Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Alfred se incorporó hasta quedar sentado y dedicó una mirada nerviosa a. Hugh (y, en particular, a su daga).
—Tal vez no sea muy factible acompañaros, Alt...
—¿Quién eres? —lo interrumpió Hugh.
El hombre se frotó la cabeza y respondió humildemente:
—Señor, mi nombre es...
—¡Es Alfred! —lo cortó Bane, como si eso lo explicara todo. Al advertir que no era así por la torva expresión de Hugh, el chiquillo añadió—: Está a cargo de todos mis criados y escoge a mis tutores, y se asegura de que el agua del baño no esté demasiado caliente...
—Me llamo Alfred Montbank, señor —dijo el hombre.
—¿Eres criado de Bane?
—El término correcto es «chambelán», señor —lo corrigió Alfred, sonrojándose—. Y ese al que te refieres de manera tan irrespetuosa es tu príncipe, recuérdalo.
—¡Oh!, no te preocupes por eso, Alfred —lo tranquilizó Bane, sentándose sobre los talones. Sus dedos juguetearon con el amuleto de la pluma que llevaba en torno al cuello—. Le he dicho a maese Hugh que podía apearme el tratamiento, ya que viajamos juntos. Es mucho más fácil que estar diciendo «Alteza» todo el tiempo.
—Tú eres el que venía siguiéndonos —lo acusó Hugh.
—Tengo el deber de estar siempre con Su Alteza, señor.
Hugh frunció sus negras cejas.
—Es evidente que alguien no creyó que debía ser así.
—Me dejaron atrás por error. —Alfred bajó los ojos y clavó la mirada en el suelo del cobertizo—. Su Majestad, el rey, escapó con tantas prisas que, sin duda, se olvidó de mí.
—Y por esto lo seguiste..., a él y al muchacho.
—Sí, señor. Por poco llego demasiado tarde. Tuve que recoger algunas cosas que sabía que el príncipe iba a necesitar y que Triano había olvidado. Luego tuve que ensillar personalmente mi dragón y, por último, tuve una discusión con los guardianes de palacio, que no querían dejarme salir. Cuando crucé las puertas, el rey y Triano, con el príncipe, habían desaparecido. Por un momento, no supe qué hacer, pero el dragón parecía tener cierta idea de adonde quería ir y...
—Debió de seguir a sus compañeros de establo. Continúa.
—Los encontramos. Es decir, el dragón los encontró. Pero no quise cometer la osadía de presentarme de improviso ante ellos y me mantuve a cierta distancia. Al fin, nos posamos en ese lugar horrible...
—El monasterio kir.
—Sí, yo...
—¿Podrías volver allí si quisieras?
Hugh hizo la pregunta despreocupadamente, como por curiosidad, y Alfred respondió sin imaginar en absoluto que su vida estaba en juego.
—Vaya... Sí, señor, creo que podría. Tengo buen conocimiento del territorio, en especial de la zona que rodea al castillo. ¿Por qué lo preguntas? —añadió, alzando la vista y mirando a los ojos de Hugh.
La Mano
procedía a guardar de nuevo la daga en la bota.
—Porque ese sitio con el que tropezaste por casualidad es el escondite secreto de Stephen. Los centinelas le dirán que lo seguiste y el rey sabrá que lo encontraste; tu desaparición concuerda con ello. Yo no apostaría una gota de agua por tus posibilidades de llegar a viejo, si vuelves a la corte.
—¡Sartán piadoso! —Alfred tenía el rostro del color de la arcilla; era como si llevara una máscara de limo—. ¡No lo sabía! ¡Lo juro, noble señor! —alargó la mano y asió la de Hugh con gesto suplicante—. Olvidaré el camino, lo prometo...
—No quiero que lo olvides. ¿Quién sabe?, algún día podría ser útil conocerlo.
—Sí, señor... —dijo Alfred, titubeante.
—Este es maese Hugh —Bane terminó las presentaciones—. Tiene un monje negro que camina con él, Alfred.
Hugh miró al chiquillo en silencio. La expresión de su rostro, como una máscara de piedra, no mostró más cambio que, tal vez, una ligera vibración en sus ojos negros.
Alfred, ruborizado, alargó la mano y acarició los cabellos dorados de Bane.
—¿Qué os he enseñado, Alteza? —Murmuró el chambelán, regañándolo con suavidad—. Ir contando los secretos de la gente no está bien. —Dirigió una mirada de disculpa a Hugh y le murmuró—: Debes ser comprensivo, maese Hugh. Su Alteza posee el don de la clarividencia pero aún no ha aprendido del todo a utilizarlo.
Hugh soltó un bufido, se puso en pie y empezó a guardar su manta.
—Por favor, permíteme.
Alfred se incorporó de un salto, con intención de quitarle la manta de las manos. Uno de los enormes pies del chambelán le obedeció, pero el otro pareció creer que había recibido otra orden distinta y giró en dirección opuesta. Alfred trastabilló, se tambaleó y habría caído de cabeza sobre Hugh si éste no lo hubiera agarrado del brazo y lo hubiera sostenido en pie.
—Gracias, señor. Me temo que soy muy torpe. Bueno, ya está. Ya puedo hacer eso.
Alfred empezó a luchar con la manta, que de pronto parecía haber adquirido vida propia, cargada de mala intención. Las esquinas se le escapaban de los dedos. Doblaba una punta y la otra se le desdoblaba. Arrugas y bultos aparecían en los lugares más impensables. Durante el forcejeo, resultó difícil decir quién terminaría ganando.
—Lo que dice Su Alteza es verdad, señor —continuó Alfred mientras seguía su furiosa pugna con el pedazo de tela—. El pasado, y en especial la gente que ha influido en nuestras vidas, se adhiere a nosotros. Su Alteza tiene el don de visualizarlo.
Hugh avanzó un paso, inmovilizó la manta y rescató a Alfred, que volvió a sentarse entre jadeos, secándose el sudor de su alta y abovedada frente.
—Apuesto a que el muchacho también podría leerme el futuro en los posos del vino —murmuró Hugh en voz baja, de modo que el príncipe no pudiera oírlo—. ¿De dónde habrá sacado esa capacidad? Sólo los brujos engendran brujos. Tal vez Stephen no sea su verdadero padre...
Hugh había lanzado este dardo verbal al azar, sin esperanzas de clavarlo en ningún sitio. En cambio, la flecha encontró una diana y se hundió en ella muy profundamente, a juzgar por las apariencias. El rostro de Alfred adquirió un enfermizo tono verdoso, el blanco de sus ojos destacó claramente en torno a los iris grises y sus labios se movieron sin pronunciar sonido alguno. Anonadado y mudo, el chambelán contempló a Hugh.
Aquello empezaba a cobrar sentido, se dijo
la Mano.
Al menos, explicaba el extraño nombre del chiquillo. Dirigió una mirada a Bane, que estaba rebuscando en el macuto de Alfred.
—¿Me has traído los dulces? ¡Sí! —Con gesto triunfal, sacó los caramelos—. Sabía que no te olvidarías.
—Recoge las cosas, Alteza —ordenó Hugh, echándose la capa sobre los hombros y cargando con su mochila.
—Yo me encargo de eso, Alteza —intervino Alfred en tono de alivio, contento de tener algo con que ocupar la cabeza y las manos y poder evitar la mirada de Hugh. De los tres pasos que dio en el cobertizo, sólo falló uno; eso bastó para que cayera de rodillas, posición que, de todos modos, hubiera tenido que adoptar. Con gran coraje y determinación, se dispuso a entablar batalla de nuevo con la manta del príncipe.
—Alfred —dijo Hugh—, mientras nos seguías has podido ver las tierras que sobrevolamos. ¿Sabes dónde estamos ahora?
—Sí, maese Hugh. —El chambelán, sudoroso bajo el aire helado, no se atrevió a levantar la vista para evitar que la manta lo pillara desprevenido—. Creo que esta aldea se llama Watershed.
—Watershed —repitió
la Mano
—. No te alejes, Alteza —añadió al advertir que el príncipe se disponía a cruzar la puerta. Bane se volvió a mirarlo.
—Sólo quiero echar un vistazo ahí fuera. No me alejaré y tendré cuidado.
El chambelán había renunciado a intentar doblar la manta y, finalmente, la introdujo en el macuto por la fuerza. Cuando el muchacho hubo desaparecido tras la puerta, Alfred se volvió hacia Hugh.
—Me permitirás que os acompañe, ¿verdad, señor? Te juro que no daré ningún problema.
Hugh lo miró detenidamente.
—Te das cuenta de que no podrás volver nunca al palacio, ¿verdad?
—Sí, señor. He quemado mis naves, como reza el dicho.
—No sólo las has quemado. Has cortado las amarras y las has dejado a la deriva.
Alfred se pasó una mano temblorosa por la calva de la coronilla y bajó la mirada hacia el suelo.
—Te llevo con nosotros para que cuides del muchacho. Supongo que comprendes que tampoco él debe volver nunca a palacio. Soy muy ducho en seguir pistas y sería mi deber detenerte antes de que cometieras alguna tontería, como intentar escapar con él.
—Sí, señor. Lo comprendo muy bien. —Alfred volvió a mirar a los ojos a Hugh—. ¿Sabes, maese Hugh?, yo conozco la razón de que el rey te contratara.
Hugh echó un vistazo al exterior. Bane se dedicaba a arrojar piedras contra un tronco. Tenía los brazos delgaduchos y su estilo de lanzar era torpe. La mayoría de los proyectiles se quedaba corta y no alcanzaba el blanco, pero el pequeño continuaba insistiendo con paciencia y optimismo.
—¿Estás al corriente de los planes contra la vida del príncipe? —inquirió Hugh como quien no quiere la cosa mientras, debajo de la capa, su mano se movía hasta la empuñadura de la espada.
—Conozco la razón— repitió Alfred—. Por eso estoy aquí. No me entrometeré, señor, te lo prometo.
Hugh estaba desconcertado. Precisamente cuando pensaba que la madeja estaba desenredada, se liaba todavía más. Aquel hombre afirmaba conocer la razón... ¡y lo decía como si se refiriera a la
auténtica
razón! El asesino pensó: «Este hombre conoce la verdad acerca del muchacho, sea la que sea. ¿Habrá venido a ayudar o a estorbar? ¿A ayudar?» Tal posibilidad casi daba risa. Aquel chambelán no era capaz ni de vestirse sin ayuda pero, por otro lado, Hugh tenía que reconocer que había realizado una excelente labor siguiéndoles el rastro, asunto nada fácil en una noche cerrada que contribuía a hacer más oscura la densa niebla mágica. Y, en el monasterio kir, había sabido ocultar a los seis sentidos de un brujo no sólo su propia presencia, sino también la de su dragón.
No había duda de que aquel Alfred era un criado, pues era evidente que el príncipe lo conocía y lo trataba como tal, pero ¿a quién servía?
La Mano
lo ignoraba y estaba dispuesto a descubrirlo. Hasta entonces, tanto si era el tonto que parecía como si se trataba de un astuto mentiroso, Alfred le resultaría de utilidad, sobre todo para encargarse de atender a Su Alteza.
—Está bien, pongámonos en marcha. Daremos un rodeo en torno a la aldea y tomaremos la carretera a unos ocho kilómetros de las casas. No es probable que nadie de por aquí conozca de vista al príncipe, pero así nos ahorraremos posibles preguntas. ¿Tiene el príncipe alguna capucha? Si la tiene, pónsela. Y que no se la quite. —Contempló con desagrado la refinada indumentaria de Alfred, su casaca de satén, sus calzones hasta las rodillas, sus cintas y lazos y sus medias de seda—. Apestas a cortesano a una legua de distancia, pero de momento no podemos hacer nada al respecto. Lo más probable es que te tomen por un charlatán de feria. A la primera ocasión que se presente, negociaremos con algún campesino un cambio de ropas.
—Sí, maese Hugh —murmuró Alfred.
Hugh salió al exterior.
—Nos vamos, Alteza —anunció.
Bane se apresuró a volver dando saltos de alegría y se agarró a la mano de Hugh.
—Ya estoy preparado. ¿Nos detendremos a desayunar en alguna posada? Mi madre ha dicho que podíamos. Hasta ahora, nunca me habían permitido comer en uno de esos sitios...
Lo interrumpieron un golpe y un gemido ahogado a sus espaldas: Alfred había tropezado con la puerta.
Hugh se desasió de la mano del príncipe. El contacto con sus suaves dedos le resultaba casi físicamente doloroso.
—Me temo que no, Alteza. Quiero alejarme de la aldea mientras aún es temprano, antes de que los vecinos se levanten y empiecen a trabajar.
Bane puso una mueca de decepción.
—No sería prudente, Alteza —asintió Alfred, asomando por la puerta. Un gran chichón empezaba a formarse en su frente reluciente—. En especial si alguien trama..., hum..., causaros daño.
Mientras pronunciaba estas palabras, Alfred miró a Hugh y éste volvió a interrogarse acerca del chambelán.
—Supongo que tienes razón —dijo el príncipe con un suspiro, habituado a las servidumbres de la fama.
—Pero haremos una comida campestre bajo un árbol —añadió el chambelán.
—¿Y comeremos sentados en el suelo? —Bane alegró el ánimo, pero pronto decayó de nuevo—. ¡Ah, me olvidaba! Mi madre no me permite nunca sentarme en el suelo. Dice que puedo pillar un resfriado o ensuciarme la ropa.
—No creo que esta vez le importe —afirmó Alfred con seriedad.
—Si estás seguro... —El príncipe ladeó la cabeza y clavó los ojos en Alfred.
—Lo estoy.
—¡Hurra!
Bane se adelantó a la carrera, saltando alegremente cuesta abajo. Alfred corrió tras él, portando la mochila del príncipe. «Habría ido más deprisa», pensó Hugh, «si hubiera podido convencer a sus pies para que se desplazaran en la misma dirección que el resto de su cuerpo.»
La Mano
ocupó la retaguardia del grupo con la mano en la espada, manteniendo a sus dos compañeros de viaje bajo una atenta vigilancia. Si Alfred hacía el menor ademán de inclinarse hacia Bane y cuchichearle algo al oído, ese cuchicheo sería su último suspiro.
Cubrieron un kilómetro y medio. Alfred parecía completamente ocupado en la tarea de mantenerse sobre sus pies y Hugh, acompañándose al ritmo fácil y relajado del camino, dejó que su ojo interior se encargara de mantener la vigilancia. Libre, su mente divagó y el asesino se encontró contemplando, superpuesta al cuerpo del príncipe, la figura de otro muchacho que avanzaba por una carretera, aunque éste sin muestras de alegría. El muchacho caminaba con un ademán de desafío; todo su cuerpo llevaba las marcas de los castigos recibidos por tal actitud. A su lado caminaban unos monjes negros.
—... Vamos, muchacho. El señor abad quiere verte.
Hacía frío en el monasterio kir. Al otro lado de la muralla, el mundo sudaba y se sofocaba bajo el calor estival. Dentro, el frío de la muerte rondaba los sombríos pasadizos y se enseñoreaba de las sombras.
El muchacho, que ya no lo era sino que se hallaba en el umbral de la edad adulta, dejó su tarea y siguió al monje por los pasillos silenciosos. Los elfos habían hecho una incursión en una aldea cercana. Había muchos muertos y la mayoría de los hermanos habían acudido a quemar los cuerpos y rendir respeto a aquellos que habían escapado de la prisión de la carne.