—¿Por qué?
Ella meneó la cabeza y bajó la mirada para quitarle un hilo suelto de la chaqueta.
—Eres un conde, Thomas. ¡Un conde! Si me casara contigo sería una condesa. Y no puedo ser una condesa.
—¿Por qué no? —inquirió él con un poco más de severidad de la que pretendía—. Ninguna de las mujeres que conozco es más apropiada para el título, Madeleine.
Esa posibilidad, o tal vez fueran solo sus modales, hizo que se sintiera incómoda, y colocó la mano sobre su falda para juguetear sin darse cuenta con un volante amarillo mientras sus ojos se clavaban en la hierba, lejos de él.
—Se reirían de mí, y no me respetarían en absoluto. Soy francesa, y llevar un título inglés sería…
Sus preocupaciones estaban bien fundadas, pero no le importaban lo más mínimo.
Tras soltar el aire a través de los dientes apretados, Thomas volvió a contemplar el estanque.
—Madeleine, si te casas conmigo no solo serás una condesa; serás mi condesa, y a mí me importa un comino lo que piense la gente. A decir verdad, disfrutaría viendo a las mujeres de la calaña de Penélope Bennington-Jones haciéndote una reverencia. Esa imagen me inspiraría la sensación de que hay justicia en el universo. Solo quiero que seas feliz. Quiero que seamos felices juntos. Nunca en mi vida he deseado algo con tanta desesperación.
Al notar que ella se volvía hacia él, hizo lo mismo, y descubrió que de nuevo tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Te amo —le aseguró en un murmullo apasionado al tiempo que le cubría la mejilla suave y húmeda con la palma de la mano—. Te he amado durante tanto tiempo que ya no recuerdo lo que es no amarte; y no creo que eso vaya a cambiar. Y puesto que te amo tan profundamente, estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para estar contigo. Si no quieres convertirte en una condesa inglesa, renunciaré al título para entregárselo a mi hijo junto con mis más afectuosos recuerdos y viviré lo que me queda de vida contigo en Francia. O en América. O en Turquía, me da igual. Tengo mucho dinero, Madeleine. Lo único que quiero es estar contigo, hablar contigo, jugar al ajedrez y amarte durante el resto de mi vida. Lo demás carece de importancia.
—Estoy embarazada de tu hijo, Thomas.
Le costó un momento asimilar eso y, cuando lo hizo, Thomas no tuvo claro si conseguiría o no mantener la compostura. Por un instante, tuvo la certeza de que iba a echarse a llorar delante de ella. La miró fijamente, abrumado, con el corazón desbocado y un nudo en la garganta, lleno de esperanza.
—¿Deseas tenerlo? —susurró a sabiendas de que lo destrozaría que dijera que no. Aun así, tenía que preguntárselo. Podría ser el obstáculo definitivo.
Ella esbozó una sonrisa tierna y trémula mientras las lágrimas resplandecían en sus pestañas. Le besó la palma de la mano sin dejar de mirarlo.
—¿Cómo podría no desear el más maravilloso de los regalos que me has hecho? Sentí que me amabas cuando concebí este hijo. Aunque no hubieras venido hoy, siempre lo habría amado.
Thomas se quedó sin habla y supo que estaba a punto de perder el control. Ella también debió de notarlo, ya que le cogió la mano con la que cubría su mejilla y se la estrechó con fuerza para darle ánimos.
—Te amo —susurró Madeleine—. Lo sabía ya antes de marcharme de Winter Garden, aunque no estoy segura de por qué. Me ha llevado todas estas semanas de soledad, sin tu autoritaria presencia, darme cuenta de que te amaba no solo por tu generosidad, tu inteligencia y tu encanto, sino por la sencilla razón de que tú me amas —Su mirada se tornó feroz—. Nadie me ha amado nunca de una manera tan incondicional, Thomas, aceptándome tal como soy. Tú sí, y puedo percibir ese amor siempre que estoy contigo. No quiero volver a separarme de ti jamás.
Eso era todo lo que siempre había deseado, lo que siempre había soñado. Le resultaba imposible decir nada después de semejante declaración. En lugar de eso, extendió las manos para acercarla hasta su pecho, para estrecharla con fuerza, y ella se lo permitió de buena gana. Su cabello reflejaba la luz del sol y su aroma le trajo maravillosos recuerdos y la certeza de que muy pronto se forjarían otros nuevos.
—He comprado la casita de Winter Garden, Madeleine —susurró contra su sien.
Ella sorbió por la nariz.
—Me alegro mucho.
Él se explicó un instante después.
—La verdadera razón por la que no quería que entraras en el túnel del barón de Rothebury y te implicaras en la operación no era que te creyera incompetente por ser mujer, sino que no deseaba que ninguno de nosotros dos se viera implicado en el arresto. No deseaba que los lugareños descubrieran que trabajábamos para el gobierno, ya que quería que siguiéramos trabajando como una especie de equipo y que, con el paso de los años, pudiéramos regresar a Winter Garden. Me gustaría vivir unos meses de vez en cuando en ese pequeño pueblo en el que te enamoraste de mí, jugar al ajedrez y hacerte el amor una y otra vez sobre la alfombra marrón que hay delante de la chimenea; sentarme a tu lado junto al lago durante la puesta de sol.
—Apenas puedo esperar —susurró ella sin discutir sus motivos para guardarlo en secreto—. No obstante, mentiste sobre tu identidad —agregó—. Y eso provocará unas cuantas expresiones de asombro.
Thomas sonrió y observó al trío de muchachos, dos niños y una niña, que jugaban con una pelota.
—Soy un ermitaño, Madeleine, y lo he sido durante años. A nadie en Winter Garden le sorprenderá descubrir que oculté mi título de conde a la clase alta local para poder estar tranquilo en el pueblo. Con el tiempo, se lo diré. Tú puedes seguir siendo quien eres. Nadie averiguará nunca que en realidad no has traducido mis memorias de guerra.
—A menos que quieran verlas —dijo ella con sequedad.
—Las guardaremos en Eastleigh.
—Ah, entiendo. Qué conveniente.
—Puede que debamos extender el rumor de que se quemaron en un incendio. Me encanta mentir.
Ella soltó una encantadora carcajada al escucharlo y Thomas la estrechó con más fuerza contra su pecho.
De repente, Madeleine inclinó la cabeza para mirarlo.
—¿Cómo se supone que debo llamarte? ¿Christian?
En esa ocasión fue él quien se echó a reír.
—No me importaría mucho que me llamaras «bastardo arrogante», pero Christian suena demasiado formal. Mi familia siempre me ha llamado Thomas. Por eso utilicé ese nombre contigo.
—Lo tenías todo muy bien planeado, ¿eh? —comentó con cierta aspereza al tiempo que intentaba reprimir una sonrisa.
Thomas llevó la boca hasta la suya para darle un beso suave y breve y se quedó maravillado ante la calidez y el sabor de sus labios. Sabía que atesoraría ese momento para siempre y que habría muchos más como ese.
—Tenía esperanzas, Maddie —susurró junto a su boca—. Muchas esperanzas.
Madeleine DuMais, la hija ilegítima de una actriz adicta al opio y un capitán de barco británico, se casó con Christian Thomas Blackwood St. James, el distinguido conde de Eastleigh, el 14 de abril de 1850.
Tuvieron una boda breve y formal preparada a última hora, pero fue la celebración posterior lo que con más cariño recordaba Madeleine.
Thomas la había llevado a Hope Cottage para pasar la luna de miel en Winter Garden, entre los lugareños, que se mostraron más que dispuestos a aceptarla como Madeleine St. James, condesa de Eastleigh. Incluso la señora Bennington-Jones, quien por supuesto le hizo una reverencia, aunque Madeleine dio por hecho que se debía a que ella era una de las pocas personas que se molestaba en visitar a la mujer después de la caída en desgracia de su hija Desdémona.
Richard Sharon, barón de Rothebury, había sido arrestado por contrabando de opio robado, y su destino final no se había establecido aún. Lo que estaba claro era que no volvería a Winter Garden en muchos años; probablemente nunca más. Madeleine no sentía ninguna lástima por él, y notó que los habitantes del pueblo estaban mucho más alegres y relajados después de su partida. Lo que más disfrutó de todo fueron las apuestas que hicieron entre ellos acerca de lo que sería de la propiedad del barón, esa casa que estaba llena de pasadizos secretos y misterios del pasado.
La gente acababa de descubrir su embarazo, que transcurría sin ningún problema. Su hijo nacería con algo más de dos meses de adelanto con relación a la fecha de la boda, y ella tendría que aceptar las habladurías cuando llegaran. No obstante, la mayor parte de sus conocidos no sabían que Thomas y ella se habían casado hacía muy poco tiempo, y daban por hecho que la boda se había celebrado la misma semana de enero que se marchó de allí. Además, ella era la persona de más alta posición social en Winter Garden, sin tener en cuenta a su marido, y también en Eastleigh, así que nadie se atrevería a decirle nada remotamente parecido a una grosería. Podían pensar lo que les viniera en gana. Al igual que Thomas, Madeleine había aprendido muy pronto a restarle importancia a las despreciables especulaciones y los chismorreos de los demás.
La primera noche de la luna de miel, Thomas le había entregado la caja de música como regalo de bodas una vez añadido su nombre a la inscripción, lo cual, según declaró, había sido su intención desde un principio. Habían cenado con los únicos amigos de verdad que Madeleine tenía en Inglaterra hasta esos momentos, Jonathan y Natalie Drake, que ya habían trabajado con ella en una misión anterior en Francia. Natalie, que esperaba la llegada de su primer hijo un mes después que Madeleine, había sorprendido a Jonathan con la noticia de que iba a ser padre mientras se tomaba un postre de manzana. Pobre hombre. La expresión que adquirió su rostro al escuchar la confesión de su mujer fue impagable.
La vida era sin duda toda una ironía. Todo había pasado muy rápido, tanto el viaje como las experiencias vividas en Winter Garden, y sin embargo le parecía que conocía a Thomas desde siempre. Le costaba mucho recordar cómo era su vida antes de conocerlo.
Madeleine lo amaba muchísimo, por todo lo que había hecho por ella, por todo lo que era. Él lo sabía, y eso lo convertía en el sentimiento más maravilloso de todos. Thomas le había concedido el sueño de toda una vida, y la oportunidad de convertirse en inglesa… todo lo que había deseado en el mundo.
En esos momentos, después de dos semanas de casados, su marido y ella estaban el uno en brazos del otro junto al duro banco de madera que había frente al lago. Contemplaban la puesta de sol sobre las aguas mientras bailaban al suave y melodioso ritmo de la
Sonata en Do menor
de Beethoven.
ADELE ASHWORTH siempre ha dicho que su camino hasta convertirse en escritora ha sido aburrido. Y muchas veces ha estado equivocada.
Primero quería ser cantante, primera equivocación. Con seis años y después de ver el despegue del Apollo decidió que quería ser diplomática, para temor de su madre, que la interrumpió en un acalorado debate con una telefonista que le decía que no podía pasar la llamada de una niña de seis años al presidente Nixon en la Casa Blanca. En primaria, y siendo ya una lectora voraz, deseaba ser abogada…. Así explica la autora sus primeras opciones.
Adele se licenció en periodismo y, tras trabajar durante siete años como azafata de vuelo de América West Airlines, decidió probar a escribir el tipo de novelas que solía leer entre vuelo y vuelo.
En 1998 publicó la primera, My Darling Caroline, que obtuvo un éxito inesperado y logró el RITA A la Mejor Novela Novel. Desde entonces, Adele no ha dejado de escribir, es autora de ocho novelas y es respetada como una de las mejores escritoras de novela romántica de ambientación histórica.