Ala de dragón (3 page)

Read Ala de dragón Online

Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
12.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

El jinete parpadeó para contener las lágrimas y, tirando de las riendas, hizo que el dragón volviera la cabeza. Azuzó a su montura en los flancos, justo por detrás de las alas, y la obligó a elevarse del suelo y sobrevolar en círculos el carromato. Los ojos de serpiente de la criatura observaron a quienes acechaban en las sombras, retándolos a ponerse en su camino. El conductor del tiero parpadeó a su vez, con los ojos llenos de lágrimas. El tiero reemprendió de nuevo su perezosa marcha y el carro continuó traqueteando por la calzada.

Era ya de noche cuando el carromato y su escolta de dragones alcanzó la ciudadela de la fortaleza y la residencia del señor de Ke'lith. El dueño del lugar yacía con gran pompa en el centro del patio. Puñados de cristales de carbón empapados de aceites aromáticos rodeaban el cuerpo. Sobre el pecho reposaba su escudo. Una de sus manos, fría y rígida, asía la empuñadura de la espada; la otra sostenía una rosa que había depositado en ella su doliente esposa. Esta no se encontraba junto al cuerpo sino que estaba en la ciudadela, bajo los potentes efectos de un jarabe de adormidera, pues se temía que tratara de arrojarse sobre el féretro en llamas y, aunque tal inmolación era habitual en la isla de Dandrak, en este caso no podía permitirse ya que la esposa de Rogar de Ke'lith acababa de dar a luz a su primogénito y heredero. Cerca del difunto estaba su dragón favorito, sacudiendo con orgullo su crin espinosa. Al lado del animal, con el rostro lleno de lágrimas, se hallaba el palafrenero mayor con un enorme cuchillo de carnicero en la mano. No era por el difunto señor por quien lloraba. Mientras las llamas consumían el cuerpo de éste, aquel dragón que el jefe de cuadras había criado desde que era un huevo sería sacrificado para que su espíritu sirviera a su amo después de la muerte.

Todo estaba preparado. En cada mano ardía una antorcha. Los congregados en el patio sólo aguardaban una cosa antes de prender fuego al túmulo funerario: que fuera puesta a sus pies la cabeza del asesino.

Aunque las defensas de la ciudadela no estaban reforzadas, se había establecido un cordón de caballeros para mantener alejados del castillo a los curiosos. Los caballeros se hicieron a un lado para permitir la entrada del carromato y volvieron a cerrar filas cuando lo hubo hecho. Entre los congregados en el patio estalló un clamor cuando el carro apareció a la vista, dando tumbos y traqueteando bajo el arco de la entrada. Los jinetes de la escolta desmontaron y sus escuderos se apresuraron a conducir a los dragones hacia las cuadras. El dragón del difunto lanzó un alarido de bienvenida —o quizá de despedida— a sus congéneres.

El tiero fue desenganchado y conducido a otra parte. El conductor del animal y los cuatro hombres que habían acompañado la marcha del carro fueron invitados a la cocina, donde les dieron de comer y les ofrecieron una buena cantidad de la mejor cerveza del amo. Maese Gareth, con la espada preparada y la mirada pendiente del menor movimiento del prisionero, subió al carro, sacó la daga que llevaba al costado y cortó las correas atadas a los tablones del vehículo.

—Capturamos al elfo, Hugh —murmuró Gareth por lo bajo mientras segaba las ataduras—. Lo cogimos vivo. Iba en su nave dragón, de vuelta a Tribus, cuando lo apresaron nuestros dragones. Lo sometimos a interrogatorio y, antes de morir, confesó que te había entregado el dinero a ti.

—Ya he comprobado cómo
interrogas
a la gente —replicó Hugh. Cuando tuvo libre una mano, dobló varias veces el brazo para relajar la rigidez de los músculos. Mientras le soltaba la otra mano, Gareth lo contempló con cautela—. ¡Ese desgraciado te habría jurado que era humano, si se lo hubieras preguntado!

—¡La daga maldita que sacamos de la espalda de mi señor era la tuya, esa de mango de hueso con extrañas inscripciones! ¡Yo la reconocí!

—¡Es cierto, la encontraste! —Ambas correas quedaron sueltas. Con un movimiento rápido e inesperado, las fuertes manos de Hugh se cerraron sobre la armadura de cota de malla que cubría los hombros del caballero. Los dedos del asesino se clavaron con fuerza, hundiendo dolorosamente los aros de la cota de malla en la carne de su contrincante—. ¡Y los dos sabemos muy bien por qué la encontraste! —masculló.

Gareth aspiró profundamente y lanzó la daga hacia adelante. La hoja había recorrido tres cuartas partes de su camino hasta la caja torácica de Hugh cuando, con un esfuerzo de voluntad, el caballero detuvo su acto reflejo de defensa.

—¡Atrás! —Rugió a varios de sus hombres que, viendo en dificultades a su capitán, habían desenvainado la espada y se disponían a acudir en su auxilio—. Suéltame, Hugh —murmuró con los dientes apretados, su piel tenía un tono plomizo y el sudor perlaba su labio superior—. Te ha fallado el truco. No encontrarás una muerte fácil en mis manos.

Hugh se encogió de hombros y, con una sonrisa irónica, soltó al caballero. Gareth asió la mano derecha del asesino, se la puso a la espalda con gesto enérgico y, haciendo lo mismo con la izquierda, las ató fuertemente con los restos de las correas de cuero.

—Te pagué bien —susurró el caballero—. ¡No te debo nada!

—¿Y qué hay de ella, de tu hija, cuya muerte vengué...?

De un empujón, Gareth obligó a Hugh a volverse y le lanzó un golpe al rostro con el puño envuelto en la cota de malla. El impacto alcanzó al asesino en la mandíbula y lo hizo salir despedido del carro, tras romper los tablones de éste.
La Mano
se encontró entre la mugre del patio, tendido de espaldas en el suelo. Gareth saltó del carro y, a horcajadas sobre el prisionero, lo miró fríamente.

—Morirás con la cabeza en el tajo, maldito asesino. ¡Lleváoslo! —ordenó a dos de sus hombres, al tiempo que golpeaba a Hugh en los riñones con la punta de su bota. Contempló con complacencia cómo se retorcía de dolor y añadió con gesto torvo—: Y amordazadlo.

CAPÍTULO 2

CIUDADELA DE KE'LITH,

REINO MEDIO

—Aquí está el asesino, Magicka —anunció Gareth, señalando al prisionero atado y amordazado.

—¿Te ha dado algún problema? —preguntó un hombre bien formado, de unos cuarenta ciclos de edad, que miraba a Hugh con aire pesaroso, como si le resultara imposible de aceptar que un ser humano pudiera albergar tanta maldad.

—Ninguno que no haya podido resolver, Magicka —respondió el caballero, amilanado ante la presencia del mago de la casa.

El mago asintió y, consciente de hallarse ante un vasto auditorio, se irguió cuanto pudo y cruzó ceremoniosamente las manos sobre su casaca de terciopelo marrón; por su condición de mago de tierra, éste era el color esotérico que le correspondía. En cambio, no lucía el manto de mago real, título que ambicionaba desde antiguo, según los rumores, pero que el difunto Rogar se había negado a concederle por alguna ignorada razón.

Los presentes en el embarrado patio de la fortaleza vieron cómo el prisionero era conducido ante la persona que, en ausencia del amo, era ahora la máxima autoridad del castillo feudal, y se apretaron en torno a él para escucharlo. La luz de las antorchas parpadeaba y oscilaba bajo la fresca brisa nocturna. El dragón del difunto señor feudal captó la tensión y confusión del ambiente y, tomándolos erróneamente por los preparativos para una batalla, emitió un sonoro trompeteo exigiendo que lo dejaran lanzarse sobre el enemigo. El jefe de cuadras le dio unas palmaditas para tranquilizarlo. Muy pronto, la criatura sería enviada a combatir a un enemigo que ni el hombre ni el dragón de larga vida podían evitar al fin.

—Quítale la mordaza —ordenó el mago.

Gareth carraspeó, soltó una tos y dirigió una mirada de soslayo a
la Mano.
Después, inclinándose hacia el hechicero, murmuró en voz baja:

—No oirás más que una sarta de mentiras. Este asesino dirá cualquier cosa para...

—He dicho que se la quites —lo interrumpió Magicka en un tono imperioso que no dejaba lugar a dudas entre los presentes respecto a quién era ahora el dueño de la ciudadela de Ke'lith.

Gareth obedeció a regañadientes y arrancó la mordaza de la boca de Hugh con tal energía que forzó al prisionero a volver el rostro a un lado y le dejó una fea marca en una de las mejillas.

—Todo hombre, por horrible que haya sido su delito, tiene derecho a confesar su culpabilidad y limpiar así su alma. ¿Cómo te llamas? —preguntó el mago con voz enérgica.

El asesino, con la mirada fija por encima de la cabeza del hechicero, se abstuvo de responder. Gareth contempló al prisionero con aire de reprobación.

—Se lo conoce por Hugh
la Mano,
Magicka.

—¿Cuál es tu apellido?

Hugh escupió sangre.

—¡Vamos, vamos! —Insistió el hechicero, frunciendo el entrecejo—. Hugh
la Mano
no puede ser tu verdadero nombre. Tu voz, tus modales... ¡Sin duda, eres un noble! Algún descendiente ilegítimo, seguramente. Sin embargo, tenemos que conocer el nombre de tus antepasados para encomendarles tu despreciable espíritu. ¿No piensas hablar? —El hechicero alargó la mano y, tomando a Hugh por la barbilla, le volvió el rostro hacia la luz de las antorchas—. Tienes una estructura ósea poderosa, una nariz aristocrática y unos ojos extraordinariamente bellos, aunque me parece apreciar un matiz campesino en las profundas arrugas del rostro y en la sensualidad de los labios. En resumen, es indudable que por tus venas corre sangre noble. Lástima que corra tan negra. Vamos, hombre, revela tu verdadera identidad y confiesa el asesinato de Rogar. Tal confesión limpiará tu alma.

En la boca hinchada del prisionero apareció una sonrisa y en sus ojos negros y hundidos brilló una débil llama.

—Donde está mi padre, pronto lo seguirá su hijo —replicó—. Y tú sabes mejor que ninguno de los presentes que yo no he matado a vuestro señor.

Gareth alzó el puño con intención de castigar a
la Mano
por sus osadas palabras, pero una rápida mirada al rostro del hechicero lo hizo titubear. Magicka abandonó por un instante su expresión ceñuda y su rostro quedó liso como un plato de natillas. No obstante, los perspicaces ojos del capitán de dragones no pasaron por alto la leve agitación que cruzó las facciones del hechicero ante la acusación de Hugh.

—¡Insolente! —respondió el mago fríamente—. Eres muy osado para ser un hombre que se enfrenta a una muerte terrible, pero no tardaremos en oírte pedir clemencia a gritos.

—Será mejor que me hagas callar, y que lo hagas pronto —dijo Hugh, pasando la lengua por sus labios cuarteados y sangrantes—. De lo contrario, el pueblo podría recordar que ahora eres el guardián del nuevo amo, ¿no es cierto, Magicka? Y eso significa que ejercerás el gobierno del feudo hasta que el muchacho cumpla..., ¿cuántos ciclos? ¿Dieciocho? Puede que incluso gobiernes más tiempo, si consigues tejer una buena red en torno a él. Tampoco dudo que serás un gran consuelo para la doliente viuda. ¿Qué manto te pondrás esta noche? ¿La púrpura del mago real? Por cierto..., ¿no te parece extraño que mi daga desapareciera así,
como por arte de magia...?

El hechicero levantó los brazos y gritó:

—¡Que el suelo tiemble de furia ante la blasfemia de este hombre!

Y el patio empezó a agitarse y a temblar. Las torres de granito se balancearon. Los presentes lanzaron gritos de pánico, apretujándose unos contra otros. Algunos cayeron de rodillas entre gemidos y, con las manos hundidas en la capa de barro y basura, suplicaron al mago que contuviera su cólera.

Magicka volvió su pronunciada nariz hacia el capitán de la escuadra de dragones. Un puñetazo de Gareth en la rabadilla de Hugh, descargado casi a regañadientes al parecer, hizo que el asesino lanzara un gemido de dolor, acompañado de un jadeo. En cambio, la mirada de
la Mano
no vaciló ni dio muestras de debilidad, sino que permaneció clavada en el mago, cuyo semblante estaba pálido de furia.

—He sido paciente contigo —dijo Magicka, respirando profundamente—, pero no pienso soportar esta vergüenza. Te pido disculpas, capitán Gareth —añadió a gritos para hacerse oír por encima del retumbar de la tierra en movimiento y del vocerío de la gente—. Tenías razón. Este hombre dirá cualquier cosa, con tal de salvar su vida miserable.

Gareth asintió con un gruñido, pero no dijo nada. Magicka alzó las manos en gesto apaciguador y, poco a poco, el suelo dejó de estremecerse. Los presentes en el patio exhalaron profundos suspiros de alivio y volvieron a ponerse en pie. El capitán dirigió un rápido vistazo a Hugh y topó con la mirada intensa y penetrante de
la Mano.
Gareth frunció el entrecejo y, con aire lúgubre y pensativo, desvió los ojos hacia el hechicero.

Magicka, que estaba dirigiéndose a la multitud, no advirtió su mirada.

—Lamento mucho, muchísimo, que este hombre deba abandonar esta vida con tales manchas negras en su alma —decía el hechicero en un tono de voz apenado y piadoso—. Sin embargo, así lo ha escogido. Todos los aquí presentes somos testigos de que ha tenido suficientes oportunidades para confesar.

Se escucharon unos respetuosos murmullos de asentimiento.

—Traed el tajo.

Los murmullos cambiaron de tono, haciéndose más sonoros y expectantes. Los espectadores se movieron en busca de una buena panorámica. Dos corpulentos centinelas, los más fuertes que habían podido encontrar, aparecieron por una pequeña puerta que conducía a las mazmorras de la ciudadela. Entre los dos traían un bloque enorme de una piedra que no era la coralita
{3}
,delicada como una labor de encaje y empleada en la construcción de toda la ciudad salvo de la propia fortaleza. Magicka, a quien le correspondía conocer el tipo, la naturaleza y los poderes de todas las rocas, apreció que el bloque era de mármol. La piedra no procedía de la isla ni del continente vecino de Ulyandia, pues en esos lugares no había yacimientos de tal roca. Por lo tanto, aquel mármol tenía que proceder del cercano y más extenso continente de Aristagón, lo cual significaba que había sido extraído de tierras enemigas.

Other books

The Pistoleer by James Carlos Blake
The Rules Regarding Gray by Elizabeth Finn
Wreckage by Emily Bleeker