Al margen de ser una de las mujeres más bellas de la Francia de 1849, la mejor virtud de Madeleine DuMais es su inteligencia… que pone al servicio del espionaje británico. Cuando sus servicios son requeridos en el sur de Inglaterra para desmantelar una trama de contrabando, Madeleine no duda en arriesgar su vida por la corona británica.
Al llegar al pintoresco pueblo, llamado Winter Garden, Madeleine conoce al que será su compañero en la lucha secreta: Thomas Blackwood, un hombre diferente a cualquiera que haya conocido antes. Su Competencia, su apostura silenciosa y el misterio que lo rodea encienden el deseo de Madeleine, que prende y prende hasta llegar al rojo vivo, hasta convertirse en un fervor desesperado.
Adele Ashworth es autora de nueve novelas y está considerada una de las mejores escritoras románticas de ambientación histórica. Un hombre que promete es su tercera novela.
Bajo el velo de lo clandestino yacen pasiones muy reales.
Adele Ashworth
Un hombre que promete
ePUB v1.0
Nephtys21.05.13
Título original:
Winter Garden
Adele Ashworth, 2008.
Traducción: Concepción Rodríguez González
Editor original: Nephtys (v1.0)
ePub base v2.1
P
ara Jane Kleitsch, Robin Bentley y Michele Adams, tres amigas estupendas que me han apoyado en todos mis libros y a quienes por fin voy a poder darles las gracias en uno de ellos.
Quiero dedicarle un agradecimiento especial a Yvette McClelland, mi prima, que siempre tiene un hombro en forma de correo electrónico sobre el que puedo echarme a llorar; y a su Gail Poole, su madre, que apoya todos mis esfuerzos desde la distancia; y a mis padres, porque siempre están ahí.
También me gustaría darles las gracias a todos mis profesores de periodismo de la Universidad de Utah. Su paciencia y sus dotes para la docencia me enseñaron que con el trabajo constante y la fe en uno mismo se puede lograr cualquier cosa (a pesar de que mi profesor de lengua de primer año no me puso más que un «notable» y me sugirió que cambiara de carrera porque carecía de talento y jamás llegaría a ser una buena escritora).
Y, como siempre, este libro también va dedicado para los grandes amores de mi vida: Ron, Andrew y Caroline.
Sur de Inglaterra, 1849
E
l gélido viento de finales de noviembre le azotó la cara y sacudió las vaporosas faldas del vestido contra sus piernas mientras Madeleine DuMais se apeaba del carruaje de alquiler en Winter Garden. La joven respiró hondo para llenarse los pulmones con el vivificante aire vespertino, cerró los ojos durante un momento mientras giraba el rostro hacia el sol y se arrebujó bajo la capa de viaje para protegerse de ese frío al que no estaba acostumbrada.
Inglaterra. Por fin había regresado a Inglaterra. El olor de los fuegos de leña de los hogares y de esa tierra rica y fértil no se había borrado ni de sus sentidos ni de sus recuerdos. El susurro de los árboles y el repiqueteo de los cascos de los caballos a lo largo del camino de grava que serpenteaba a través del pueblo despertaban tiernos recuerdos referentes a la familia, al lugar al que pertenecía. Ése era el país de su padre (aunque a ella también le gustaba considerarlo el suyo) y, de haber podido elegir cualquier lugar del mundo para vivir, se habría instalado allí para el resto de sus días.
Por desgracia, era francesa, y la vida no era tan sencilla.
Cuando le hizo un gesto con la cabeza al cochero, éste dejó sus cosas (un par de baúles, nada más) junto a ella a un lado del camino, y después regresó a su asiento para dirigirse a la siguiente parada. El hombre no había podido acercarse más a la casa con el carruaje debido a la estrechez del sendero, y puesto que ella no podía llevarlas sin ayuda, sus posesiones tendrían que quedarse donde estaban. No importaba. Los baúles estaban cerrados con llave y Thomas Blackwood, su nuevo colega y un hombre al que pronto conocería, podría ir a buscarlos en cuestión de minutos.
Las instrucciones que había recibido el día anterior eran de lo más claras. Durante las semanas siguientes trabajaría y viviría en la parte sur del pueblo, en la última casita de la derecha: Hope Cottage. Desde donde se encontraba en esos momentos, alcanzaba a ver la cerca de madera que rodeaba la propiedad, una estructura que le llegaría a la altura de la cintura y que estaba pintada del color de los narcisos en primavera. Madeleine se colocó la holgada capucha sobre la cabeza y metió los mechones de cabello que el viento le había soltado bajo el oscuro ribete de piel. Tras sujetarse el cuello de la capa en la nuca con una de las manos, utilizó la otra para alzarse las faldas y recoger la pequeña bolsa de viaje antes de comenzar a avanzar por Farrset Lane.
Esa misión había sido toda una sorpresa para ella. No había dejado de hacerse preguntas al respecto desde que recibiera el mensaje urgente de sir Riley Liddle, su superior inmediato, diez días antes. Dicho mensaje no daba ningún detalle, tan solo decía: «Te necesitan en casa. Ven rápido, y sola». Y lo había hecho sin rechistar, porque a decir verdad le venía bien cualquier excusa para volver a Inglaterra; pero sobre todo porque en eso consistía su trabajo, y su trabajo era lo único que tenía, lo único que apreciaba en el mundo.
No obstante, sir Riley no había añadido mucho a la limitada información que ella ya conocía. Había pasado muy poco tiempo con él en Londres el día anterior, ya que no se había descubierto nada aparte de ciertos rumores acerca de una extraña operación de contrabando que o bien se estaba llevando a cabo en ese diminuto y encantador lugar de retiro invernal, o bien utilizaba el pueblo como ruta de paso. Curiosamente, el contrabando era su especialidad, y ésa era la razón por la que sus superiores la habían elegido para colaborar en la investigación. También era bastante probable que necesitaran a una mujer para el trabajo, ya que enviar a otro hombre podría haber resultado extraño, o incluso sospechoso, para los habitantes del pueblo. La identidad que había asumido el señor Blackwood, la de un licenciado retirado, correría menos peligro si ella fingía ser su acompañante o su enfermera… o cualquier otra ocupación verosímil. Dejaría la decisión en manos del hombre, y él le proporcionaría los detalles que necesitaba. Estaba ansiosa por conocerlo, y no tardaría mucho en hacerlo.
Madeleine, con su aspecto mundano, sofisticado y elegante, trabajaba como espía para el gobierno británico. Llevaba ejerciendo como tal casi siete años, y se le daba extraordinariamente bien. No había muchas personas que reunieran sus características, y lo sabía muy bien. Eso también la convertía en alguien muy valioso. Parisina de nacimiento, solía trabajar para Inglaterra desde la singular ciudad de Marsella, donde tenía su residencia actual. Su falsa identidad como la joven viuda del mítico Georges DuMais (un comerciante de té perdido en los mares) era aceptada por todos los que la conocían. Su trabajo estaba relacionado con distintos asuntos, aunque la mayoría de las veces consistía en revelar los entresijos, tanto locales como nacionales, del vasto y a menudo peligroso reino del contrabando. Los altos cargos del gobierno inglés la habían instalado en una bonita casa, cerca del centro de la ciudad mediterránea en la que más se la necesitaba, y desde allí enviaba toda la información pertinente a sir Riley. Por supuesto, esa misión en Inglaterra era un acontecimiento sin precedentes para ella, tanto por la escasa información referente a los incidentes que le habían proporcionado como por el hecho de que nunca antes había puesto a prueba sus habilidades fuera de Francia.
Sabía muy poco sobre ese pueblo, Winter Garden. Estaba localizado a unos cuantos kilómetros de la ciudad costera de Portsmouth, anidado entre las pequeñas colinas que lo rodeaban por todos lados y que lo protegían en cierta medida del frío invernal. La vegetación exuberante y las temperaturas suaves que mantenía durante todo el año convertían esa localidad en un paraíso para la aristocracia inglesa, de modo que la mitad de la población estaba formada por aquellos miembros de la clase alta que viajaban allí solo durante los meses de invierno y lo utilizaban como una especie de retiro estacional. Ese hecho en sí mismo era de lo más inusual si se tenía en cuenta la época de dificultades económicas que atravesaba el país. Al igual que en Francia, la mayoría de los pueblos ingleses estaban habitados por campesinos, debido a que las condiciones de vida eran duras y deprimentes. Sin embargo, Winter Garden gozaba de una reputación diferente y Madeleine entendió muy bien por qué en cuanto lo vio por primera vez. Allí estaba rodeada de belleza; la elegancia recorría las calles. Pese al frío que hacía, aún había algunas plantas en flor. Jamás nevaba en Winter Garden, o eso tenía entendido.
Aun así, debía recordar que ese aspecto de serenidad no era más que una ilusión; de lo contrario, no la habrían enviado allí. Bajo la superficie tranquila del pueblo hervía un escándalo a punto de rebosar. Y sería ella quien lo destapara con la ayuda de Thomas Blackwood, un hombre de quien sabía menos que de la propia misión. La única información que le habían proporcionado sobre él decía que era un hombre muy alto, de treinta y nueve años, que había trabajado para el gobierno los últimos diez y que llevaba ya varias semanas en Winter Garden, aunque todavía no había averiguado mucho sobre actividades ilegales. Había solicitado ayuda y el gobierno le había enviado a Madeleine.
Se acercaba ya al final del sendero cuando divisó por fin la casa. La luz del sol matinal iluminaba la fachada de lo que parecía ser un pequeño edificio de dos plantas, encantador en su sencillez y construido a base de limpios ladrillos blancos. Los postigos amarillos, a juego con la verja, estaban abiertos para permitir que los rayos de sol penetraran en el interior a través de las grandes ventanas biseladas. Las jardineras vacías, pintadas en distintos tonos de rosa y azul, eran el único motivo de decoración, aparte de las lilas y los letárgicos rosales que rodeaban la propiedad, recordatorios constantes de la cálida primavera que estaba por llegar.
Madeleine le quitó el cerrojo a la puerta de la verja y siguió el sendero de piedra hasta el porche, parcialmente cubierto por un enrejado de hiedra. Dejó la bolsa de viaje en el suelo a su lado, llamó un par de veces a la puerta principal y dio un paso atrás para comprobar su aspecto y alisarse las faldas mientras se sacudía la capa con la palma de la mano. Era una estupidez preocuparse por eso allí, pensó; pero su apariencia había sido la mayor de sus ventajas, y quería causarle una buena impresión al hombre en cuya compañía tendría que pasar bastante tiempo.
Esperó unos momentos, pero nadie abrió la puerta, ni algún servicial criado ni el propio señor Blackwood; eso la dejó un poco desconcertada, ya que sabía que la esperaban. Un instante después escuchó los chasquidos apagados de alguien que cortaba leña detrás de la casa. Dejó la bolsa en el porche, se alzó las faldas hasta los tobillos y bajó con mucho cuidado hasta la hierba con la intención de seguir los sonidos.
Toda la propiedad estaba rodeada por altos pinos que protegían su intimidad de las posibles miradas indiscretas de los vecinos. Las lilas crecían junto a las paredes de ladrillo de la casa. Cuando dobló la esquina, se dio cuenta de que tanto el jardín como el huerto habían sido arreglados recientemente y aguardaban latentes la llegada de la próxima estación. Era un lugar recluido y encantador, con extensas zonas que servían como refugio del calor en verano y de las gélidas ráfagas de viento en invierno; unas zonas especialmente diseñadas para alejarse un poco de las pesadas cargas de la vida diaria.