Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
La nave se escoró hacia la izquierda y de improviso apareció ante la vista la fugaz y vertiginosa visión de la copa de un árbol.
—Ya voy, señor. Ahora mismo —aseguró el chambelán, sin mover un músculo.
En la cubierta superior, Bane se asomó sobre la pasarela, extasiado por la visión panorámica. Distinguió Exilio de Pitrin deslizándose tras la nave. Debajo y delante de él se abría un cielo azul moteado de nubes blancas; arriba, centelleaba el firmamento. La piel coriácea de las alas de dragón, extendidas a ambos lados, apenas vibraba con el avance de la nave. El ala central se alzaba vertical detrás de su posición, meciéndose ligeramente adelante y atrás.
El muchacho se llevó la mano al amuleto y, sin darse cuenta, empezó a pasarse la pluma por la barbilla mientras murmuraba para sí.
—La nave se controla mediante el arnés. La magia la sostiene a flote. Las alas son como las de un murciélago. La bola de cristal del techo indica dónde está uno. —Se puso de puntillas y miró hacia abajo, preguntándose si desde allí se vería el Torbellino—. Realmente, es sencillo —añadió mientras seguía jugando distraídamente con la pluma.
EN CIELO ABIERTO,
REINO MEDIO
La nave dragón hendió la noche perlada y de color gris tórtola, planeando con la magia elfa y las corrientes de aire que se alzaban sobre la isla flotante de Djern Hereva. Enfundado en el arnés de piloto y acomodado en la reducida sala de gobierno, Hugh encendió la pipa y se relajó, dejando que la nave casi volara sola. Un esporádico tirón de los cables sujetos al arnés hacía oscilar las alas para atrapar las corrientes de aire y deslizarse sin esfuerzo por el cielo, de un remolino al siguiente, avanzando procurso hacia Aristagón
La Mano
mantuvo una laxa vigilancia del cielo en busca de otros transportes alados, fueran vivos o mecánicos. A bordo de la nave, era muy vulnerable al ataque de sus congéneres humanos, pues los jinetes de los dragones lo tomarían al instante por un espía elfo. Sin embargo, Hugh no estaba demasiado preocupado, pues conocía las rutas del aire que seguían los jinetes de los dragones en sus incursiones contra Aristagón o contra los convoyes elfos. Para evitar riesgos, había llevado la nave muy arriba, donde consideraba improbable que nadie les molestara. Y, si tropezaba con alguna patrulla, siempre podría esquivarla ocultándose entre las nubes.
La atmósfera estaba en calma, el vuelo era fácil y Hugh tuvo un momento para pensar. Y fue entonces cuando decidió no matar al príncipe. La necesidad de tomar una determinación ya le rondaba la cabeza hacía algún tiempo, pero había ido retrasando el momento de pensar en ello hasta aquel instante, en que se hallaba a solas y todo a su alrededor estaba tranquilo y propicio para cavilaciones.
La Mano
no había incumplido jamás un contrato y necesitaba convencerse de que su razonamiento era lógico y válido, y no influido por los sentimientos.
Los sentimientos. Aunque
la Mano
hubiera sentido interiormente alguna simpatía por un chiquillo con una infancia como la de Bane —una infancia fría, triste y sin amor—, el asesino se había vuelto demasiado insensible para apreciar siquiera su propio dolor, y mucho menos el de los demás. Dejaría con vida al muchacho por la sencilla razón de que le sería más valioso vivo que muerto.
Hugh no tenía demasiado perfilados sus planes. Necesitaba tiempo para pensar, para sonsacarle la verdad a Alfred, para desentrañar los misterios que envolvían al príncipe.
La Mano
tenía un escondrijo en Aristagón, que utilizaba cuando necesitaba reparar la nave. Iría allí y esperaría a tener la información precisa; después, o bien volvería para enfrentarse a Stephen con estos conocimientos y exigirle más dinero a cambio de guardar silencio, o bien se pondría en contacto con la reina para saber cuánto estaba dispuesta a pagar por la devolución de su hijo. Hugh se dijo que, fuera cual fuese la decisión, le procuraría una fortuna.
Cuando ya se había acostumbrado a la rutina de pilotar la nave, cosa que podía llevar a cabo con el cuerpo y una parte de su mente mientras la otra seguía sumida en profundos pensamientos, el objeto de éstos asomó su cabecita por la escotilla.
—Alfred te envía algo de cenar.
Los ojos del muchacho, vivaces y curiosos, estudiaron los cables sujetos al arnés, sobre los cuales Hugh apoyaba cómodamente los brazos.
—Acércate —lo invitó el piloto—. Pero ten cuidado con lo que tocas y dónde pisas. Y mantente a distancia de los cables.
Bane hizo lo que le decía y, colándose por la escotilla, puso los pies en la sala de gobierno con sumo cuidado. Llevaba en las manos un tazón de carne y verduras. La cena ya estaba fría, pues Alfred la había preparado antes de dejar Exilio de Pitrin y la había reservado para tomarla cuando hubiera ocasión. Sin embargo, el aroma era exquisito para un hombre acostumbrado, como un buen viajero, a vivir de pan y queso o a padecer los grasientos cocidos de alguna posada.
—Trae eso aquí. —Con unos golpecitos, Hugh vació la ceniza de la pipa en un recipiente de loza que llevaba a tal objeto. Luego, extendió las manos para recoger el tazón.
Bane abrió asombrado los ojos.
—¿No estás pilotando la nave?
—Puede volar sola —afirmó Hugh, tomando el tazón y llevándose a la boca la cuchara de hueso.
—¿Y no nos caeremos? —insistió Bane, mirando por las ventanas de cristal.
—La magia nos mantiene a flote y, aunque no lo hiciera, las alas podrían sostenemos en este aire encalmado. Sólo tengo que asegurarme de que sigan extendidas. Si las plegara, empezaríamos a caer.
Bane asintió, pensativo, y volvió sus ojos azules hacia Hugh.
—¿Cuáles son los cables para cerrarla?
—Estos. —Señaló dos gruesos cabos sujetos al arnés a la altura del pecho, cerca de los hombros—. Tiro de ellos así, delante del cuerpo, y eso hace que se cierren. Estos otros cables me permiten dirigir la nave, levantando las alas o bajándolas. Éste controla el palo mayor y este otro gobierna la cola. Haciéndola oscilar a un lado o a otro, puedo controlar la dirección de nuestro avance.
—Entonces, ¿cuánto tiempo podríamos mantenernos a flote como estamos?
—Indefinidamente, supongo —contestó—. O hasta que llegásemos a una isla. Entonces, las corrientes de aire nos atraparían y podrían atraernos contra un acantilado o debajo de la isla, para estrellarnos a continuación contra la coralita.
Bane asintió, muy serio, pero añadió:
—Sigo pensando que podría gobernarla.
Hugh se sentía lo bastante satisfecho consigo mismo como para ensayar una sonrisa condescendiente.
—No. No eres lo suficientemente fuerte.
El muchacho contempló el arnés con codicia.
—Compruébalo —lo invitó Hugh—. Ven, colócate aquí, a mi lado.
Bane obedeció con movimientos cautos, atento a no tropezar con ningún cable. Una vez colocado delante de Hugh, puso la mano en una de las cuerdas que hacían subir o bajar el ala y tiró de ella. La cuerda se movió ligeramente, lo justo para provocar que el ala vibrara un poco, pero no sucedió nada más.
El príncipe, poco acostumbrado a ver contrariados sus deseos, apretó los dientes y enrolló el cable en torno a ambas manos, tirando de él con todas sus fuerzas. El armazón de madera crujió y el ala se movió un par de dedos. Con una sonrisa, Bane afianzó los pies en la cubierta y tiró aún más fuerte. Una ráfaga de viento ascendente hinchó el ala. El cable se deslizó entre las manos del príncipe y éste lo soltó con un grito. Cuando se miró las palmas, las tenía ensangrentadas y llenas de arañazos.
—¿Aún piensas que puedes pilotar? —inquirió
la Mano
con frialdad.
Bane parpadeó, tragándose las lágrimas.
—No, maese Hugh —murmuró, desconsolado, al tiempo que cerraba las manos con fuerza en torno al amuleto de la pluma como si buscara algún tipo de consuelo. Tal vez se lo dio, pues el pequeño tragó saliva y levantó sus trémulos ojos azules hasta encontrar los de Hugh—. Gracias por dejarme probar.
—Lo has hecho bastante bien, Alteza —dijo Hugh—. He visto a hombres del doble de tu tamaño hacerlo mucho peor.
—¿De veras? —Las lágrimas desaparecieron.
Ahora, Hugh era rico. Podía permitirse una mentira.
—Sí. Y ahora, ve abajo a ver si Alfred necesita ayuda.
—¡Volveré para recoger el tazón! —dijo Bane antes de desaparecer por la escotilla. Hugh escuchó su voz excitada llamando a Alfred para contarle que había pilotado la nave dragón.
Mientras comía en silencio, Hugh dejó vagar la mirada por el cielo. Decidió que, una vez que tomaran tierra en Aristagón, lo primero que haría sería llevar la pluma a Kev'am, la hechicera elfa, para ver qué averiguaba acerca del objeto. Era uno de los misterios menores que tenía que resolver.
O, al menos, eso era lo que pensaba entonces.
Transcurrieron tres días. Volaban de noche, ocultándose durante el día en pequeñas islas que aún no aparecían en las cartas de navegación. Hugh anunció que tardarían una semana en llegar a Aristagón.
Bane acudió cada noche a sentarse con Hugh, a observarlo pilotar y a hacer preguntas.
La Mano
respondía o no, según el humor que tuviera. Ocupado con sus planes y el pilotaje, no prestaba a Bane más atención de la obligada. En aquel mundo, los afectos eran nefastos, pues no traían más que dolor y pena. El muchacho, simplemente, era oro en paño.
Quien llevaba de cabeza a Hugh era el chambelán. Alfred vigilaba al príncipe con ansiedad, con nerviosismo. Quizá fuera una reacción excesiva tras la caída del árbol, pero su actitud no era de protección. A Hugh le recordaba poderosamente la ocasión en que un obús de fuego de los elfos había caído tras las almenas de un castillo que habían capturado en una incursión. Mientras rodaba sobre las losas, el negro recipiente metálico parecía inocuo, pero todo el mundo sabía que en cualquier momento podía estallar en llamas. Los hombres observaban el obús exactamente igual que Alfred miraba a Bane.
Percibiendo la tensión del chambelán, Hugh se preguntó —no por primera vez—, qué sabía Alfred que él ignoraba.
La Mano
incrementó también su vigilancia sobre el muchacho cuando estaban en tierra, con la sospecha de que podía intentar escapar, pero Bane obedecía con docilidad la orden de Hugh de no dejar el campamento al menos que lo escoltara Alfred, y sólo para buscar en los bosques las bayas que tanto parecía gustarle recolectar.
Hugh no los acompañaba nunca en esas expediciones, que consideraba estúpidas. De haber tenido que buscarse la comida, habría pasado con lo primero que tuviera a mano, con tal que lo mantuviera vivo. En cambio, Alfred insistía en que Su Alteza tuviera lo que deseaba y, cada día, el torpe chambelán se internaba con decisión en el bosque para batallar con las ramas bajas, los matorrales tupidos y las zarzas traicioneras. Hugh los esperaba en el campamento, reposando en un estado de duermevela que le permitía oír el menor ruido.
La cuarta noche, Bane acudió a la sala de gobierno y se quedó observando por las ventanas acristaladas la espléndida vista de las nubes y el inmenso cielo desierto a sus pies.
—Alfred dice que la cena estará enseguida.
Hugh dio una chupada a la pipa con un gruñido evasivo.
—¿Qué es esa gran sombra de ahí fuera? —preguntó Bane.
—Aristagón.
—¿De veras? ¿Llegaremos pronto?
—No. Está más lejos de lo que parece. Un par de días más.
—Pero ¿dónde vamos a detenernos hasta que lleguemos? No veo ninguna isla más. —Hay algunas. Lo más probable es que las oculte la niebla. Son pequeños islotes que utilizan las naves pequeñas como la nuestra para las escalas cortas.
Bane se puso de puntillas para mirar debajo de la nave dragón.
—Allí, muy abajo, distingo unas grandes nubes oscuras que giran y giran. Es el Torbellino, ¿verdad?
Hugh no consideró necesario responder a una pregunta tan obvia. Bane continuó mirando, aún más concentrado.
—Esas dos cosas de ahí abajo parecen dragones, pero son mucho más grandes que todos los dragones que he visto en mi vida.
Hugh se levantó de la silla con cuidado de no enredar los cables y echó un vistazo.
—Son corsarios elfos, o naves de transporte de agua.
—¡Elfos! —El príncipe pronunció la palabra con voz tensa, ansiosa. Su mano se alzó para acariciar la pluma que llevaba al cuello. Cuando volvió a hablar, lo hizo con fingida calma—. ¿No deberíamos escapar de ellos, entonces?
—Están lejos de nosotros. Probablemente, ni nos ven y, aunque así fuera, pensarían que es una de sus naves. Además, parece que tienen otros asuntos de que ocuparse...
El príncipe miró de nuevo, pero sólo vio las dos naves y nada más. Hugh, en cambio, adivinó qué se estaba cociendo.
—Son rebeldes que tratan de escapar de una nave de guerra imperial.
Bane apenas le echó un vistazo.
—Creo que Alfred me llama. Debe de ser hora de cenar.
Hugh continuó observando la confrontación con interés. La nave de guerra se había puesto a la altura de los rebeldes. Del dragón imperial surgieron unos garfios que fueron a caer en la cubierta de la nave rebelde. Hugh recordó que debía su liberación de la esclavitud de los transportes de agua elfos a un ataque similar a aquél, llevado a cabo por los humanos.
Varios de los elfos rebeldes, en un intento de incrementar su nivel de magia y escapar al abordaje, estaban realizando la peligrosa maniobra conocida como «el paseo del ala de dragón». Hugh los vio correr velozmente, con firmes pisadas, por el mástil del ala. En las manos llevaban amuletos que les había entregado el hechicero de la nave y que debían sujetar al palo.