Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Durante el vuelo, el correo del rey volvió la cabeza atrás en varias ocasiones para observar a su compañero de montura, ya que sentía curiosidad por estudiar las reacciones de un hombre que acababa de ser arrebatado del cadalso. Sin embargo, si esperaba ver alguna expresión de alivio, alegría o triunfo en su rostro, se llevó una considerable decepción. Torvo, impasible, el asesino no dejaba traslucir un ápice sus sentimientos bajo la máscara de sus facciones. Era el rostro de quien podía presenciar la muerte de un hombre con la misma frialdad que otro contemplaría a alguien comiendo o bebiendo. En el momento de observarlo, Hugh tenía la cabeza vuelta en otra dirección y estudiaba con atención la ruta que seguían en su vuelo, según advirtió el correo con cierta inquietud.
La Mano,
captando tal vez sus pensamientos, alzó la cabeza y clavó su mirada en la del jinete.
Este no sacó nada en claro de su inspección. Hugh, en cambio, pareció deducir muchas cosas de su estudio del emisario real. Sus ojos entrecerrados daban la impresión de taladrar la piel y traspasar los huesos y ser capaces, en cualquier momento, de dejar al desnudo todos los secretos que el correo guardara en su cerebro; sin duda, así habría sucedido si el joven emisario no hubiera apartado la vista para concentrarla en la crin espinosa del dragón. El jinete no volvió a mirar a Hugh en todo el viaje.
Debió de ser una coincidencia pero, cuando el correo advirtió el interés de Hugh por su ruta de vuelo, un manto de niebla empezó de inmediato a extenderse y oscurecer la tierra. La comitiva volaba velozmente y a gran altura, y a sus pies no había mucho que ver bajo las sombras que extendían los Señores de la Noche. Sin embargo, la coralita despide una leve luminosidad azulada que hace que las arboledas destaquen en negro sobre el ligero resplandor casi plateado que presenta el suelo. Los puntos sobresalientes del terreno eran fáciles de localizar. Los castillos y fortalezas de coralita que no habían sido cubiertos con una argamasa de granito triturado resplandecían levemente. Desde el aire, era fácil identificar los pueblos, con sus calles de coralita como cintas relucientes.
Durante la guerra, cuando las naves voladoras de los elfos merodeaban por los cielos, la gente cubría las calles con paja y juncos. Ahora, sin embargo, las islas Volkaran no sufrían conflictos armados. La mayoría de los humanos que las poblaban tenía el ferviente convencimiento de que se debía a su bravura en el combate, al miedo que habían provocado entre los señores de los elfos.
Al pensar en ello, el correo sacudió la cabeza de disgusto ante su ignorancia. Sólo algunos humanos del reino, entre ellos el rey Stephen y la reina Ana, conocían la verdad.
Los elfos de Aristagón habían dejado de prestar atención a Ulyandia y las Volkaran porque estaban ocupados en otro problema más importante: una rebelión entre su propio pueblo.
Cuando la rebelión fuera aplastada con mano firme y despiadada, los elfos volverían a concentrarse en el reino de los humanos, aquellas fieras bárbaras que habían atizado el fuego inicial de la revuelta. Stephen sabía que, la próxima vez, los elfos no se contentarían con la conquista y la ocupación. La próxima vez se librarían de una vez por todas de la contaminación humana de su mundo. Por ello, con rapidez y en silencio, el rey estaba disponiendo sus piezas en el gran tablero, preparándose para el encarnizado enfrentamiento final.
El hombre que viajaba detrás del emisario real lo ignoraba, pero iba a ser una de esas piezas.
Cuando apareció la niebla, el asesino se encogió de hombros interiormente y renunció de inmediato a seguir intentando determinar hacia dónde se dirigían. También él había sido capitán de una nave y conocía la mayoría de las rutas aéreas entre las islas y más allá. Según sus cálculos, habían recorrido un rydai negativo
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en dirección a Kurinandistai, aproximadamente. Después, al hacer acto de presencia la niebla, ya no había podido ver nada más.
Hugh sabía que la niebla no había surgido por casualidad, lo cual no hacía sino confirmar algo que ya había empezado a sospechar: que aquel joven «correo» no era ningún vulgar lacayo del rey.
La Mano
se relajó y dejó que la niebla invadiera su mente. De nada servía hacer conjeturas sobre el futuro. No era probable que fuese mejor que el presente, aunque difícilmente podría ser peor. Hugh había hecho todo lo posible para prepararse para lo que pudiera surgir; incluso llevaba al cinto su daga de mango de hueso con inscripciones mágicas, que Gareth le había deslizado en la mano en el último momento. Encogiendo sus hombros desnudos y lacerados bajo la gruesa capa de piel, Hugh se concentró únicamente en lo más urgente: protegerse del frío.
Con todo, sintió cierto sombrío placer al advertir que el correo se mostraba incómodo ante la presencia de la bruma, pues lo obligaba a disminuir la velocidad de la marcha y a descender continuamente hacia las zonas despejadas que se abrían y cerraban debajo del dragón, para comprobar dónde se hallaban. En un momento dado, dio la impresión de haberse perdido y tiró de las riendas de la montura. En respuesta a la orden de su jinete, la criatura batió las alas para mantenerse suspendida en el aire. Hugh notó la tensión del emisario real y advirtió las miradas rápidas y furtivas que dirigía a diversos puntos del suelo. Por las palabras que le oyó murmurar entre dientes, el prisionero creyó entender que se habían alejado demasiado en una dirección. Cambiando de rumbo, el correo hizo volver la cabeza al dragón y éste reemprendió el vuelo entre la niebla. El mensajero real lanzó luego una mirada ceñuda a Hugh, como si quisiera decirle que el error era culpa suya.
Hugh había aprendido a edad muy temprana, por pura cuestión de supervivencia, a estar alerta a todo cuanto sucedía a su alrededor. Ahora, cumplidos ya los cuarenta ciclos, tal cautela era involuntaria, como un sexto sentido. Era capaz de advertir al instante un cambio en la dirección e intensidad del viento, una subida o bajada de temperatura. Aunque no disponía de aparatos para medir el tiempo, podía calcular con un par de minutos de margen el que había transcurrido desde determinado momento hasta otro. Tenía un oído muy agudo y una vista aún más penetrante, y poseía un sentido de la orientación infalible. Eran pocos los lugares de las islas Volitaran y del continente de Ulyandia que no había recorrido. Sus aventuras de juventud le habían llevado a remotos (y desagradables) rincones del gran mundo de Ariano. Nada dado a alardes, que consideraba una pérdida de tiempo —sólo quien es incapaz de corregir sus defectos siente la necesidad de convencer al mundo de que no tiene ninguno—, Hugh siempre había tenido la íntima convicción de que, donde fuera que lo llevasen, adivinaría en un abrir y cerrar de ojos en qué lugar de Ariano se encontraba.
Pero cuando el dragón, bajo las suaves órdenes de su jinete, descendió de los aires y se posó en suelo firme, Hugh echó un vistazo a su alrededor y tuvo que reconocer que, por primera vez en su vida, estaba desorientado. Jamás hasta entonces había visto el lugar donde se hallaban.
El mensajero del rey descabalgó del dragón, sacó una piedra luminosa de las alforjas y la sostuvo en la palma de la mano. Una vez expuesta al aire, la gema mágica empezó a despedir una luz radiante. Las piedras luminosas también despiden calor y es preciso colocarlas en algún recipiente. El correo se dirigió sin vacilar hacia una esquina del ruinoso muro de coralita que rodeaba el punto de aterrizaje. Allí se agachó y depositó la gema en una tosca lámpara de hierro.
Hugh no vio otros objetos en aquel patio desierto. La lámpara debía de haber sido colocada allí en previsión de la llegada del mensajero, o bien la había dejado él mismo antes de acudir a Ke'lith.
La Mano
sospechó que se trataba de esto último, sobre todo porque no había rastro de nadie más en las inmediaciones. Incluso la quimera había quedado atrás. Era lógico suponer, por tanto, que el correo había iniciado su viaje desde allí con la evidente intención de regresar. Hugh se deslizó al suelo desde el lomo del dragón, pensando que el hecho podía tener mucha, poca o ninguna importancia.
El correo levantó la lámpara de hierro. Regresó hasta el dragón, acarició su cuello orgullosamente arqueado y murmuró unas palabras apaciguadoras y reconfortantes que hicieron que la bestia se echara en el suelo recogiendo las alas bajo el cuerpo y enroscando la cola en torno a las patas. El dragón recostó la cabeza sobre el pecho, cerró los ojos y emitió un suspiro de satisfacción. Una vez dormido, despertar a un dragón es una tarea terriblemente difícil e incluso peligrosa pues a veces, durante el sueño, los hechizos de sumisión y obediencia a los que están sometidos se rompen por accidente y uno puede encontrarse ante una criatura confusa, airada y vociferante. Un jinete de dragones experimentado no permite nunca que su animal se duerma, excepto cuando sabe que hay algún mago competente en las inmediaciones. Un nuevo dato que Hugh apreció con interés.
Acercándose a él, el correo real alzó la lámpara y miró a
la Mano
con aire irónico, invitándolo a hacer alguna pregunta o comentario. Hugh no vio la necesidad de malgastar saliva haciendo preguntas para las que sabía que no habría respuesta y, en consecuencia, le devolvió la mirada en silencio.
El correo, desconcertado, empezó a decir algo, cambió de idea y exhaló suavemente el aire que había aspirado para hablar. Luego dio media vuelta con brusquedad sobre sus talones al tiempo que hacía un gesto a Hugh para que lo siguiera, y
la Mano
emprendió la marcha tras su guía. El emisario real lo condujo a un lugar que Hugh no tardó en reconocer, gracias a sus remotos y oscuros recuerdos de la infancia, como un monasterio kir.
Era un edificio antiguo, abandonado hacía mucho tiempo. Las losas del patio estaban resquebrajadas y, en muchos casos, habían desaparecido. La coralita había crecido sobre gran parte de los elementos arquitectónicos exteriores que seguían en pie, erigidos con la poco abundante piedra granítica que los kir preferían a la coralita, más común. Un viento helado ululaba a través de las estancias abandonadas, en las que ninguna luz ardía ni había ardido, probablemente, desde hacía siglos. Bajo las botas de Hugh crujían las ramas de unos árboles caídos y crepitaban las hojas secas.
Hugh
la Mano,
que había sido educado por la orden severa e inflexible de los monjes kir, conocía la ubicación de todos los monasterios en las islas Volkaran y no recordaba haber oído hablar nunca de ninguno que hubiera sido abandonado, de modo que el misterio de dónde estaba y por qué había sido conducido allí se hizo aún más oscuro.
El correo llegó ante una puerta de barro cocido al pie de un elevado torreón e introdujo una llave en la cerradura.
La Mano
miró hacia arriba pero no advirtió ninguna luz en las ventanas. La puerta se abrió en silencio, señal de que alguien solía acudir a aquel lugar, ya que las oxidadas bisagras estaban perfectamente aceitadas. Su guía se deslizó en el interior del torreón indicando con la mano a Hugh que lo siguiera. Cuando ambos hubieron cruzado el umbral del frío y ventoso edificio, el correo cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo de la túnica.
—Por aquí —dijo, aunque no eran necesarias demasiadas indicaciones puesto que sólo había un camino posible, y era hacia arriba. Una escalera de caracol ascendía por el interior del torreón. Hugh contó tres niveles, señalados por otras tantas puertas de adobe.
La Mano
empujó cada una de ellas a hurtadillas mientras subía, comprobando que todas estaban cerradas.
Al llegar al cuarto nivel, la llave de hierro reapareció en las manos del emisario frente a una nueva puerta de adobe. Delante de ellos se abrió un pasillo largo y estrecho, más oscuro que los Señores de la Noche. Las pisadas de las botas del guía resonaron en las losas del suelo. Hugh, acostumbrado a caminar en silencio con sus flexibles botas de cuero de suela blanda, no hizo más ruido que si fuera la sombra de su acompañante.
Hugh contó hasta seis puertas —tres a la izquierda y tres a la derecha— antes de que el correo alzara la mano y se detuviera ante la séptima. Una vez más, sacó la llave de entre sus ropas. La cerradura chirrió y la puerta se abrió sin esfuerzo.
—Entra —dijo el guía, haciéndose a un lado.
Hugh obedeció. No le extrañó oír que la puerta se cerraba tras él. Sin embargo, no se escuchó el ruido de la llave dando vuelta al pestillo. La única luz de la estancia procedía del leve resplandor que despedía la coralita del exterior, pero la débil iluminación era suficiente para sus penetrantes ojos. Permaneció inmóvil un instante, inspeccionando el lugar con detenimiento y advirtió que no estaba solo.
La Mano
no tenía miedo. Bajo la capa de piel, sus dedos sujetaban con fuerza el mango de la daga, pero ésta era una precaución de sentido común en tal situación. Hugh era un hombre de negocios y supo reconocer al instante el escenario para una conversación comercial.
La otra persona presente en la sala era amante de ocultarse. Permanecía en silencio y se escondía en las sombras. Hugh no conseguía verla ni oírla, pero todos los reflejos que lo habían ayudado a sobrevivir a lo largo de cuarenta ásperos y amargos ciclos le decían que había alguien más en la estancia.
La Mano
olfateó el aire.
—¿Eres un animal, acaso, para olisquearme así? —inquirió una voz masculina, grave y resonante—. ¿Ha sido así como has sabido que estaba esperándote?
—Sí, soy un animal —replicó Hugh, lacónico.
—¿Y si te hubiera atacado?
La figura se desplazó hasta colocarse ante la ventana y Hugh vio recortarse su silueta contra el débil fulgor de la coralita.
La Mano
observó que su interlocutor era un hombre alto envuelto en una capa cuyo borde oyó arrastrarse por el suelo. La cabeza y el rostro de la figura estaban cubiertos por una cota de malla que sólo dejaba al descubierto sus ojos. Sin embargo,
la Mano
supo que sus sospechas habían sido acertadas. Ahora estaba seguro de con quién estaba hablando. Mostró la daga y respondió:
—Os habría hundido cuatro dedos de acero en el corazón, Majestad.
—Llevo la cota de malla —replicó Stephen, rey de las islas Volkaran y de las tierras de Ulyandia. Al parecer, no le sorprendía que Hugh lo hubiese reconocido.
En la comisura de los finos labios del asesino se formó una ligera sonrisa.
—La cota de malla no protege vuestra axila, Majestad. Levantad el codo. —Avanzando un paso, Hugh llevó sus dedos largos y finos a la abertura entre la coraza y la pieza que protegía el brazo—. Una estocada con la daga, aquí...