—Cuando bailaba en los escenarios hace doce años —reveló en voz queda con una mueca torcida en los labios—, debía esconder el dinero en algún sitio para que mi madre no lo encontrara, ya que de haberlo hecho lo habría utilizado para pagarse el alcohol y el opio. Oculté lo primero que gané en el interior de mis zapatos, pero pronto descubrí que aquel no era un buen sitio, ya que mi madre los utilizaba a menudo. Así que empecé a esconderlo en los libros, en los libros en inglés que Jacques me había comprado, porque sabía que mi madre no hablaba ese idioma. No obstante, no había acabado con el problema. Los billetes comenzaron a amontonarse y a notarse —Sus ojos brillaban cuando convirtió la voz en un susurro intrigante—. De modo que recorté las páginas.
Eso lo dejó perplejo por un instante. Acto seguido, la imagen de lo que insinuaba se le vino a la mente y la expresión sombría dejó paso a una de asombro.
—¿Crees que Rothebury oculta el opio dentro de los libros de lady Claire?
Madeleine asintió de manera sucinta y trató de aclararse las ideas antes de explicar lo que sospechaba.
—Creo que los compra por un precio justo, como haría cualquier buen comerciante, y después recorta o sierra una sección circular o rectangular en cada libro, a unas veinte o treinta páginas del inicio y de unas diez o quince páginas de profundidad, para insertar el opio. A continuación, guarda los libros en cajas y se las envía a su distribuidor en Londres, que espera pacientemente con una lista de clientes para repartirlo —Sofocó una risilla entusiasmada que no pudo contener contra el manguito de piel—. Y ahora que lo pienso, ¿quién iba a mirar en el interior de un libro? Sobre todo cuando nadie sospecha nada del barón.
—Una buena teoría —dijo Thomas segundos después, aunque no parecía convencido del todo.
—Lo mires por donde lo mires, Thomas, el barón sale ganando —le aseguró con alborozo—. Es muy probable que no pague más que unos peniques a unos maleantes que jamás delatarían su fuente de ingresos para conseguir que roben el opio en los muelles y se lo entreguen aquí. Además, nadie creería en su palabra contra la de un barón. Luego lo introduce en su casa él mismo a través de algún tipo de entrada subterránea para evitar ser descubierto por los criados o por los invitados, en caso de que los tenga. Recorta las páginas de los libros con sus propias manos y se deshace de papel sobrante quemándolo en la chimenea; oculta el opio en el interior y lo envía a Londres. He de admitir que es un plan ingenioso, aunque al final lo hemos descubierto.
—Y él no nos ha descubierto a nosotros —añadió Thomas en un ronco susurro. La intensidad de su voz la desconcertó. La doble intención de sus palabras le provocó un estremecimiento que la llevó de nuevo al momento presente.
—¿Crees que es posible que lo traiga hasta aquí en frascos? —preguntó él al ver que ella no decía nada.
La sonrisa de Madeleine se ensanchó poco a poco mientras contemplaba los ojos masculinos, que se habían convertido en oscuros círculos negros que expresaban diversión, asombro y oscuros pensamientos. La proximidad de Thomas entibiaba su corazón y la llenaba de calidez de la cabeza a los pies.
—No —murmuró—. Eso sería demasiado complicado y costoso. Creo que lo transporta mezclado con tabaco.
—Pero el tabaco huele —argumentó él con cierta vacilación.
Madeleine se inclinó para acercarse más.
—No mucho si se envuelve en papel de periódico o con algún tejido, y menos aún en el interior de un libro. Si alguien llegara a notar el olor, lo explicaría con solo mirar la caja de viejos libros. Es normal que los libros que llevan años en una biblioteca privada huelan un poco a tabaco —Se mordió los labios para contener una sonrisa de satisfacción—. Piensa también en lo conveniente que sería que el opio estuviera ya preparado para fumarse. Se podría pedir un precio más alto.
Asombrado por su inteligencia, Thomas se limitó a mirarla y a disfrutar con la incomparable belleza de su rostro, rodeado por la hermosa piel de marta e iluminado por la luz de la luna. Anhelaba acariciarla, pero se contuvo por el momento.
Aunque pareciera una locura, esa teoría tenía sentido. Tenía mucho sentido. Tanto lo de meter el opio en su casa a través de un túnel exterior, como lo de mezclarlo con tabaco y esconderlo en el interior de libros de distintas procedencias para enviárselos al distribuidor de Londres. ¿A quién se le iba a ocurrir algo así? A nadie salvo al barón, y ésa era la razón de que el tipo fuera tan arrogante. El procedimiento era de lo más ingenioso, trapacero y lucrativo, algo inconcebible para el ciudadano medio. Thomas no sabía cómo iban a demostrarlo, ni siquiera si podrían hacerlo, aunque eso se lo dejaría a sir Riley y a las autoridades competentes. En esos momentos, el tiempo solo era crucial para Madeleine y para él, pero lo que más satisfacción le producía era saber que ambos habían desentrañado toda la maniobra juntos.
Esbozó una sonrisa muy similar a la de ella mientas permanecían allí de pie, el uno junto al otro, a la orilla del precioso lago iluminado por la luna. Deseaba echarse a reír, igual que ella. Sin embargo, le sujetó la cabeza con las manos y acercó su boca para besarla.
Tenía la nariz y los labios fríos, pero eso no eclipsaba la calidez y la suavidad de los de ella. Sin que hiciera falta ningún tipo de persuasión por su parte, Madeleine se apretó contra él y sacó una mano del manguito para poder rodearle el cuello con los brazos y devolverle el beso con pasión. Introdujo la punta de la lengua en su boca antes de recorrer con ella el contorno del labio superior. Thomas apenas sentía ya la lluvia sobre la piel, abrigado por el calor que generaban los rápidos latidos de su pulso.
A la postre, ella se apartó un poco y Thomas depositó pequeños y tiernos besos sobre sus mejillas, su nariz, sus párpados y su frente.
—El barón me ha besado esta noche —declaró Madeleine con un suspiro entrecortado.
—¿Y cómo no iba a hacerlo? —murmuró en respuesta, acariciándole la oreja con su cálido aliento—. Supuse que lo intentaría.
Madeleine se retorció entre sus brazos y echó la cabeza hacia atrás a fin de permitirle un mejor acceso a su cuello.
—¿Estás celoso?
—Terriblemente —Pasó por la lengua la zona donde se notaba el pulso y sintió el movimiento ascendente y descendente de su garganta cuando ella tragó saliva.
—También me tocó los pechos.
—En ese caso tendré que matarlo —susurró junto al nacimiento del pelo, justo por encima de la oreja. Ella lo empujó con fuerza en el pecho. Thomas levantó la cabeza, aunque solo lo suficiente para verle la cara; se negaba a apartar las manos de donde las tenía, sujetándole las sienes por encima de la capucha. Madeleine cerró los ojos por un instante antes de abrirlos de mala gana.
—Hablo en serio, Thomas. Me tocó los pechos sin permiso y solo por encima del vestido, pero… —Tomó una profunda bocanada de aire—. Mi cuerpo respondió, y él lo notó.
Su corazón comenzó a latir a toda prisa al tiempo que la pasión se desvanecía. Guardó silencio unos instantes antes de decir.
—¿Qué es lo que notó?
Ella gimió, cerró los ojos de nuevo y se mordió los labios.
—Que mis pezones se endurecieron.
—¿Por sus caricias?
—Sí.
—Entiendo —Aborrecía al barón, por supuesto, pero estaba disfrutando de lo lindo de aquella cómica conversación—. ¿Y ahora también están duros? —preguntó con un sensual susurro mientras le acariciaba la mejilla con el pulgar, casi nariz con nariz.
—Creo… que sí —murmuró ella, fascinada de repente—. Pero hace frío, Thomas.
—Está nevando, Madeleine.
Muy, muy despacio, ella levantó los párpados de nuevo, incapaz de comprender sus palabras. Después alzó la vista hacia el rutilante cielo nocturno y en su rostro apareció una expresión maravillada.
—Está nevando, Thomas —repitió con un hilo de voz.
Thomas percibió a alegría que brillaba en su mirada mientras los gélidos y cristalinos copos le caían sobre la frente y las mejillas y se depositaban en la piel de marta que ribeteaba la capucha. Madeleine se apartó de él con las manos en alto, una de ellas aún dentro del manguito, y comenzó a dar vueltas con los ojos cerrados.
No pudo contener la sonrisa al mirarla, fascinado.
—¿Nunca habías visto nevar?
Ella soltó una carcajada de alegría y dejó de girar para mirarlo con regocijo.
—Sí, pero hace ya muchos años. Y nunca de esta manera… tanta nieve cayendo sobre un lago de cristal a la luz de la luna —Tomó su mano, le apretó los dedos y se volvió para mirar el agua. Alzó la cara y los brazos hacia el cielo y murmuró—. Es hermoso.
Y lo era, se dijo Thomas para sus adentros mientras observaba los alrededores. La nieve caía cada vez más rápido en medio de una fría y silenciosa noche; las nubes se alzaban justo por encima de ellos y la luna llena que brillaba en la parte occidental del cielo hacía resplandecer el lago e iluminaba los copos que surcaban el aire como motitas de algodón blanco. No, no como algodón. Como diamantes.
Madeleine giró la cabeza y lo miró a los ojos con una sonrisa.
—¿Te molesta que haya besado a Rothebury, Thomas?
Él se llevó sus nudillos a los labios y los acarició con la boca.
—Solo si te gustó más que besarme a mí.
Cuando bajó los brazos, la capucha se desprendió de su cabeza y los oscuros y brillantes mechones de cabello se le pegaron a las mejillas. Sin embargo, no le soltó la mano ni dejó de mirarlo a los ojos. Tras tomar una larga y honda bocanada de aire, admitió.
—No disfruté mucho del beso, pero con el manoseo de los pechos descubrí algo sobre mí misma.
Incómodo, Thomas cambió de postura y se acercó un poco más a ella. Le aterraba preguntar.
—¿Qué descubriste?
—Que disfruto con tus besos más que con los de nadie que haya conocido nunca —confesó con tono apasionado—. Que prefiero pasar una noche en la cama contigo que pasarme la eternidad en los brazos de otra persona. Que desearía que Francia no estuviera tan lejos.
La luna le otorgaba un resplandor azulado a la neblina que se alzaba por encima del agua de la orilla y la nieve descendía en silencio desde los cielos. Sin embargo, el mayor prodigio de su solitario y doloroso mundo era esa mujer generosa y dulce que se encontraba a su lado.
—¿Te has enfadado conmigo por permitir que me tocara? —preguntó de nuevo con tono abatido.
—Ay, Maddie… —Thomas meneó la cabeza y se llevó la palma de su mano hasta los labios para besar la piel cálida y delicada de sus dedos, uno por uno—. Me dejas sobrecogido.
Ella dejó escapar un gemido gutural y, tras un ligero tambaleo, parpadeó con rapidez y entrecerró los ojos antes de dirigir la mirada hacia el lago. Se mantuvo así durante unos instantes, y el corazón de Thomas comenzó a latir con fuerza mientras aguardaba.
—Quiero hacerte un regalo especial, Thomas —dijo con decisión en un intento por ocultar el caudal de emociones que inundaba su voz.
—Madeleine…
—Chist… —Sin más palabras, pasó a su lado sin soltarle la mano y tiró de él hacia el grupo de arbustos que conducía a la casa.
E
l interior de la casa se había quedado frío y Thomas se dirigió a oscuras hasta la chimenea para añadir carbón a las brasas moribundas del fuego que habían encendido a comienzos de la noche. Madeleine se desabrochó la pelliza y la colgó con el manguito en el gancho que había junto a la puerta antes de entrar en la sala de estar para acercarse a él.
Lo miró a los ojos durante un buen rato con expresión pensativa y después enderezó los hombros y caminó a su alrededor, dejando que las faldas le rozaran las piernas, para situarse a su derecha, delante de la repisa de la chimenea. Clavó la mirada en su caja de música.
Thomas permaneció en silencio, luchando contra la incertidumbre con cada respiración. Era un momento de lo más conmovedor, un momento que despertaba innumerables emociones en su interior, pero no logró mover un músculo.
Muy despacio y con aparente facilidad, Madeleine cogió la caja de música y la giró de un lado a otro a fin de examinar su tamaño y su estructura. Acto seguido, levantó la tapa y contempló el mecanismo de bronce y el interior vacío.
Thomas la observó con detenimiento, sin apartar la vista ni un segundo de ella. Sabía que vería la inscripción que había en la cara interna de la tapa: «Amor mío. Tu belleza es mi sol; tu fuerza, la luz que me guía; tu amor, mi alegría. Siempre tuyo. C.T.», y no había nada que él pudiera hacer para evitarlo.
—¿A quién le pertenece esto?
Esa queda pregunta fue como una caricia suave y hechizante para sus oídos.
—Ahora es mía —respondió con tono práctico mientras se quitaba los guantes y comenzaba a desabrocharse el abrigo—, pero le perteneció a mi madre. Supongo que podrías considerarla una reliquia familiar.
—¿Quién es «C.T.»?
—Mi padre, Christian Thomas. Mi madre y él murieron poco después de que yo me casara con Bernadette.
—¿Se la regaló él? —preguntó con serenidad al tiempo que la alzaba un poco más para examinar la parte inferior.
—Fue un regalo de boda —fue la ambigua respuesta.
—Un regalo perfecto. Muy romántico —Tras encontrar la pequeña llave de tuerca, la giró varias veces y la música comenzó a sonar—. Es muy hermosa —dijo con un leve suspiro al tiempo que lo miraba a los ojos con una sonrisa dulce.
—La Sonata en Do menor de Beethoven, también conocida como La Patética —le explicó—. A mi familia siempre le interesó bastante la música; a decir verdad, todos estaban obsesionados con ella —añadió con una sonrisa tímida—. Yo toco la viola y el violín.
Madeleine compuso una expresión de sorpresa y deleite al escucharlo.
—¿En serio?
Él asintió.
—Y ahora tu hijo estudia en Viena.
—Pero él tiene talento, cosa que no puede decirse de mí.
Ella vaciló, como si estuviera a punto de decir algo. Sin embargo, decidió callárselo y se giró para volver a dejar la caja de música sobre la repisa a fin de que el sonido, ahora con más volumen y en un tono más grave, se extendiera por la estancia. Después, dio un paso hacia delante y se situó frente a él.
—¿Bailas conmigo, Thomas? —preguntó con una voz dulce y embriagadora que pretendía darle ánimos.
Él no se movió. La atmósfera se volvió densa a su alrededor y durante un interminable momento, sintió que se tensaban todas y cada una de las fibras nerviosas de su cuerpo.