Llevaba contemplando las llamas alrededor de veinte minutos mientras meditaba sobre todo lo que había descubierto en las últimas horas, aunque en realidad era en Thomas en quien más había pensado. Esa primera semana juntos había resultado de lo más anodina, ya que él había mantenido las distancias. Madeleine sabía que no le parecía irritante ni desagradable, pero no tenía la más mínima idea de si le gustaba estar con ella ni de si la encontraba deseable como mujer. Le había llevado unos cuantos días aceptar que si bien era irrelevante lo que opinara de ella en el ámbito personal y no debería importarle, le molestaba no saberlo. Sin embargo, el principal problema era que la posibilidad de una relación íntima con Thomas no era uno de esos temas sobre los que se podía charlar a la hora del desayuno, por no mencionar el hecho de que sus descarriados pensamientos le impedían concentrarse en el trabajo. Para ser sincera, ni siquiera estaba segura de querer mantener una relación de ese tipo con él. Sin duda alguna, no haría más que complicar su relación profesional, y su trabajo, fueran cuales fuesen sus circunstancias personales, siempre era lo primero. Jamás haría nada que pudiera ponerlo en peligro. Los amantes iban y venían, pero el trabajo era lo único que le proporcionaba una satisfacción constante en la vida.
Una vez que entró en calor, se quitó el chal de los hombros y lo dejó sobre el brazo del sofá. Apenas había terminado de hacerlo cuando sintió una presencia en la estancia y miró hacia la puerta.
No lo había oído entrar. El sonido de la lluvia había ocultado sus pasos. Sin embargo, la dominante figura masculina llenaba el vano de la puerta mientras él se sacudía el agua del gabán sin dejar de mirarla.
—Hola —dijo con voz suave.
Una palabra inocente que no implicaba nada.
—Hola —respondió ella mientras estudiaba las gotas de agua que se habían quedado adheridas a su cabello, las leves arrugas que surcaron su frente cuando se concentró en desprender los enormes botones negros del abrigo y la piel húmeda y resplandeciente de su rostro, iluminada por el fuego de la chimenea.
—¿Ha habido suerte hoy? —preguntó Thomas, que dejó el gabán en la percha antes de pasarse los dedos por el pelo.
A toda prisa, antes de que él se diera cuenta de que lo estaba mirando, Madeleine bajó la vista hacia la alfombra donde había apoyado los pies.
—Pues la verdad es que sí —contestó, retorciendo los pies contra el suave cuero de color castaño—. Fue una de las típicas reuniones sociales, así que la mayor parte de la conversación se centró en los chismorreos. Pero descubrí algunas cosas que merece la pena resaltar, y un par de ellas bastante interesantes —Escuchó que se acercaba a ella con ese paso lento e irregular y cambió de posición en el sofá para mirar hacia delante, con las manos sobre el regazo—. ¿Qué tal la tarde?
—Fría —replicó él—. Y desagradable en general. La vigilancia es la parte de este trabajo que menos me gusta.
—Así que no ha averiguado nada —afirmó ella en voz alta.
Thomas cogió el atizador de hierro y avivó las brasas de la chimenea.
—Tampoco lo esperaba después de solo tres días; sin embargo, está claro que Rothebury no tiene muchos visitantes. Se mantiene aislado y sale de la casa en muy raras ocasiones —Dejó escapar un suspiro e hizo un gesto negativo con la cabeza—. Aun así, me pregunto a qué se dedica a diario, ya que no hay mucha propiedad que dirigir.
—Supongo que hará lo que suelen hacer todos los nobles —comentó Madeleine con una pizca de humor mientras contemplaba cómo se le marcaban los músculos de la espalda a través de la camisa blanca de lino—. Sin duda reposa cuanto puede, ordena a los criados que le preparen el baño y la comida, y que abrillanten sus zapatos mientras él disfruta de la riqueza y los lujos propios de su clase social.
No podía distinguir sus rasgos con claridad, pero sabía que el comentario le había hecho gracia.
—¿Eso es lo que cree que hacen los nobles a diario, Madeleine? —preguntó el hombre con cierto matiz de asombro antes de colocar el atizador en su lugar y girarse hacia ella para sentir el calor del fuego en la espalda.
Madeleine encogió uno de sus hombros.
—Cuando no hacen eso, están ocupados en dirigir lucrativas operaciones de contrabando —Con una sonrisa comprensiva y sin dejar de mirarlo a los ojos, añadió—. Es probable que nos lleve bastante tiempo, Thomas. Tendremos que trabajar juntos durante algunos meses.
Él le devolvió la sonrisa de forma vaga.
—Soy consciente de ello.
—¿Y le molesta? —presionó ella. Antes de que pudiera responder y puesto que no deseaba que la pregunta pareciera demasiado personal, aclaró un poco las cosas—. Lo que quiero saber es si está impaciente por regresar a Eastleigh, a su hogar, con su familia —Con tu amante, pensó. De pronto se dio cuenta de que no había considerado esa idea con anterioridad. Si él tenía una amante en casa, alguien por quien sentía un profundo cariño, eso explicaría por qué se mostraba tan reacio a admitir la evidente atracción física que existía entre ellos. Sin embargo, durante esa primera conversación sobre ajedrez que mantuvieron, él había dado a entender que llevaba mucho tiempo sin estar con nadie. Igual que ella. Madeleine se revolvió con inquietud en el sofá.
Thomas se quedó inmóvil durante unos instantes, con los ojos clavados en ella.
—No tengo prisa por volver a casa, porque todavía hay mucho trabajo que hacer aquí, Madeleine. Soy un hombre de lo más concienzudo, y tengo la intención de permanecer en Winter Garden hasta que haya cumplido con éxito todos mis objetivos, o al menos lo haya intentado. Me tomo el trabajo con mucha seriedad.
¿Cumplido sus objetivos? No tenía la menor idea de a qué se refería y habría descartado el comentario sin más de no haber sabido que Thomas ponía mucho cuidado en lo que decía. Si algo sabía con seguridad sobre él era que jamás se andaba por las ramas.
—Bien —dijo con una honda exhalación—, supongo que en ese caso estaremos juntos durante un período de tiempo indefinido —Miró más allá del hombro izquierdo masculino para contemplar el reloj de la repisa mientras se pasaba los dedos por la cinturilla del vestido, sintiendo el roce del encaje sobre la piel—. Doy por sentado que no hay nadie en Eastleigh a quien pueda molestarle que trabajemos juntos de semejante manera.
Lo dijo como si se limitara a exponer los hechos. Observó cómo el segundero del reloj recorría cinco espacios, y después diez.
—No tengo ninguna amante, Madeleine —señaló él en voz muy baja.
Ella lo miró de inmediato a los ojos, sintiendo que se le humedecían las palmas de las manos, que se le enrojecían las mejillas y un cosquilleo en el estómago.
La expresión de Thomas era intensa y penetrante, aunque no revelaba nada.
—A nadie le importará que trabajemos juntos así ni de ninguna otra manera —agregó en un tono despreocupado—, salvo a los residentes del pueblo. Supongo que eso habrá salido a colación en la conversación de hoy, y me gustaría saber lo que ha averiguado.
Madeleine parpadeó con sorpresa. Su mente se había enredado con ideas de seducción mientras que la de él había regresado a los asuntos de trabajo. ¿Por qué? ¿Se sentía incómodo hablando sobre temas personales? Una oleada de calidez se deslizó desde sus hombros hasta los dedos de los pies cuando se dio cuenta de que, con eso, él la había librado del apuro de tener que explicarse. Y la intuición le decía que lo había hecho a propósito.
Thomas cruzó los brazos sobre su amplio pecho, a la espera.
—El día ha resultado de lo más esclarecedor —le explicó por fin con la esperanza de que su voz sonara tan seca como lo parecía su boca—. Había cinco damas presentes en la reunión de té: Sarah Rodney; Penélope Bennington-Jones; su hija, Desdémona Winsett; Catherine Mossley, y lady Isadora Birmingham.
—Las conozco a todas —intervino él.
Madeleine sintió que comenzaba a relajarse mientras sus pensamientos se concentraban en los sucesos de la tarde.
—Todas fueron amables, aunque suspicaces en un principio. Por eso de que soy francesa, ya sabe. Durante un tiempo se limitaron a ignorarme, pero hice notar mi presencia preguntándoles quién era el dueño de la casa del lago.
Thomas le demostró su aprobación con un mínimo asentimiento de cabeza y ella siguió adelante, apoyando los codos en los muslos y uniendo las manos para apoyar la barbilla sobre los nudillos.
—La señora Mossley y lady Isadora no sabían nada relevante. Estoy segura de ello. La señora Rodney sabe un montón de cosas sobre Winter Garden, por supuesto, y sobre la mansión del barón. Según los rumores, el lugar sirvió de refugio durante la época de la peste negra, aunque ella admite que nada de eso ha sido demostrado y que es probable que se haya exagerado a lo largo del tiempo.
Eso atrapó su interés.
—Resulta fascinante.
—A mí también me lo pareció, pero no le veo relación con Rothebury ni con los posibles negocios ilegales que ese hombre pueda traerse entre manos en la actualidad.
Thomas lo meditó un momento y después sacudió la cabeza muy despacio.
—Puede que sí, puede que no. La estructura original de la casa es muy antigua.
Los ojos de Madeleine resplandecieron y su boca se curvó en una sonrisa traviesa.
—Quizá el barón de Rothebury haya descubierto la localización del cementerio y haya ocultado el opio robado en el interior de las antiguas tumbas de los clérigos muertos.
Durante un par de segundos, el hombre pareció desconcertado por su repentino intento de bromear. Luego entrecerró los ojos.
—Madeleine…
Le encantaba la forma en que pronunciaba su nombre. Su voz ronca moldeaba el sonido y lo hacía parecer una jocosa reprimenda. Madeleine sonrió de oreja a oreja y él hizo lo mismo.
—Puede que a los monjes les haya molestado —continuó—. Desdémona dijo que había escuchado rumores que afirmaban que se veían luces y fantasmas en la propiedad de Rothebury por las noches.
La sonrisa de Thomas se desvaneció.
—¿Qué?
—Extraño, ¿verdad? —Su tono se volvió serio una vez más—. De todas formas, creo que si de verdad existen esas luces y esos fantasmas, ha sido ella quien los ha visto. Y no son clérigos muertos.
Él la observó durante unos momentos, concentrado. Luego dejó caer los brazos y comenzó a alejarse muy despacio de la chimenea, permitiendo que la luz y el calor se derramaran de nuevo por la habitación. Madeleine se enderezó y se alisó las faldas antes de inclinarse un poco hacia la silla, pero él no se sentó allí como había esperado. En su lugar, rodeó la mesa y se sentó en el sofá, a unos treinta centímetros de ella.
Los siseos y crepitaciones del fuego y el ruido constante de la lluvia, que azotaba cada vez con más fuerza las ventanas, creaban una atmósfera íntima que, sumada a la inesperada proximidad de Thomas, hizo que Madeleine se sintiera desconcertada por un momento.
—¿Algo más? —preguntó él al tiempo que estiraba una pierna bajo la mesa.
Ella se alejó un poco.
—Desdémona se casó hace un par de meses, pero tengo la certeza de que se quedó embarazada antes de su noche de bodas. Aparte de eso, no he sacado ninguna conclusión sobre ella, aunque que no creo que sea la dama inocente y recatada que su madre afirma que es. No obstante, es bastante ingenua.
Thomas frunció el ceño mientras la observaba. Su mirada se demoró unos segundos sobre el cabello, las mejillas y los labios antes de volver a los ojos. Apoyó el costado sobre el respaldo del sofá y elevó el brazo para extenderlo sobre la parte superior, dejando la mano al lado de Madeleine. En cualquier otro hombre, ese movimiento no habría significado nada; en Thomas, resultó en cierto modo provocativo.
—¿Y su madre?
—A su madre no le caigo bien —contestó con serenidad—. Fue la única que siguió mostrándose abiertamente hostil una vez que dejé clara mi posición como dama de buena cuna y viuda respetable y las razones profesionales que me han traído a Winter Garden.
—Usted supone una amenaza para ella —afirmó él con sencillez.
—Es posible, aunque no estoy segura de por qué.
—Siga trabajando con Desdémona.
—Eso pensaba hacer.
Él asintió como si esperara esa respuesta.
—¿Qué le ocurre a lady Claire?
—Estaba invitada, pero no se sentía bien —Los dedos masculinos se encontraban en esos momentos a un par de centímetros de su hombro, pero trató de pasarlo por alto. Bajó la voz y añadió—. Al parecer, eso se está convirtiendo en algo habitual. Si es adicta, el opio ya ha empezado a afectar su modo de vida, y la cosa irá a peor.
Thomas había comenzado a frotar el respaldo suavemente con la yema de los dedos y le había rozado la manga. Ella no tenía ni idea de si lo había hecho a propósito, pero semejante proximidad, sin ningún movimiento ni intención ulterior por su parte, resultaba invasiva. Sin embargo, él parecía meditar sus palabras sin darse cuenta de su incomodidad ni de lo que estaba haciendo.
—Tenemos que verla —afirmó—. Quiero conocer lo que opina de ella, aunque solo sea para descartarla de la lista. Organizaré una merienda con ella el sábado.
—¿Usted organizará una merienda en su casa? —Madeleine esbozó una sonrisa burlona—. ¿Tan seguro está de que lo invitará?
—De que nos invitará a los dos, Madeleine —corrigió él—. Y sí, nos invitará.
Ella disfruta de mi compañía y me encuentra… encantador.
—Encantador… —repitió Madeleine de manera tajante.
Thomas inclinó la cabeza.
—¿Usted no me encuentra encantador, señora DuMais?
Estaba bastante segura de que le estaba tomando el pelo; había utilizado un tono grave y seductor y estaba sentado tan cerca de ella que Madeleine podía percibir el aroma de las tierras de los alrededores mezclado con la frescura del agua y su propia esencia masculina.
—Coquetea con ella —dilucidó ella, vacilante, ignorando la pregunta mientras luchaba contra el deseo de extender la mano hacia él.
Los cálidos ojos oscuros de Thomas se entrecerraron mientras continuaba acariciando el sofá a su lado. Justo entonces, sus dedos le rozaron la piel del cuello con tanta delicadeza que apenas lo notó. El contacto le produjo un hormigueo por todo el cuerpo y una sacudida en el estómago; la dejó desorientada, ya que no estaba segura de que hubiese sido accidental. Sin embargo, no se movió.
—Está muy sola, y yo le dedico algunos halagos —explicó Thomas en voz baja, sin perder ni un ápice de su autocontrol—. Carezco tanto de la personalidad como del aspecto necesarios para coquetear.