadió con una sonrisa angelical—. De todos modos, ¿nos ayudaría un elfo?

—Si se encuentra en las mismas dificultades que nosotros aquí abajo, lo hará. Nuestra nave está destrozada. Probablemente, la suya también. Pero podríamos utilizar partes de una para reparar la otra... ¡Silencio! Tenemos compañía.

El survisor jefe se acercó a ellos, seguido de un ofinista jefe pomposo y engreído.

—¿Cuándo querrás empezar el Juicio, Venerable?

Bane se irguió cuan alto era y puso gesto de sentirse ofendido.

—He oído a la gente gritar algo respecto a que tenéis a otro dios en esta tierra. ¿Cómo es que no me habéis informado de ello?

—Porque es un dios que afirma no serlo, Venerable —dijo el survisor, lanzando una mirada de reproche al ofinista jefe—. Dice que ninguno de vosotros sois dioses, sino mortales que nos habéis esclavizado.

Hugh se contuvo pacientemente durante esta conversación, de la que no entendió palabra. Alfred estaba muy pendiente de lo que hablaba el geg y
la Mano
observó con detalle la expresión del chambelán. No se le pasó por alto su reacción de desaliento ante lo que oía. El asesino apretó los dientes, frustrado casi hasta el punto de volverse loco. La vida de los tres dependía de un chiquillo de diez ciclos que, en aquel momento, parecía perfectamente capaz de romper a llorar.

Sin embargo, el príncipe Bane no perdió la compostura. Con rostro altivo, dio alguna respuesta que, al parecer, alivió la situación pues Hugh vio relajarse la cara de Alfred. El chambelán incluso hizo un leve asentimiento antes de dominarse, consciente de que no debía mostrar ninguna reacción.

El muchacho era valiente y tenía una cabeza muy ágil, reconoció Hugh retorciéndose la barba. «Y quizás estoy subyugado por el hechizo», se recordó a sí mismo.

—Tráeme a ese dios —dijo Bane con un aire imperioso que, por un instante, hizo que se pareciera al rey Stephen.

—Si deseas verlos, Venerable, el dios y el geg que lo trajo aquí hablarán en público esta noche, en un mitin. Puedes enfrentarte a él ante los asistentes.

—Muy bien —asintió Bane. No le gustaba la idea, pero no sabía qué otra respuesta dar.

—Ahora, Venerable, tal vez quieras descansar un poco. Observo que uno de tus acompañantes está herido. —El survisor volvió la vista hacia la manga de la camisa de Hugh, desgarrada y manchada de sangre—. Puedo mandar llamar a un sanador.

Hugh vio la mirada, entendió lo que decía e hizo un gesto de negativa.

—Gracias —dijo Bane—. La herida no es grave. En cambio, podrías hace que nos trajeran comida y agua.

El survisor jefe hizo una reverencia.

—¿Es todo lo que puedo hacer por ti, Venerable?

—Sí, gracias. Con eso bastará —respondió Bane, sin conseguir ocultar el tono de alivio de su voz.

Los dioses fueron conducidos a unas sillas colocadas a los pies de la estatua del dictor, probablemente para que les proporcionara inspiración. Al ofinista jefe le hubiera gustado mucho quedarse a cumplimentar a los Venerables, pero Darral asió a su cuñado por la manga de terciopelo de su casaca y lo arrastró lejos de ellos entre un torrente de protestas.

—¿Qué haces? —exclamó el ofinista jefe, furioso—. ¿Cómo puedes atreverte a insultar al Venerable con una cosa así? ¡Dar a entender que no es un dios! ¡Y todo eso de si somos esclavos...!

—Calla y escúchame —replicó Darral Estibador enérgicamente. Ya tenía bastante de dioses. Un «Venerable» más y vomitaría—. O bien esos tipos son dioses, o no lo son. Si no lo son y resulta que ese Limbeck tiene razón, ¿qué crees que será de nosotros, que nos hemos pasado la vida diciendo a nuestro pueblo que servíamos a los dioses?

El ofinista jefe miró a su cuñado. Poco a poco, su rostro fue perdiendo el color. Tragó saliva.

—Exacto —asintió Darral con rotundidad, haciendo oscilar la barba—. Ahora, supón que son dioses. ¿De veras deseas ser juzgado y elevado al cielo? ¿O prefieres seguir aquí abajo, tal como estaban las cosas antes de que se armara todo este alboroto?

El ofinista jefe reflexionó. Estaba muy orgulloso de ser ofinista jefe. Llevaba una buena vida. Los gegs lo respetaban, le hacían reverencias y se quitaban el sombrero cuando se cruzaban con él por la calle. No tenía que servir a la Tumpa-chumpa, salvo cuando decidía comparecer por allí. Lo invitaban a todas las mejores fiestas. Pensándolo bien, ¿qué más podía ofrecerle el cielo?

—Tienes razón —se vio obligado a reconocer, aunque le dolía hacerlo—. ¿Qué hacemos, entonces?

—Ya me estoy ocupando de ello —respondió el survisor jefe—. Déjalo en mis manos.

Hugh observó a los gegs que se alejaban cuchicheando.

—Daría cien barls por saber qué están hablando esos dos.

—Esto no me gusta nada —asintió Alfred—. Ese otro dios, sea quien sea, está fomentando el caos y la rebelión en esta tierra y me pregunto por qué. Los elfos no tendrían ninguna razón para perturbar las cosas en el Reino Inferior, ¿no te parece?

—No. Mantener a los gegs tranquilos y trabajando duro sólo les reporta ventajas. En cualquier caso, supongo que no podemos hacer otra cosa que acudir al mitin de esta noche y oír lo que ese dios tenga que decir.

—Sí —dijo Alfred, abstraído.

Hugh se volvió a mirarlo. Su frente alta y abovedada estaba perlada de sudor y sus ojos habían adquirido un brillo febril. Tenía la piel cenicienta y los labios grises. De pronto, Hugh se dio cuenta de que el chambelán no había tropezado con nada desde hacía mucho rato.

—No tienes buen aspecto. ¿Te sientes bien?

—Yo..., no me siento muy bien, maese Hugh. No es nada serio; una mera reacción tras la caída de la nave. Me recuperaré
.
No te preocupes por mí, haz el favor. Príncipe Bane, ¿entiendes la importancia del encuentro de esta noche?

Bane le dirigió una mirada reflexiva, meditabunda.

—Sí, la entiendo. Haré cuanto pueda por ayudar, aunque no estoy seguro de qué debo hacer.

El muchacho parecía sincero, pero Hugh aún tenía presente aquella sonrisa inocente mientras el príncipe le entregaba el vino emponzoñado. ¿Estaba Bane, realmente, de su parte? ¿O simplemente los estaba moviendo, a Alfred y a él, de una casilla a la siguiente?

CAPÍTULO 33

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Un tumulto en el exterior del agujero en la pared atrajo la atención de Jarre, que acababa de dar los toques finales al discurso de Limbeck. Dejó el papel en la mesa, llegó hasta la cortina que hacía las veces de puerta y asomó la cabeza. Comprobó con satisfacción que la multitud congregada en la calle había crecido, pero los miembros de la UAPP que montaban guardia junto a la entrada estaban discutiendo acaloradamente con otro grupo de gegs que pretendían entrar.

Ante la aparición de Jarre, el clamor aumentó.

—¿Qué sucede? —preguntó ella.

Los gegs se pusieron a gritar a la vez y Jarre tardó algún tiempo en calmarlos. Cuando lo consiguió y hubo oído lo que tenían que decir, impartió unas instrucciones y desapareció de nuevo en el interior de la sede de la Unión.

—¿Qué era eso? —preguntó Haplo desde la escalera, con el perro a su lado.

—Lamento que el alboroto te despertara —se disculpó Jarre—. No es nada, en realidad.

—No dormía. ¿De qué se trata?

—El survisor jefe se acerca con su propio dios —contestó Jarre—. Debería haber esperado una cosa así de Darral Estibador. Pues bien, no le dará resultado, esto es todo.

—¿Su propio dios? —Haplo descendió los peldaños con pasos rápidos y ligeros como los de un gato—. Cuéntame.

—No irás a tomártelo en serio, ¿verdad? Ya sabes que los dioses no existen. Supongo que Darral les ha contado a los welfos que constituíamos una amenaza y han mandado a alguien aquí abajo para intentar convencer al pueblo que «Sí, de verdad, los welfos somos auténticos dioses».

—Ese dios que traen..., ¿sabes si es un elf..., un welfo?

—No lo sé. La mayoría de nuestro pueblo no ha visto nunca ninguno. Supongo que nadie sabe qué aspecto tienen. Lo único que sé es que, al parecer, ese dios es un niño y que ha estado proclamando que ha venido a juzgarnos y que va a hacerlo en el mitin de esta noche, para demostrar que estamos equivocados. Pero, naturalmente, tú podrás encargarte de él.

—Naturalmente —murmuró Haplo.

Jarre dio muestras de impaciencia.

—Tengo que ir a asegurarme de que está todo preparado en la Sala de Juntos. —Se echó un mantón por encima de los hombros. Camino de la salida, hizo una pausa y miró atrás—. No le cuentas esto a Limbeck: se pondría demasiado nervioso. Será mejor que el asunto lo tome completamente por sorpresa, así no tendrá tiempo de pensar.

Corriendo la cortina, abandonó la sede de la Unión entre grandes vítores de los congregados.

Ya a solas, Haplo se dejó caer en una silla. El perro, percibiendo el estado de ánimo de su amo, hundió el hocico en la mano de éste en un gesto reconfortante.

—¿Qué piensas, muchacho? ¿Los sartán? —Musitó Haplo, rascando al perro bajo los belfos con gesto ausente—. Ellos son lo más parecido a un dios que pueden encontrar estos enanos en un universo sin dioses. ¿Qué hago si lo son? No puedo desafiar a ese «dios» y revelarle mis poderes. Los sartán no deben tener noticia de nuestra huida de su prisión. Todavía no, hasta que mi amo esté completamente preparado.

Cayó en su silencio ceñudo y meditabundo. La mano que acariciaba al perro relajó sus movimientos y pronto quedó inmóvil. El animal, al advertir que ya no lo necesitaba, se instaló a los pies del hombre con el hocico sobre las patas. Sus ojos acuosos reflejaron la preocupación de la mirada de su amo.

—Qué ironía, ¿no? —murmuró Haplo y, al oír la voz, el animal irguió las orejas y alzó los ojos hacia él, con una de sus cejas blancas ligeramente levantada—. Tener los poderes de un dios y tener que reprimirse de utilizarlos. —Retirando el vendaje que le cubría la mano, pasó un dedo sobre las enmarañadas líneas azules y rojas de los signos mágicos cuyos fantásticos dibujos y espirales decoraban su piel—. Podría construir una nave en un día, salir volando de aquí mañana mismo, si quisiera. Podría mostrar a estos enanos un poder como nunca han imaginado. Podría convertirme en un dios para ellos y conducirlos a la guerra contra los humanos y los «welfos». —Haplo ensayó una sonrisa, pero su rostro recobró enseguida la seriedad—. ¿Por qué no? ¿Qué importancia tendría?

Lo embargó un poderoso deseo de utilizar su poder. No sólo de emplear la magia, sino de usarla para conquistar, para controlar, para dirigir. Los gegs eran pacíficos, pero Haplo sabía que no era éste el verdadero modo de ser de los enanos. De algún modo, los sartán habían conseguido despojarlos de su auténtico carácter y reducirlos a la condición de estúpidos «gegs» servidores de la máquina en que se habían convertido. No había de costar mucho reavivar en sus corazones el feroz orgullo, el valor legendario de los enanos. Las cenizas parecían frías pero, sin duda, aún debía de arder una llama en alguna parte.

—Podría organizar un ejército y construir naves... ¡Pero no! ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué me ha dado, de pronto? —Haplo volvió a cubrirse la mano con gesto irritado. El perro, encogiéndose ante el áspero tono de voz de su amo, le dirigió una mirada de disculpa creyendo tal vez que había hecho algo malo—. ¡Es mi verdadero carácter, mi naturaleza de patryn, y va a conducirme al desastre! Mi señor me advirtió al respecto: debo moverme con calma. Los gegs no están preparados, ni debo ser yo quien los guíe. Ha de ser uno de los suyos. Limbeck. Sí, he de encontrar el modo de avivar la llama que representa Limbeck.

»En cuanto a ese niño dios, no puedo hacer otra cosa que esperar a ver qué sucede y confiar en mí mismo. Si no es un Satán, tanto mejor, ¿verdad, muchacho?

Inclinándose, Haplo dio unas palmaditas en el flanco del animal. Este, satisfecho de que su amo hubiera recobrado el buen humor, cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro.

—Y si resulta ser un sartán —murmuró luego para sí, echándose hacia atrás en su pequeño e incómodo asiento y estirando las piernas—, ¡que mi amo me contenga de arrancarle el corazón a ese bastardo!

Cuando Jarre regresó, Limbeck ya estaba despierto y repasaba nerviosamente su discurso, y Haplo había tomado una decisión.

—Bien —anunció Jarre, radiante, mientras se quitaba el mantón de sus anchos hombros—, todo está preparado para esta noche. Querido, creo que éste va a ser el mitin más concurrido desde que...

—Es preciso que hablemos con el dios —la interrumpió Haplo con su voz calmosa.

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