Se apartó poco a poco de ella. Madeleine temblaba, pero había cerrado los ojos con fuerza y no los abrió cuando notó que se apartaba. Su respiración era tan irregular como la de él y sus labios se habían separado de forma seductora, suplicando su contacto. Thomas no pudo soportarlo más.
—Estoy en llamas, Maddie —dijo con voz seca, erguido frente a ella una vez más—. Necesito el frío del exterior, así que iré a dar un paseo.
Se marchó sin más, rápida y silenciosamente.
E
l opio era una droga que se había usado desde el principio de los tiempos. Utilizada por primera vez en el mundo antiguo, las maravillas de la adormidera habían sido aclamadas con el paso del tiempo desde Europa hasta el Lejano Oriente. Puesto que la planta crecía bien en los climas cálidos, se había establecido un vasto y creciente comercio a lo largo de los siglos, razón por la que resultaba relativamente fácil conseguirla para todos aquellos que así lo deseaban. La extracción de su jugo era complicada, así que los consumidores sin experiencia solían comerse ciertas partes de las flores o mezclarlas con líquidos para beberías. A principios del siglo XVI, Paracelso, un físico suizo muy poco convencional, denominó «
ladanum
» a un remedio basado en el opio que más tarde fue llamado láudano: una mezcla líquida compuesta principalmente por opio y alcohol. Fue una cura milagrosa para muchos, algo barato y fácil de obtener. Casi todo el mundo consumía opio de alguna forma, debido a su efecto calmante y a su capacidad para disminuir el dolor. Casi todos excepto Madeleine, que conocía sus propiedades destructivas mejor que la mayoría. Las había visto y experimentado de primera mano durante casi veinte años. Su madre lo había fumado a diario, junto con sus amigos, y se había convertido en una adicta a muy temprana edad. Fumar opio proporcionaba una oleada de placer mucho mayor que consumirlo o beberlo. También generaba un comportamiento mucho más irracional cuando el efecto se disipaba, incluso vómitos y dolor físico en algunos casos, y a la postre una dependencia creciente que su madre había experimentado desde bien pronto. Madeleine había sido testigo de ello. Ése era el motivo principal por el que su madre la había convertido en la víctima de su furia y de sus continuos cambios de humor, en el blanco de su angustia y de la depresión que padeció durante años. Jacques Grenier, que en un principio solo era amigo de su madre y colega en la compañía de actores pero que al final se había convertido en el primer amante de Madeleine cuando ella solo tenía quince años, también lo fumaba. Sin embargo, Jacques, a diferencia de su madre, se había controlado. Nunca la había castigado, ni física ni psíquicamente, tal y como solía hacer su madre cuando se le pasaba el efecto.
Debido a las experiencias padecidas durante su infancia, Madeleine despreciaba cualquier tipo de medicación o producto que entorpeciera las facultades mentales, incluyendo el vino, del que casi nunca tomaba más de un sorbo. Conocía sus límites y sabía reconocer la adicción en cuanto la veía. En esos momentos, sentada en el oscuro y parco salón de lady Claire Childress, miraba a la adicción a los ojos.
La dama se había sentado a la cabecera de la larga mesa de madera de arce, cubierta en esos momentos con un mantel de encaje borgoña y los restos de alimentos que permanecían sobre la exquisita vajilla de porcelana blanca. Thomas estaba sentado a su derecha, seguido de Madeleine. Le había extrañado en un primer momento estar sentada al lado de Thomas y no a la izquierda de lady Claire, pero después se dio cuenta de que había sido intencionado. De ese modo, la mujer recibía toda la atención de Thomas, ya que él no podía hablar con las dos al mismo tiempo, mientras que Madeleine, sentada tras él, quedaba emplazada en un lugar de rango inferior. En cierto modo, había sido una manipulación bastante inteligente por parte de la dama, aunque también bastante obvia.
Los inexpresivos criados permanecían de pie en las cercanías para prestar ayuda en cuanto se necesitara, pero aunque había sentido su silenciosa presencia, Madeleine solo había visto o escuchado a tres de ellos. Sin importarle al parecer lo que su servicio pudiera presenciar, lady Claire se emborrachaba y hablaba sin cesar, aunque solo con Thomas.
La conversación mantenida durante la sorprendente y deliciosa cena, consistente en mousse de salmón, suflé de queso, ensalada fría de maíz y guisantes tiernos, se había centrado sobre todo en la propia lady Claire, en su difunto marido, en su propiedad (que a primera vista resultaba impresionante) y, cómo no, en el empleo de Madeleine en Winter Garden. La dama había mostrado su desaprobación con toda franqueza. Para decirlo de manera suave, había detestado a su invitada desde que le puso los ojos encima, y Madeleine sabía muy bien por qué. Lady Claire estaba bastante encaprichada con Thomas y no le agradaba que hubiera otra mujer en su compañía. Tal y como él había predicho el jueves anterior.
Apenas había hablado con él desde entonces, desde esa noche en que tanto la había excitado con unas cuantas declaraciones implícitas, con aromas estimulantes y con esa voz grave y profunda cargada de lujuria. Sus temas de conversación se habían vuelto formales una vez más, y mantenían largas y embarazosas charlas sobre trabajo y otros temas insustanciales. Thomas se había marchado muy temprano el viernes y había regresado a la hora de la cena. Sin embargo, eran extremadamente conscientes el uno del otro. Madeleine descubría sus ojos puestos en ella siempre que se encontraba cerca, y gracias a la enorme experiencia que estaba reuniendo de un tiempo a esa parte, sabía que sus pensamientos estaban centrados en ella. Ojalá hubiera podido averiguar qué pensaba exactamente.
Por fin, esa misma mañana, después de disfrutar de su primer baño en la posada Kellyard, se había ataviado para la cena con el mismo vestido que llevara a la reunión de té de la señora Rodney y se había recogido el cabello en un conservador moño. Algo más tarde, Thomas y ella habían caminado juntos y en silencio a través de la bulliciosa actividad que reinaba los sábados en el pueblo para dirigirse hacia el extremo norte, donde se encontraba la fastuosa propiedad de su anfitriona.
Thomas, elegante tanto en sus actos como en sus palabras, la había presentado como su traductora, por supuesto; y Madeleine había sido recibida con frialdad, tal y como se esperaba. Cualquiera habría advertido a primera vista que lady Claire había sido una muchacha muy hermosa en su juventud, tan malcriada y consentida como muchas de las de su clase. En esos momentos parecía delgadísima, frágil hasta el punto del desfallecimiento, y el envejecimiento de su piel resultaba más que evidente. Madeleine estimó que no tendría más de cuarenta y cinco años, aunque parecía quince años mayor. Lucía un costoso vestido hecho a medida de satén bronce oscuro que sin duda habría parecido arrebatador en alguien cuya figura presentara alguna curva entre el busto y las caderas. En ella, sin embargo, el tejido parecía pesado y colgaba de su cuerpo como una enorme cortina. Su cabello castaño claro, recogido en un pulcro y tenso rodete sobre la coronilla, mostraba ya algunas canas, había perdido el brillo y seguramente luciría un aspecto quebradizo en las puntas. Con todo, era su piel la que más había sufrido a manos de sus indulgencias. Se había vuelto pálida, sin vida y arrugada, con bolsas bajo el cuello y alrededor de los ojos que la mujer había tratado de disimular con una espesa capa de polvos y que no había conseguido sino resaltarlas más.
En opinión de Madeleine, lady Claire se estaba muriendo. En esos momentos estaba hundida en el asiento a causa del exceso de alcohol y charlaba con voz ebria, haciendo caso omiso tanto de ella como de la comida que tenía en el plato. Acariciaba con la yema de los dedos la pequeña copa de cristal que contenía la medicina color rubí, aguardando a que terminara la cena para poder tomársela. Estaba claro que era una consumidora habitual, y esa costumbre de mezclarlo con alcohol acabaría pasándole factura algún día.
Era solo cuestión de tiempo que muriera, ya fuera a causa de una dosis excesiva o porque su cuerpo exánime no aguantara ni un exceso más. Thomas debía de saberlo también; debía de saber muchas más cosas de las que le había contado durante la conversación que mantuvieron el día de su llegada a Winter Garden. Por esa razón «halagaba» a lady Claire, como él lo llamaba. Era cierto que la mujer estaba sola, ahogándose en alcohol y láudano. No obstante, a Madeleine le daba la impresión de que la dama no la odiaba por ser francesa, sino porque en cierto modo le había robado la única atención que recibía de un hombre solícito.
En ese instante, ambos hablaban sobre la biblioteca de Childress, que se encontraba al otro lado del pasillo, frente a la gran sala de música de la que ya habían conversado; charlaban acerca de su amplia e inusual variedad de libros, que habían sido recopilados por la familia de su esposo durante más de tres generaciones. Thomas asentía con la cabeza en los momentos oportunos y escuchaba cortésmente mientras lady Claire parloteaba sobre alguna insignificancia. Madeleine lo imaginaba sonriéndole a la mujer con un brillo tierno en los ojos, pero no podía verlo para asegurarse.
—Forman parte de una colección magnífica, y el buen barón de Rothebury me ha comprado alguno de vez en cuando durante los últimos meses, Thomas —anunció lady Claire con orgullo al tiempo que levantaba la cuchara y agitaba el vino con frutas—. Supuse que lo encontraría interesante, dada su condición de erudito. Quizá también quiera verlos.
Ante la mención del barón, Madeleine se concentró en la conversación una vez más; cogió la cuchara y la hundió en la bebida sin decir nada por el momento, ya que quería averiguar hacia dónde llevaba el tema Thomas.
—¿El barón de Rothebury está comprando sus libros? —preguntó con tono casual para aclararlo.
Lady Claire sonrió lo suficiente para revelar sus amarillentos dientes.
—Al parecer es uno de sus pasatiempos.
—¿De veras? —Parecía bastante interesado—. ¿Y qué cree que quiere hacer con esos viejos libros?
La dama entornó los párpados antes de inclinarse hacia delante para colocar una de sus manos enguantadas sobre la manga de la chaqueta masculina.
—Son algo más que viejos libros, Thomas. Algunos de ellos valen una verdadera fortuna. Y él también es un coleccionista, por si no lo sabía —Su frente se llenó de arrugas—. No, eso no es cierto. En realidad, creo que podría considerársele más bien un comerciante.
Eso picó la curiosidad de Madeleine. No podía dejar pasar un comentario tan extraño sobre uno de sus sospechosos.
—Un comerciante de libros —repitió Thomas—. Fascinante, sin duda. Sin embargo, he visto a ese hombre una sola vez, de modo que apenas lo conozco.
Thomas se apoyó en el respaldo de la silla, y Madeleine se preguntó si lo que pretendía en realidad era librarse del férreo apretón de la mujer. Si había algo que percibía en él era que esa dama no lo atraía en absoluto.
Las arregladas cejas de lady Claire se enarcaron en una fingida sorpresa.
—Por Dios, creí que todo el mundo conocía al barón —Soltó una risa nerviosa y dejó caer ruidosamente la cucharilla de su mano izquierda sobre el plato de porcelana—. Aunque quizá no lleve viviendo en Winter Garden el tiempo suficiente. Tendré que invitarlos a ambos a tomar el té algún día.
—Me encantaría —replicó Thomas al tiempo que cogía la bebida.
Jamás ocurriría algo así; él lo sabía, y Madeleine también.
—¿Conoce bien al barón de Rothebury, lady Claire? —intervino por fin Madeleine.
La expresión de la dama se volvió frágil y quebradiza cuando clavó en ella sus ojos inyectados en sangre por primera vez en muchos minutos.
—No tan bien como a Thomas.
—No lo habría imaginado… —replicó ella con cortesía al tiempo que tomaba una rodaja de manzana con la cuchara—. Pero he escuchado muchas cosas sobre él durante los últimos días, y me gustaría conocerlo.
Sin pensárselo un instante, la mujer esbozó una sonrisa burlona.
—No creo que eso llegue a suceder. Él no pertenece a su clase social, señora DuMais.
Uno de los criados tosió. Thomas movió una de las botas sobre el suelo pulido. Puesto que la había pillado completamente desprevenida, Madeleine estuvo a punto de ahogarse con el suave postre con sabor a canela que se deslizaba por su garganta. Jamás había sido tratada de semejante manera por alguien de su condición social.
Se puso rígida y bajó muy despacio la cuchara hasta el plato.
—Soy consciente de que quizá el barón y yo no tengamos muchas cosas en común…
—Creo que eso es decirlo de una manera muy suave —interrumpió la dama. Tras apartar la mano de la manga de Thomas, se irguió en el asiento y aferró la copa de vino y frutas con tanta torpeza que se derramaron unas cuantas gotas por el borde—. Supongo que en el lugar del que procede cualquier mujer, sea de la clase social que sea, puede mantener relaciones con caballeros de buena cuna, pero aquí no sucede lo mismo.
Incluso en Francia, «mantener relaciones» significaba mucho más que conocerse. Madeleine no perdió la compostura, pero sí el apetito. Tras unos segundos de incómodo silencio, Thomas carraspeó y se inclinó un poco hacia ella para escudarla de algún modo detrás de uno de sus amplios hombros.
—Creo que lo que la señora DuMais quería decir es que le gustaría conocer a algunas personas durante su estancia en Winter Garden —señaló en voz queda, con un tono y una sonrisa cargados de encanto y lógica—. El barón de Rothebury no es más que una de ellas. Y quizá no sea posible, ya que no se quedará en Inglaterra mucho tiempo.
Lady Claire entrecerró los ojos mientras paseaba la mirada entre uno y otro. A continuación, dio un largo trago de vino y dejó la copa en la mesa.
—Estoy segura de que eso será lo mejor. El barón siempre organiza una recepción en enero, como bien sabe: el baile de máscaras de Winter Garden. Es una hermosa fiesta que ofrece todos los años. Quizá quiera usted acompañarme, Thomas.
—Sería para mí un placer, lady Claire —respondió él con aire pensativo—. Pero, a decir verdad, dudo mucho que reciba una invitación. Tampoco yo pertenezco a su clase social.
Ella pareció dolida.
—Por supuesto que sí. Usted es un hombre ilustrado —Descartó la posibilidad con un gesto irritado de la mano—. De cualquier forma, eso no importa en absoluto. Le llevaría como mi invitado.