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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (22 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Thomas percibió el rápido incremento de la tensión del ambiente, tan denso como inesperado, y el calor de la cocina que los envolvía. Cuando Madeleine lo miró de nuevo, lo dejó sin aliento.

Aquellos ojos, azules como la lluvia, acariciaron los suyos y los llenaron de alegría, de placer y de un deseo inconmensurable. Podía sentir que ese deseo emanaba de ella. No se movió, no dijo una palabra por miedo a romper el hechizo.

En silencio, Madeleine caminó hacia él y dejó caer el delantal al suelo mientras alzaba la mano para deshacerse de la cinta que le recogía el cabello. Una vez hez hecho, se inclinó hacia él, todavía sentado en la silla, y se sujetó a la mesa que había detrás para encerrarlo entre sus brazos.

Lo estudió durante lo que pareció una eternidad, examinando cada centímetro de su rostro.

Thomas sintió su aliento sobre la piel y se le vinieron a la mente una miríada de pensamientos eróticos que endurecieron su cuerpo, le aceleraron el pulso y le formaron un nudo en la garganta.

Madeleine bajó los párpados y se inclinó aún más. Él cerró los ojos con la esperanza de que se apoderara de sus labios en un beso abrasador, y deseando en cuerpo y alma que lo hiciera. Pero no ocurrió. En cambio, le lamió uno de los lados de la cara y trazó un lento sendero con la lengua que seguía la cicatriz de la boca.

Thomas aspiró con fuerza a través de los dientes. Se trataba de un ataque sorpresa que lo llenaba de una extraña sensación de lujuria y de triunfo. Si era un sueño, era el más extraordinario de todos cuantos había tenido. Si estaba muriendo, era una muerte maravillosa.

—Thomas… —susurró ella.

No pudo soportarlo más. Alzó las manos para sujetarle la cabeza e introdujo por fin los dedos en su abundante cabello, en los gloriosos mechones que había anhelado tocar durante años. Las sedosas hebras se deslizaron entre sus dedos y le acariciaron las mejillas y el cuello.

Atrapó su boca al tiempo que la apretaba contra sí y la besó con fervor. Madeleine gimió suavemente cuando sus lenguas se rozaron y sus alientos se entremezclaron. Sabía a manzanas y a vino… un sabor embriagador que lo volvió loco de deseo.

La necesitaba ya.

Levantó una mano para tocarle el pecho, pero ella se la atrapó y se la colocó a un lado. Estaba desesperado por acariciarla, pero ella no iba a permitírselo. Trazó el contorno de los labios femeninos muy despacio con la lengua y acto seguido, ella se separó para mirarlo una vez más. Su piel y sus ojos resplandecían y, sin apartar la mirada de él, cubrió con la mano la protuberancia que se abultaba en sus pantalones.

—Madeleine…

—Chist.

Le desabrochó los botones con asombrosa velocidad sin dejar de mirarlo a los ojos. Thomas dio un pequeño respingo cuando lo rozó por encima del fino tejido de los calzones, pero ella no apartó la mano; en vez de eso, bajó la vista hasta el centro de su deseo y, sin avergonzarse lo más mínimo, tiró de su ropa interior hacia abajo para poder contemplarlo sin tapujos.

Thomas estalló en llamas. Tenía una erección en toda regla y estaba bien dotado, pero esa mujer había estado con muchos hombres. Por más placer que ese sensual encuentro pudiera reportarle, le aterrorizaba parecerle inadecuado.

Ella lo estudió de arriba abajo y de un lado al otro durante lo que parecieron horas. Con todo, se sintió incapaz de reaccionar y no logró mediar palabra, aunque eso carecía de importancia, ya que de cualquier forma no tenía ni la menor idea de qué decir. A la postre, Madeleine alzó la mirada y esbozó una sonrisa seductora.

—Es del tamaño perfecto para mí, Thomas.

Tragó saliva con fuerza en un intento por contener lo que sentía en su interior. Era una mujer con un cuerpo y un rostro hechizantes, y ese tono seductor hacía que se sintiera deseado, tanto si ella hablaba en serio como si no. Thomas apretó la mandíbula; sentía un nudo en el estómago y en la garganta. Acto seguido, cuando ella colocó la cálida mano sobre su miembro, tuvo la certeza de que moriría.

En un principio Madeleine lo acunó sobre la palma y acarició la delicada piel de arriba abajo con la yema de los dedos. Rodeó el extremo con el pulgar y jugueteó con las uñas entre los crespos y oscuros rizos de la base antes de rozar con caricias suaves como una pluma el saco que tenía entre los muslos. Luego se arrodilló a su lado e inclinó la cabeza para besarlo donde más lo necesitaba.

Thomas no podía creer que aquello le estuviera ocurriendo a él. Estaba sentado en una silla de madera en la caldeada cocina, con las luces encendidas, la comida al fuego y el fuerte golpeteo de la lluvia contra las ventanas, mientras la mujer de su vida lo complacía de la manera más íntima y desinteresada.

Depositó tiernos besos de un extremo al otro del miembro y se detuvo un momento para deslizar la lengua alrededor de la punta. Thomas aferró con más fuerza su cabello, cerró los ojos para sentir más y susurró su nombre.

Madeleine dejó escapar un suspiro cuando comenzó a llevarlo hacia ese punto sin retorno, y Thomas sabía que faltaban escasos segundos para perder el control. Trató de alzarle la cabeza con ternura, pero ella se resistió.

—Déjame hacerlo, Thomas —murmuró con voz ronca.

Y la dejó. El placer arrastró cualquier tipo de pensamiento racional y supo que no podría detenerla. Había pasado demasiado tiempo. Demasiado…

Ella lo tomó en la boca. Por entero. Sintió que su cuerpo se tensaba y gimió; se aferró a ella con la respiración irregular, los ojos fuertemente cerrados y la cabeza apoyada contra la pared.

Lo acarició con esa lengua húmeda y caliente. Había separado los labios lo justo para arrancarle la simiente y llevarlo cada vez más cerca del abismo. Quería tocarla, quería estar dentro de ella, quería que lo amara.

—Maddie —imploró en tono áspero—. Te necesito. Maddie…

Llegó al orgasmo en medio de una explosión de luz y asombro, jadeando, con los dedos enterrados en su cabello para sujetarla con firmeza mientras ella se introducía su miembro en la boca, dándole lo mismo que él le había dado. Lo acarició, lo estimuló y lo amó con la boca hasta que el resplandor de la satisfacción se aplacó un poco y la rigidez de su cuerpo comenzó a atenuarse.

El tiempo pasó muy despacio. Al final, Madeleine levantó la cabeza y apoyó la mejilla en su muslo, y Thomas supo que lo estaba mirando aunque aún no había abierto los ojos. Apenas podía respirar. No conseguía aminorar el ritmo de su corazón. No quería que ese momento terminase nunca.

Madeleine lo observó con detenimiento; estudió cada uno de los matices de su rostro, las líneas escabrosas de la rugosa cicatriz que tenía junto a los labios, el tono bronceado de su piel, la áspera barba de la barbilla y las mejillas, los gruesos y oscuros mechones de pelo, y sus largas pestañas. Era un hombre muy apuesto; fuerte aunque, a juzgar por el rubor que teñía sus mejillas a causa de la pasión y que lo hacía parecer más joven, también indefenso.

Lo besó en el muslo y lo acarició con la punta de los dedos.

—Tengo que hacerte una confesión, Thomas.

Él le acarició el pelo, pero no dijo nada.

Ella sonrió satisfecha y admitió en voz queda.

—Solo le he hecho esto a un hombre con anterioridad, a petición suya, y no me gustó. Pero esta noche lo he disfrutado porque lo he hecho contigo… para ti. ¿Lo entiendes?

Thomas levantó los párpados por fin para mirarla a los ojos.

—Lo entiendo.

Hablaba con voz densa y áspera, pero tenía una sonrisa soñadora.

—No tengo mucha experiencia con esta forma de hacer el amor —continuó ella en un ronco susurro—, así que también yo temía fracasar. Creo que ahora estamos a la par.

Thomas respiró hondo y enterró los dedos en su cabello una vez más.

—Esto no es una competición, Maddie.

—A eso me refiero —replicó ella de inmediato.

Él lo meditó durante un instante mientras estudiaba su expresión.

—Tú jamás podrías fracasar conmigo, de ninguna manera.

A Madeleine se le encogió el corazón al escucharlo. Ese hombre sabía muy bien lo que debía decirle para asegurarse de que creyera en él, para hacer que lo deseara. De pronto sintió un acuciante impulso de acurrucarse entre sus brazos.

—Yo siento exactamente lo mismo con respecto a ti.

Con una mirada aún más tierna, Thomas le rozó la mejilla con el pulgar. Madeleine no logró recordar una ocasión en la que un hombre se hubiese mostrado más dulce con ella, más… concentrado en ella.

—¿Admitirás ahora que somos amantes? —le preguntó con mucha cautela.

Él se incorporó un poco, lo que la obligó a levantar la cabeza, y la miró con una sonrisa traviesa.

—Sí, tendré que admitirlo —Hizo una pausa antes de añadir—. Pero no quiero ir demasiado rápido.

Madeleine no tenía muy claro qué quería decir con eso, aunque él se lo diría tarde o temprano; probablemente tuviera algo que ver con su aspecto o con sus piernas. No lo discutiría en esos momentos.

Al parecer algo incómodo con su estado de desnudez, Thomas cambió de posición en la silla y apartó las manos de ella. Madeleine solo lo había dejado expuesto desde la cintura hasta los muslos, pero en esos instantes estaba flácido y las lámparas de la cocina iluminaban a la perfección esa parte de él.

—Creo que iré a lavarme un poco —le dijo con tono despreocupado al tiempo que se ponía de pie y lo miraba a los ojos—. Después, cenaremos —Se alisó las faldas y recogió el delantal del suelo para dejarlo sobre el respaldo de otra de las sillas—. He tenido un encuentro de lo más interesante con Rothebury en el bosque. Te lo contaré durante la cena. Ese hombre es una araña, Thomas.

Él se rió por lo bajo mientras se subía los pantalones empapados por la lluvia.

—¿Una araña? Creí que tal vez lo encontrarías de tu agrado.

Ella arrugó la frente con expresión perpleja.

—Dejando a un lado los asuntos inmorales e ilegales que se trae entre manos, supongo que es el tipo de hombre que habría preferido en Francia, en la ciudad. Pero no aquí.

—¿No aquí?

Ni ahora, quiso decirle; pero no se atrevió. Se sentía confusa de nuevo, ya que no podía comprender las sensaciones que albergaba con respecto a las últimas semanas que había pasado con él. Thomas la hacía pensar de una forma diferente, reaccionar de manera distinta a como solía hacerlo.

—¿Te importaría remover la salsa? —preguntó para cambiar de tema—. No quiero que se queme.

—Por supuesto que no.

Detectó una pizca de diversión en sus palabras, pero lo dejó pasar. Se recogió el pelo con la cinta que se había quitado momentos antes y se volvió para dirigirse hacia la puerta, donde se detuvo de golpe.

—Creo que ese tipo te ha investigado —comentó tras un instante de vacilación—. Dijo que nadie había oído hablar de ti en Eastleigh.

Puesto que no deseaba parecer desconfiada, no lo había planteado como una pregunta, aunque en realidad sí que esperaba una explicación. Él no dijo nada hasta que ella colocó la palma de la mano sobre el marco de la puerta y se dio la vuelta para mirarlo. Thomas, que se había inclinado hacia delante en la silla y había apoyado los codos en las rodillas, tenía la mirada clavada en el suelo de madera.

—Las lesiones me han convertido en una especie de ermitaño, Madeleine. Conozco a muy poca gente y tengo aún menos amigos. No es de extrañar que haya pocas personas en Eastleigh que me conozcan. Yo vivo en el campo y no en la ciudad propiamente dicha; además, llevo años sin relacionarme con nadie.

Era obvio que le había resultado muy, muy difícil decir aquello. Madeleine se dio cuenta y se alegró de poder dejar el tema atrás.

—¿Te preocupa que el barón sospeche de ti?

Thomas meneó la cabeza muy despacio.

—No. Se está poniendo nervioso, pero no creo que sepa nada; al menos, no lo suficiente para actuar.

Madeleine se detuvo de nuevo para escuchar el golpeteo de la lluvia sobre el tejado y para deleitarse con el agradable aroma de las manzanas y el cerdo asados.

—¿Cuándo piensas contarme lo que te sucedió en las piernas, Thomas?

Él se frotó la cara con la palma de una mano.

—Pronto.

Por algún motivo que no logró averiguar, esa sencilla respuesta la derritió por dentro.

—¿Jugarás al ajedrez conmigo más tarde? —preguntó con voz suave y esperanzada.

Thomas la miró a los ojos por fin.

—Siempre es mi momento favorito del día, Madeleine —replicó en un sedoso murmullo—. Quiero averiguar cuántas partidas más tendremos que jugar antes de que me derrotes.

—Comienzo a sospechar que serán muchas.

Thomas no respondió, pero su mirada consiguió que sintiera un cosquilleo en el estómago y que le temblaran las manos. Era una mirada cargada de… algo que no podía identificar, algo profundo y maravilloso. La acarició con los ojos, pero sus labios estaban un poco separados, como si rogaran que ella los besara. Ella. Nadie más. Madeleine se dio cuenta al instante, y esa comprensión la dejó aturdida, inundada por unos nuevos y maravillosos pensamientos que rellenaban esos huecos de su mente que siempre habían ocupado las dudas.

Capítulo 13

L
a Navidad había llegado. Un aire de celebración y entusiasmo comenzó a inundar las calles de Winter Garden a medida que todo el mundo se preparaba para la fiesta religiosa. Los cantantes de villancicos se situaban en la plaza de vez en cuando para entretener a todo aquel que pasaba por allí, las campanas sonaban desde la iglesia, y los niños hacían estallar los petardos y recogían ramas de pino y de acebo para colgarlas en las repisas de las chimeneas y en la entrada de las puertas.

Madeleine se había pasado toda la semana preparando
bonbons
, ricas bolas de chocolate francés envueltas en papel decorado, para entregárselos a los lugareños. Aquellos que no consideraban extraño que hubiera una francesa entre ellos aceptaban el chocolate encantados y la recibían con agrado. Otros, entre los que se incluían, por supuesto, lady Claire Childress y Penélope Bennington-Jones, recogían los bombones por medio de desabridos mayordomos que se los agradecían con cordialidad y le informaban de que su señora no estaba en casa. Al parecer, Desdémona seguía escondida, aunque el hecho de estar embarazada era una excusa de lo más conveniente para negarse a ver a las visitas, desde luego.

La investigación que llevaba a cabo junto con Thomas seguía adelante, aunque despacio. Habían pasado dos semanas desde su encuentro con el barón y durante ese tiempo ni Thomas ni ella habían averiguado nada nuevo. Habían paseado muchas veces junto al lago por la noche sin ver ni oír nada en la gélida oscuridad. A Madeleine le daba la impresión de que Thomas estaba a la espera de algo, aunque no habría sabido explicar por qué, ni siquiera ante sí misma. Parecía contentarse con vivir en la casita con ella y descubrir por casualidad las pistas relacionadas con la operación de contrabando de opio, en lugar de investigarlas. Él no tenía prisa alguna por concluir la investigación y, con cierto recelo ante su propia pereza, si podía llamarla así, Madeleine se dio cuenta de que ella tampoco la tenía. Disfrutaba de la compañía de Thomas cada día más y, por supuesto, Inglaterra suponía un cambio de lo más refrescante para ella. Aunque las raíces de su trabajo seguían en Francia, ése era su hogar; ése era el lugar al que pertenecía, aunque fuera en su mente y en su corazón. Utilizaría cualquier excusa para permanecer en suelo británico tanto tiempo como le fuera posible.

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