Un hombre que promete (24 page)

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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Un hombre que promete
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Él se limitó a mirarla sin decir nada durante un buen rato; parecía meditar sobre el propósito que yacía tras sus comentarios, en un intento quizá por relacionar a la mujer que conocía con el pasado que ella tanto despreciaba. Luego ladeó la cabeza como si hubiera algo que no entendía. Frunció un poco el ceño y entrecerró los ojos como si quisiera ver a través de ella; a Madeleine le dio la impresión de que intentaba atisbar qué había en los recovecos de su alma.

Eso la puso algo nerviosa, de modo que retiró la mano de su hombro y se apartó un poco de él.

—Creo, Maddie —dijo con voz serena—, que consideras el amor algo efímero porque en realidad jamás has permitido que te llegue aquí… —Le acarició la frente con la yema de los dedos—. Ni aquí —Bajó la mano muy despacio a lo largo de su cuello para colocarla al final sobre su corazón, entre ambos pechos—. Hasta el día en que lo permitas, serás una excelente espía para la Corona, una buena amiga para aquellos que te importan, una respetable ciudadana francesa por fuera y una honorable inglesa por dentro, pero jamás sabrás quién eres hasta que admitas que te valoran por algo más que lo superficial, que te aman.

Su cuerpo se quedó inmóvil, a excepción de los diminutos temblores que sacudieron su vientre y sus extremidades. Estaba claro que él no entendía sus anhelos, sus sueños ni sus ambiciones, pero ella tampoco lo entendía a él. Hablaba con rodeos, tal y como hacían casi todos los hombres que conocía, en especial cuando se conversaba sobre el amor.

—Nadie me ama, Thomas —dijo en tono serio a modo de explicación—, y me siento feliz y contenta. Mi trabajo es mi vida. Es gratificante y satisfactorio. No necesito nada más.

Él respiró hondo y después soltó el aire muy despacio, sin apartar aún la mano de su pecho.

—Jamás sabrás si te aman o no, ya que no te lo planteas. Tu trabajo lo es todo para ti porque es algo seguro, Madeleine. No puede decepcionarte ni abusar de ti, como tu madre. No puede morir y dejarte sola y preocupada, como tu padre. El amor puede hacer esas cosas, pero una profesión no.

Se acercó tanto a ella que Madeleine pudo percibir la extraordinaria calidez que se desprendía de su cuerpo y el reflejo de la luz del fuego en las pupilas de sus ojos.

—Una profesión paga las deudas —susurró él con voz ronca al tiempo que le frotaba el hombro con los dedos— y satisface tus necesidades de éxito personal y de hacer algo para mejorar la sociedad. Pero el amor te llena el alma con algo extraordinariamente gratificante. Si mueres sin experimentarlo, te perderás la única alegría auténtica de la vida.

Madeleine sintió que se le detenía el corazón. Durante más de un segundo. Y después se le aceleró, algo que sin duda él pudo notar bajo su palma.

Hablaba con suma seriedad, y su expresión era calculadora y desafiante. Peligrosa. Una pequeña parte de ella quiso huir, librarse de su presencia y regresar a la seguridad de su dormitorio, incluso a su hogar en Francia. Sin embargo, una parte mucho más importante, la parte intrépida e irracional, deseó acercarse a él, hundirse entre sus brazos y besarlo con fuerzas renovadas y el deseo de algo más; esa parte de ella deseó no alejarse nunca de él.

Él también lo percibió, o tal vez vio la indecisión dibujada en su expresión, porque alzó la mano de repente y trazó el contorno de sus labios con el pulgar.

A Madeleine le flaquearon las fuerzas y, al ver que iba a perder la batalla, se rindió a sus caricias.

—Tengo algo para ti —murmuró él, rompiendo el hechizo—. Un regalo de Navidad.

Ella no apartó la vista de sus hermosos ojos; estaba tan abrumada por su estado de ánimo y su preocupación, por su obvia masculinidad, que no tenía la menor idea de qué decir.

A regañadientes, Thomas se apartó de ella y se puso en pie. Apuró lo que le quedaba de brandy de un solo trago y después desapareció por la escalera que conducía hasta su habitación. Cuando regresó instantes más tarde, traía en las manos una enorme caja atada con un lazo de satén azul.

Madeleine estiró las manos para cogerla, invadida por una extraña mezcla de sensaciones: agradecimiento y estupefacción. Desasosiego.

Él vaciló un poco antes de soltarla.

—¿Me prometes que te lo quedarás?

El profundo tono de barítono de su voz la instaba a no desafiarlo, de modo que ella compuso una expresión inocente y sonrió de oreja a oreja.

—Por supuesto. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Tras dejar escapar un bufido, Thomas soltó la caja y se sentó junto a ella de nuevo, aunque más cerca esta vez: había colocado el brazo en el respaldo del sofá, por detrás de sus hombros, y sus rodillas se rozaban.

Madeleine desató el lazo a toda prisa y lo dejó a un lado antes de levantar la tapa de la caja. Lo que vio la dejó sin palabras.

Dentro había una gruesa pelliza, tan suave y blanca como el plumaje de un cisne, rematada con un exuberante ribete de marta cebellina. Cogió la prenda por los hombros y la sacó de la caja con mucho cuidado antes de ponerse en pie para colocársela sobre el pecho y probársela por encima. La pelliza, cara y hecha a medida, era una prenda ajustada con seis grandes botones negros que servían para cerrarla desde el cuello hasta las rodillas, dejando que el resto del grueso tejido cayera hasta los tobillos. La marta cebellina no solo adornaba las mangas, el cuello y la capucha, sino que también revestía el interior y cubría el largo manguito a juego que seguía en el interior de la caja.

Por un momento, Madeleine no supo qué decir.

—¿Te gusta? —preguntó él, nervioso.

—Ay, Thomas —susurró ella con incredulidad—. Es…

—Hermosa y elegante, y de lo más necesaria —concluyó por ella.

—Sí.

—Como tú —añadió con voz ronca.

Madeleine no podía creer que hubiera dicho eso, ni que hubiera sido tan generoso para regalarle aquella espléndida pelliza.

—¿Compraste esto para mí? —preguntó con un hilo de voz.

Él extendió la mano para acariciar la piel de marta.

—Necesitabas algo más abrigado que una capa de viaje. Tenía un poco de dinero ahorrado y quise gastarlo en ti.

Era lo más conmovedor que nadie había hecho por ella en mucho, mucho tiempo.

—Thomas… —comenzó a decir antes de dar una honda bocanada de aire—. Thomas, es un regalo maravilloso…

—Y dijiste que te lo quedarías, así que me siento de lo más satisfecho.

La había arrinconado, pero Madeleine tenía otra excusa razonable.

—Solo podré utilizar una pelliza así en Inglaterra, este invierno. Me temo que después no me serviría de mucho.

Los labios de Thomas se curvaron en una sonrisa pícara; el cabello se rizaba sobre su frente y sus ojos despedían fuego. De pronto parecía un pirata que calculaba con sagacidad su valía.

—Puede que te quedes en Inglaterra mucho más tiempo del que crees, Maddie.

Esas palabras, que brotaron de su boca como si de lava se tratara, la dejaron sin aliento y desencadenaron una oleada de deseo en su interior. Allí sentado en el sofá, sin despegar los ojos de ella, exudaba una sexualidad intensa y primaria que la abrasaba hasta los huesos y que era imposible pasar por alto.

—Yo también tengo un regalo para ti —le dijo en un delicado ronroneo.

Thomas enarcó las cejas, sorprendido.

—¿De veras?

Madeleine dobló la prenda con esmero y la metió en la caja antes de colocar esta última en la alfombra, bajo la mesita de té. Luego volvió a girarse hacia él con los brazos en jarras.

Thomas aguardaba con paciencia y sin dejar de observarla, de manera que ella decidió tomar la iniciativa.

Comenzó a desabotonarse el cuello del vestido muy despacio, y los ojos masculinos descendieron para seguir los movimientos. Thomas se removió con incomodidad en su asiento.

—¿No estás precipitando las cosas un poco? —inquirió con cierta ironía.

Madeleine se dio cuenta al instante de que no se había negado; no le había dicho que se detuviera ni que tenía algo más importante que hacer. Ladeó la cabeza y dejó escapar una risa suave y gutural.

—Te prometo que no me aprovecharé de ti, Thomas.

No tenía intención de desnudarse por completo, dado que no creía que fuese el momento oportuno. Se colocó a horcajadas sobre él, con las rodillas apoyadas a ambos lados de sus caderas y las faldas alzadas hasta los muslos, y comenzó a frotar su sexo contra la enorme dureza que se apreciaba bajo sus pantalones. Eso le reportó una buena dosis de satisfacción inmediata: él estaba preparado para tomarla y todavía no habían hecho nada.

—Algún día, señor Blackwood, pienso verlo completamente desnudo.

—Algún día, mi dulce Madeleine, pienso permitir que lo hagas.

Con una sonrisa, Madeleine se abrió la parte superior del vestido para dejar al descubierto la fina camisola de lino.

—Éste es mi regalo —le dijo a modo de invitación.

Acto seguido, se inclinó hacia delante y lo besó de manera apasionada. Thomas la aceptó de inmediato y la rodeó con los brazos para estrecharla, jadeando a causa del deseo.

Mientras enterraba los dedos en el suave cabello masculino, Madeleine trazó el contorno de sus labios con la lengua y después la introdujo hasta el fondo en su boca. Soltó un leve gemido cuando Thomas comenzó a succionársela y a acariciarle la espalda y las caderas. Después, él subió las manos para cubrir sus pechos por encima de la camisola y le acarició los pezones con los pulgares hasta que se convirtieron en dos puntos deliciosamente sensibles.

Consumida por la lujuria, Madeleine empezó a moverse arriba y abajo sobre el miembro erecto al tiempo que lo besaba con desesperación y le acariciaba los pómulos con los pulgares sin apartar las manos de su cabello. Thomas le apretó y le masajeó los pechos como si encajaran a la perfección en sus palmas. Respiraba con dificultad y su quedo suspiro se mezcló con el de ella.

Cuando bajó las manos hasta los muslos, ella dejó de aferrado con tanta fuerza para darle a entender que tenía su permiso. Thomas aceptó su invitación y deslizó las manos hacia arriba bajo el vestido. La piel de sus palmas le abrasó las piernas desnudas en el momento del contacto.

—Dios, Maddie —dijo entre dientes tras separarse un poco—, no llevas nada de ropa…

Debajo del vestido no, pensó ella con una sonrisa para sus adentros antes de besarle el cuello, la cara, la barbilla y los labios.

—Sube las manos y descubrirás que tu regalo no tiene ningún envoltorio, Thomas —susurró contra la cálida mejilla cubierta por una barba incipiente—. Te ha estado esperando durante todo el día.

Con un gruñido de auténtico placer, Thomas hizo lo que le había pedido muy despacio; tan despacio que ella creyó que moriría de deseo… o que tendría que agarrarle las manos y obligarlo a ponerlas allí donde más las necesitaba.

Cuando por fin situó los dedos entre los rizos de su entrepierna, Madeleine se apoderó de nuevo de la boca masculina con un gemido y lo besó con intensidad, invitándolo con su cuerpo a indagar y descubrir.

Y él aceptó la invitación. De pronto, el pulgar de Thomas encontró la pequeña protuberancia de carne, ya cálida y húmeda, y comenzó a acariciarla.

Cambió de postura bajo ella para poder sentirla más íntimamente y después alzó la otra mano hasta su pecho para pellizcar el pezón con suavidad y deslizar la uña sobre la punta.

Madeleine jugueteó con su boca, enterró los dedos en su cabello y luego bajó las manos hasta su pecho a fin de sentir los abultados músculos, duros y esbeltos, y esa piel caliente bajo la seda.

Los juegos se habían acabado. Estaba preparada a fin de seguir adelante.

Con el cuerpo en llamas, se apartó de él y se incorporó para recuperar el aliento. Lo miró a los ojos a fin de observar la pasión que lo embargaba mientras mecía las caderas contra la erección y ese delicioso dedo que la acariciaba.

Thomas tenía los ojos vidriosos, cargados de necesidad y de súplica.

Madeleine bajó la mano hasta los botones de su pantalón, pero en esa ocasión él la ayudó a desabrocharlos con rapidez. Se alzó lo justo para permitir que se los bajara hasta los muslos y dejar al descubierto su enorme y rígido miembro, y después, por fin, colocó muy despacio su sexo húmedo encima de él.

Ese contacto tórrido, abrasador y empapado de la esencia y las sensaciones propias del sexo estuvo a punto de llevar a Thomas más allá del abismo. Pero se negó a cerrar los ojos y a aceptar el placer sin prolongar el momento de diversión. Contempló el delicioso rostro femenino, tan seductor y excitado, y acto seguido volvió a colocar el pulgar en el lugar donde debía estar, en esa pequeña protuberancia que encerraba el núcleo de su deseo.

La acarició con suavidad, muy lentamente, mientras ella lo miraba desde arriba con las mejillas sonrojadas y una expresión que lo instaba a reunirse con ella en la creciente marea de pasión.

Pero en ese momento, Madeleine hizo algo inesperado. Alzó una mano para deshacerse la trenza del pelo y la otra para cubrirse uno de los pechos, aún oculto bajo el fino tejido de lino. Comenzó a rodearse el pezón con los dedos, a pellizcarlo y a frotarlo, sin dejar de mirarlo a los ojos.

Thomas, que jamás había visto a una mujer hacer algo así, se quedó sin aliento; tragó saliva y apretó los dientes con fuerza en un intento por mantener el control. Esa noche tenía la intención de llegar al orgasmo dentro de ella, de sentirla por completo; no quería terminar antes de tiempo, antes de proporcionarle algo a cambio.

Madeleine le cogió la mano libre y se la colocó sobre un pecho mientras seguía acariciándose el otro. Estaba tan húmeda allí donde la estimulaba con el pulgar, tan hermosa… Echó la cabeza hacia atrás con un gemido y comenzó a moverse más rápido sobre su erección.

—Ahora, Maddie —insistió él con un ronco susurro. Y mi mayor deseo estará a punto de cumplirse, añadió para sí.

Ella sabía a qué se refería. Levantó las caderas, bajó la mano para encerrarlo entre sus dedos y colocó el extremo de su miembro en el húmedo orificio de entrada.

—He esperado esto durante años —murmuró Thomas; cerró los ojos sin saber si lo había dicho en alto o no, pero incapaz de detenerse.

Sin decir nada, Madeleine descendió con mucho cuidado, introduciéndolo centímetro a centímetro en ese lugar del paraíso en el que los sueños se vuelven realidad. Sus sueños. Estaba tensa, caliente y preparada. Un pequeño suspiro escapó de los labios femeninos cuando lo tomó por entero.

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