Esta mujer. Madeleine comenzaba a hartarse de que le aplicaran una distinción tan vulgar con ese tono de voz que la hacía parecer despreciable. Sin embargo, en lugar de reaccionar, se limitó a soportarlo con elegancia, como siempre. Con un poco de persuasión, fue capaz de librarse por fin de los dedos de Rothebury, aunque no sin cierta resistencia por parte del barón, que le había hecho un par de caricias con el pulgar y no por accidente, de eso estaba segura.
—Sí, trabajo para el señor Blackwood —respondió en su propia defensa y mirando a la dama a los ojos—. Sin embargo, yo no he oído hablar sobre usted, señora…
—Margaret Broadstreet —señaló el barón con tono afable.
—Somos del norte —adujo la dama—, pero venimos a Winter Garden todos los inviernos debido a los dolores que sufre mi marido.
Madeleine estaba segura de que su marido sufría, y mucho.
—¿Ha venido él esta noche? —preguntó con cortesía.
—Se encuentra en el salón para fumadores con unos conocidos, hablando de lo que sea que hablan los hombres en esos lugares —contestó de manera acalorada. Acto seguido, con los hombros erguidos y una pequeña mueca en sus labios rosados, anunció—. Su padre es primo segundo del barón de Seely, ¿sabe? —Soltó una risilla forzada y alzó unos dedos cargados de anillos para extendérselos sobre el pecho—. Aunque estoy segura de que no tiene mucha idea sobre los títulos ingleses y esas cosas.
—Por supuesto que no la tiene. Es francesa.
La voz chillona procedía de algún lugar por detrás de ella, pero Madeleine supo al instante que pertenecía a Penélope. Todos se volvieron para mirarla.
Aunque ya era una mujer recia y corpulenta, en esos momentos parecía inmensa y ridícula con un vestido de satén morado oscuro cuya susurrante falda estaba cubierta por entero con múltiples capas de encaje blanco. El escote, si bien modesto, se tensaba demasiado sobre su enorme busto y el rígido corsé que le ceñía la cintura parecía a punto de estallar. Tenía el aspecto de una uva madura lista para ser aplastada y convertirse en vino. También le resultó cómico darse cuenta de que su atuendo hacía juego con el de Rothebury casi a la perfección. Formaban una pareja ideal, aunque involuntaria, y a juzgar por la expresión gélida que asomó a los ojos del barón cuando la dama se unió a ellos, estaba claro que a él no le hacía la menor gracia. No, era algo más que eso. Richard Sharon odiaba a Penélope Bennington-Jones.
—Los franceses son bastante sofisticados y conocen sin duda todo lo referente a los títulos nobiliarios y sus implicaciones históricas y contemporáneas, señora Bennington-Jones —afirmó Thomas en un tono evasivo cuando ella situó su corpulenta y perfumada figura a su lado.
Penélope lo miró de soslayo de arriba abajo con los carrillos inflados en un gesto de silenciosa indignación.
—Tiene buen aspecto, señor Blackwood —replicó con aspereza antes de extenderse el abanico delante de la cara para descartar el comentario de Thomas.
—Gracias.
—Y lo mismo puede decirse de usted, señora Bennington-Jones —señaló Madeleine con cortesía.
Penélope cambió de postura y comenzó a abanicarse.
—Qué considerado por su parte fijarse…
Madeleine no supo si echarse a reír o felicitar a la dama por tan espléndida réplica. La mujer había evitado mirarla con toda deliberación, pero había respondido con un comentario sutil que, aunque pretendía resultar grosero, en realidad no lo había parecido.
—Los franceses suelen fijarse en esas cosas —intervino Margaret, que se adelantó un poco para darle unas palmaditas a Penélope en el brazo—. Están muy al tanto de la moda y de si una persona tiene buen aspecto o no.
—¿No me diga? —preguntó el barón, que se apoyó sobre los talones, antes de dar un sorbo de champán—. ¿Y cómo lo sabe, Margaret?
Esa pregunta en apariencia inocente tuvo un impacto sutil, pero Madeleine sabía que pretendía ser condescendiente para conseguir que la dama se equivocara al responder. Todos lo sabían.
—Es un hecho conocido por todos, barón Rothebury —fue la tensa respuesta de Penélope cuando todos los ojos se clavaron en ella—. Está claro que los franceses son… poco más que una panda de bárbaros cuando están en grupo, pero por lo general son también meticulosos con las apariencias.
Rothebury clavó una desagradable mirada en la mujer. Era obvio que su casa, su baile y su título eran superiores, aunque también que Penélope mantenía una extraña conexión con él. De otro modo, no habría hecho ese descarado comentario en desacuerdo con el del hombre.
Margaret extendió una mano para recoger una copa de champán de la bandeja del camarero que pasaba por allí antes de añadir.
—Creo que tiene usted razón, señora Bennington-Jones. No obstante, y puesto que hablamos basándonos en los hechos, hay que decir que, si bien es cierto que los franceses cuidan mucho las apariencias, muestran muy poco gusto en lo que a ellas se refiere.
Penélope meneó la cabeza.
—No, el problema con los franceses no reside en que carezcan de buen gusto, ni de estilo, ya que estamos, sino en que no tienen ningún tacto.
—Algo que no puede decirse de los ingleses, ¿no es así, señora Bennington-Jones? —inquirió Thomas casi en un susurro. Cuando todas las miradas se concentraron de nuevo en él, Thomas sonrió con frialdad y extendió la mano para apretar con suavidad el brazo de Madeleine—. Llevamos aquí cinco minutos y, dejando a un lado al buen barón de Rothebury, ninguna de las damas le ha ofrecido una palabra amable a la señora DuMais… la única francesa que nos acompaña. Es una invitada en nuestro país y, sin embargo, ustedes la han insultado sin reparos, tanto a ella como a la nación de la que procede —Se enderezó antes de enlazar las manos a la espalda—. Durante el tiempo que ha trabajado como mi empleada, ha demostrado ser inteligente, encantadora y elegante. Llevo viviendo en Winter Garden varios meses y todavía no he conocido a ninguna dama en el pueblo que posea su refinamiento.
Casi todos los presentes lo miraron con la boca abierta, una imagen de lo más ridícula a causa de las máscaras, y guardaron un estupefacto silencio. Fue un momento de lo más cómico, uno que Madeleine no olvidaría fácilmente.
Sin esperar una refutación, Thomas miró una vez más a Rothebury, quien, como el más suspicaz de todos, había entrecerrado los ojos en una expresión que Madeleine solo podía describir como especulación evaluativa.
—Si me disculpa, barón —concluyó Thomas con un tono cargado de desprecio—, creo que me gustaría dar un paseo entre la gente —Se volvió hacia ella—. ¿Quiere acompañarme, señora DuMais?
Por supuesto que quería. Y deseaba abrazarlo también.
—En realidad iba a tener la osadía de preguntarle al barón si le gustaría bailar.
Rothebury se adelantó de inmediato y dejó a un lado a las otras damas para ofrecerle el brazo; su expresión mostraba una alegría radiante que en esos momentos sí parecía auténtica.
—Será un placer.
Thomas asintió con la cabeza.
—Como desee —Y tras eso se marchó.
Madeleine contempló cómo su enorme espalda desaparecía entre la multitud.
R
ichard estaba nervioso. A pesar de que había bailado un minué de Bach con la mujer más exuberante y hermosa que había visto en muchos años, no se sentía tan relajado y centrado como debería, sino tenso y distraído.
Como era de esperar, la fiesta era un éxito, al igual que en los últimos años. Una vez más había elegido con mucho cuidado los alimentos, las bebidas y la música, sin reparar en gastos. Había adornos majestuosos por todos lados, la alta sociedad hablaba y reía y, sin embargo, él no conseguía pasarlo bien.
A sus casi treinta y cinco años, había hecho muchas cosas interesantes, pero ninguna podía compararse con el lucrativo comercio del opio robado. Cierto era que lo hacía por el dinero, pero también por la aventura. Durante meses había disfrutado del éxito, había gastado mucho dinero en reamueblar su estudio, la biblioteca y el dormitorio con extraordinarias antigüedades que había comprado en distintas subastas. No obstante, había algo que le había estado reconcomiendo por dentro en las últimas semanas, como si le hubieran clavado un cuchillo en el vientre, y no lograba identificar con exactitud lo que era.
En esos instantes tenía a la fascinante Madeleine DuMais entre sus brazos y la miraba a los ojos a través de la máscara. Esa mujer poseía una belleza sin parangón y llevaba un vestido que acentuaba sus generosos y pálidos pechos y su silueta curvilínea, la cual no mostraba ninguna señal de haber dado a luz. Tenía una piel impecable; su cabello castaño era sedoso y resplandeciente; sus labios, grandes y seductores. Richard notó que su cuerpo reaccionaba de la misma manera que el día que la vio en el bosque, tres semanas atrás, cuando había pasado la mayor parte del tiempo imaginándosela desnuda en su cama. Era una mujer educada, con experiencia, y sin duda sabía cómo complacer a un hombre. Al menos, eso había dado a entender. Había pensado en ella a menudo desde aquel fatídico día y por fin la tenía allí, en su casa, bailando y riendo con sus ácidos comentarios.
La había visto de inmediato cuando atravesó el arco de vidrieras para adentrarse en el salón de baile. Sin embargo, cuando el erudito entró justo detrás de ella y se detuvo a su lado, Richard tuvo un mal presentimiento que le retorció las entrañas al verlos juntos. Y eso era lo que causaba su nerviosismo. Estaba seguro de ello. Aunque había sentido cierta inquietud cuando Penélope los mencionara semanas atrás, la súbita ansiedad que lo había invadido esa noche estaba provocada por el mero hecho de verlos juntos. Por desgracia, era evidente que las extrañas casualidades que habían reunido a una espléndida francesa y a un intelectual inglés tullido en Winter Garden ya no podían pasarse por alto.
Para ser objetivo, debía reconocer que formaban una pareja impactante: el enorme y moreno Blackwood, con ese aspecto autoritario; y la bellísima Madeleine, la perfección convertida en mujer. Dejando a un lado las evidentes lesiones del hombre, mostraban una afinidad ilusoria como pareja, casi de cuento de hadas, algo de lo que todo el mundo se había dado cuenta. A decir verdad, le había parecido sumamente divertido observar el intercambio de sutilezas y groserías entre esa zorra de Penélope, la presuntuosa de Margaret, que en realidad era una don nadie entre la alta sociedad, Blackwood y Madeleine. No obstante, para sorpresa de Richard, el erudito había ganado la contienda de manera rotunda, y también las sutiles muestras de admiración de su adorable acompañante.
Se sentían atraídos el uno por el otro. Eso era obvio, aunque ambos hacían lo posible por ocultarlo. Pero ¿se lo ocultaban entre sí o solo a los demás? Richard no lo sabía, y tampoco tenía muy claro cómo se sentía al respecto. Por un lado, deseaba a esa mujer, y mucho. Por otro, no podía dejar que ella pasara a formar una parte importante de su vida. Tenía una propiedad que dirigir, un negocio clandestino que organizar y una casa que mantener, así que en esos momentos no tenía el menor interés en engendrar un heredero. Se casaría en su debido momento, por supuesto, y tendría hijos; pero el matrimonio todavía quedaba lejos para él, y desde luego no se casaría con una francesa plebeya viuda, por más hermosa que fuera y por mucho que ella lo deseara. Con todo, pensaba descubrir muy pronto hasta qué punto lo deseaba ella.
El minué llegó a su fin y una Madeleine sin aliento le dedicó una sonrisa mientras se abanicaba delicadamente con sus perfectos dedos. Él le devolvió la sonrisa y se obligó a regresar al presente.
—¿Le gustaría dar un paseo, señora DuMais? Me vendría bien un poco de aire fresco y me encantaría enseñarle algunos de los tesoros que he adquirido hace poco para mi estudio y mi biblioteca.
Las palabras tenían segundas intenciones, y ella no las pasó por alto.
—Por supuesto, monsieur Rothebury… —Richard, por favor —recalcó él al tiempo que le ofrecía el brazo.
—En ese caso, debe llamarme Madeleine —insistió ella con un marcado aunque estimulante acento francés mientras le colocaba la mano sobre la manga, a la altura del codo.
Richard le dio unas palmaditas con la mano libre y notó su piel cálida y suave. De repente, sintió una acuciante necesidad de sentir esos dedos rodeando su virilidad, acariciándolo de manera íntima.
—¿La biblioteca primero, Richard? —le preguntó con un ronroneo en una chispeante y pícara insinuación.
Él habría elegido el dormitorio, pero el salón de baile estaba lleno de vecinos e invitados de cierta importancia, y muchos de ellos los verían marcharse juntos. No podían ausentarse demasiado. Así pues, de momento tendría que contentarse con la biblioteca, como ella había sugerido durante su primer encuentro en los bosques; más tarde, si había suerte, podría desnudarla.
—La biblioteca primero, Madeleine —concedió antes de hacerle una leve señal hacia la escalera.
Caminaron en silencio, aunque las conversaciones del salón de baile habían alcanzado un volumen tan alto que resultaba imposible conversar con normalidad. Subió la escalera detrás de ella para observar el balanceo de sus caderas y la forma en que los suaves rizos de su cabello botaban sobre los hombros con cada paso que daba. Le fascinaba la sofisticación de esa mujer y, con cada minuto que pasaba, se sentía más y más impaciente por estar con ella a solas.
Por fin llegaron al pasillo que conducía a la parte trasera de la casa y que pasaba junto a su estudio. Si alguien había notado que se habían marchado solos, nadie se atrevería a comentarlo abiertamente. Al menos, no esa misma noche y en esa casa. La discreción reinaría en las conversaciones de casi todo el mundo en ese baile. Richard los conocía a todos y el bienestar de los lugareños dependía de él, y también sus chismosas lenguas. Podían especular cuanto quisieran. De cualquier forma, no averiguarían nada.
Madeleine no dijo nada cuando llegaron por fin a la biblioteca. Una vez dentro, Richard cerró la puerta y echó muy despacio el pestillo.
Al volverse de nuevo hacia Madeleine, atisbó cierto asomo de incertidumbre en sus ojos mientras contemplaba la cerradura, pero se desvaneció cuando respiró hondo y echó un vistazo a la estancia.
—Es preciosa, Richard.
Él se acercó muy despacio a ella.
—Yo opino lo mismo.
Se refería a ella, claro, aunque sabía que la mujer hablaba de la biblioteca. Estaba recién decorada en tonos tostados y verdes, y era una habitación hermosa que conservaba los bellos techos abovedados originales. Había sencillos y elegantes muebles de diseño Reina Ana: dos sofás tapizados en seda verde oscuro; dos sillas de velludillo dorado, la una frente a la otra; y una mesita de té de madera de cerezo situada en el medio. Había estanterías en todas las paredes, aunque estaban ocupadas en su mayoría por antigüedades procedentes de Italia, Egipto y el Lejano Oriente que había ido recopilando a lo largo de los años. Poseía jarrones de la antigua Roma, jarras de marfil originarias de India, tallas de jade de Japón y suntuosas alfombras tejidas en España; y había obtenido todas esas cosas con el dinero que le proporcionaban aquellos ciudadanos londinenses que le compraban el opio para la necesitada élite. Sí, era un negocio magnífico, sin lugar a dudas.