Estaba a la orilla de un pequeño lago de resplandecientes aguas azules, rodeado en toda su extensión por robles desnudos, arces y frondosos pinos. Justo a su derecha había un banco de madera, firme pese a los deterioros propios de estar a la intemperie, que había sido emplazado frente al agua en un lugar encantador. Uno podía sentarse allí y disfrutar de la tranquilidad tanto en verano como en invierno, escuchando el susurro del viento entre los árboles, los golpes del agua contra la orilla y el canto de los pájaros.
—Es muy hermoso —susurró sin soltarle la mano.
—Sí.
Madeleine alzó la mirada. Él la observó fijamente durante un par de segundos, con su frente bronceada oculta en gran parte por un mechón de cabello y sus cálidos ojos entrecerrados en una expresión de satisfacción. Acto seguido, se inclinó hacia ella hasta que sus rostros estuvieron a punto de tocarse.
—Ésa es la mansión de Rothebury —dijo al tiempo que señalaba con la cabeza la orilla opuesta—. Vive ahí durante todo el año y todas las mañanas alrededor de las diez cabalga a lo largo del perímetro de la propiedad, que abarca el borde sur del lago y se extiende desde aquí hacia la izquierda hasta donde alcanza la vista. El sendero pasa junto a la orilla del agua, de modo que no debería tardar mucho en aparecer.
Madeleine examinó el edificio que se veía a lo lejos, evaluando cada detalle. Solo veía la parte superior entre los árboles, pero resultaba evidente que era un antiguo edificio de tres plantas de altura, construido con piedra de color marrón claro, de estructura sólida y con vistas al lago. Desde donde se encontraba, parecía una casa bien atendida y más grande que la mayoría de las que había visto en Winter Garden hasta el momento, aunque ese detalle podría explicarse por el hecho de que el dueño era un barón que había establecido allí su residencia habitual.
Thomas la guió con gentileza hasta el banco. Ella pasó con cuidado sobre las hojas que cubrían la hierba antes de dejarse caer en el duro asiento de madera y colocar sus faldas a fin de dejarle sitio suficiente. Fue entonces cuando él le soltó la mano y le ofreció de nuevo la taza de té para después sentarse junto a ella. Madeleine se llevó la taza a los labios y dio un par de sorbos; sabía que él la estaba mirando, pero clavó los ojos en el lago.
—He aceptado una invitación en su nombre para la tarde del jueves —comentó Thomas con tono formal—. La señora Sarah Rodney, la historiadora del lugar, ha organizado una reunión de té para las damas de la localidad. Suele hacerlo una vez al mes, y los miembros de la aristocracia y aquellos que pertenecen a una clase social elevada siempre están invitados. Le hice una visita hace algunos días con un pretexto insignificante a fin de informarle, como quien no quiere la cosa, de su llegada. Y, por supuesto, ella me aseguró que sería un placer conocerla a usted —Su voz adquirió un matiz divertido cuando inclinó la cabeza hacia ella en tono conspirador—. Naturalmente, esa invitación se debe sobre todo a que la señora Rodney desea satisfacer su curiosidad. Podrá hacer acopio de un buen número de chismorreos, Madeleine, y todas tendrán preguntas que hacerle, ya que lo único que le dije a la señora Rodney fue que era usted francesa.
Ella volvió a mirarlo a la cara. Dado que Thomas se había sentado muy cerca, parte de su sólido muslo se perdía bajo los pliegues de las faldas y sus hombros se rozaban. Sus ojos tenían un brillo de anticipación y ese grueso y oscuro cabello aún le caía sobre la frente, aunque él no parecía notarlo. Madeleine sintió que se le aceleraba la respiración debido a su simple proximidad, al tono grave y profundo de su voz y la virilidad que exudaba en toda su enorme estatura. No estaba acostumbrada a sentirse tan consciente de la sexualidad de un hombre y, para ser sincera, no entendía la reacción de su cuerpo frente a ese hombre en particular.
—Parece que será una reunión muy instructiva —replicó sin mucho interés al tiempo que se aferraba a la taza con la esperanza de que él no notara lo mucho que la había afectado en un solo día.
Thomas frunció el ceño.
—¿Tiene algo apropiado que ponerse? La verdad es que no pensé en eso.
Ese comentario práctico acabó con los temores de Madeleine, que sonrió con ironía. Muy propio de los hombres no reconocer la atracción cuando la veían…
—Tengo un vestido para cada posible ocasión social, pero debido al escaso tamaño de los baúles, solo he podido traer tres más aparte del que me puse ayer —Y luego añadió sin pensar—. Es muy probable que acabe harto de verme siempre con lo mismo.
—Lo dudo mucho —se apresuró a replicar él.
El pequeño cumplido, que había salido de sus labios con toda sinceridad, la caldeó mucho más que la taza de té que sostenía en las manos. Lo observó casi con descaro hasta que él comenzó a darse cuenta poco a poco de lo que había dicho, momento en el que se puso serio y apartó la mirada.
—De cualquier forma, una traductora no tiene por qué poseer un vestuario espectacular. Encajará mucho mejor en su papel si viste de manera poco sofisticada y extravagante.
Una respuesta de lo más razonable, pensó ella; un razonamiento al que ella misma había llegado.
—Creo que hoy —continuó él antes de que Madeleine pudiera abrir la boca— podríamos caminar por el pueblo para que usted se familiarice un poco con el lugar y aprenda algo sobre la zona; puede que incluso vayamos a visitar a un par de vecinos distinguidos.
—Muy buena idea —convino ella con tono amable antes de dar un nuevo sorbo de té. Bajó muy despacio la taza y se concentró en el líquido cremoso durante un momento—. Thomas, llevamos juntos casi un día, hemos dormido bajo el mismo techo, hemos comido en la misma mesa y, sin embargo, no hemos hablado más que de nuestro cometido y del tiempo —Hizo una pausa y después añadió—. ¿No cree que deberíamos conocer unas cuantas cosas el uno del otro si vamos a vivir juntos durante un tiempo indefinido?
Cuando él se volvió hacia ella, Madeleine lo miró a los ojos y le ofreció una encantadora sonrisa desafiante.
—¿Qué le gustaría saber? —preguntó Thomas con aire pensativo.
En realidad, ella había esperado algo más que eso.
—¿Está casado? —inquirió, tratando de ocultar la tensión de su voz y a sabiendas de que esa pregunta estaba motivada por una apremiante curiosidad. Y supo por intuición que a él también lo había sorprendido.
—No —murmuró con calma indiferencia—, aunque lo estuve en una ocasión.
Madeleine abrió los ojos de par en par, incapaz de ocultar su interés. También se alegró sobremanera de que él no supiera la enorme satisfacción que le había proporcionado su respuesta.
—Ya veo —respondió con suavidad, a la espera de que él le aclarara el asunto. No se hizo esperar.
Tras respirar hondo, Thomas se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas y se frotó los dedos para luchar contra el frío mientras clavaba la mirada en el lago.
—Se llamaba Bernadette. Falleció hace doce años, durante el parto de nuestra hija, que nació muerta. Tengo un hijo de quince años, William, que está interno en una escuela de Viena —Hizo una pausa antes de concluir con voz débil—. En realidad, no hay mucho más en el ámbito personal que deba saber sobre mí. Luché en la guerra; trabajo para el gobierno en la actualidad y vivo una vida tranquila en Eastleigh.
—Supongo que echa de menos a su hijo —dijo con un tono de afirmación, más que de pregunta—. Y a su esposa.
—Echo de menos a mi hijo todos los días —admitió con un suspiro—, pero es un violinista con mucho talento y debe estar allí donde se encuentran los mejores maestros si quiere convertirse en uno de los grandes. En ocasiones añoro a mi esposa, pero murió hace ya mucho tiempo.
Madeleine fue prudente. No deseaba fisgonear, pero sabía con certeza que había mucho más en él de lo daba a conocer. Se había dado cuenta de que era un hombre muy complicado, y de que su silencio no era más que un escudo. La mejor manera de conseguir que confiara en ella era mostrarse sincera con él.
—Yo nunca he estado casada —reveló casi con demasiada ligereza antes de llevarse la taza a los labios una vez más. El contenido estaba casi frío, así que apuró lo poco que quedaba antes de dejar la taza sobre el suelo del bosque—. Jamás quise atarme de esa manera, y nunca deseé tener hijos. Disfruto de los desafíos y las emociones que me proporciona trabajar para el gobierno británico sin la necesidad de estar atada a un marido.
Él bajó la mirada hasta la hierba del suelo, giró el pie y apretó la suela de la bota contra las ramitas y la pinocha hasta que las hizo crujir. A Madeleine le pareció que había sonreído un instante.
—A mí me gustaría casarme de nuevo —admitió Thomas con aire reflexivo—. Una unión de ese tipo trae consigo muchas ventajas…
—Para un hombre —lo interrumpió ella con un brillo en los ojos al ver que su humor había mejorado—. Como mujer, yo prefiero las ventajas que ofrece la vida fuera del matrimonio.
Él la miró de reojo y estudió su rostro.
—No estoy seguro de que hablemos de las mismas ventajas, Madeleine.
Ella esbozó una sonrisa afable y se enderezó en el banco.
—Yo estoy segura de que sí. Tengo veintinueve años, Thomas, y soy francesa. No me describiría como una mujer ingenua. Me niego a convertirme en propiedad de nadie para su exclusivo disfrute.
Lo primero que le vino a la cabeza tras semejante admisión fue que él podría sentirse horrorizado ante tanta franqueza. Pero no lo estaba. Durante algunos momentos se limitó a observarla, pero después, por primera vez desde que se conocieran, sus labios dibujaron una enorme sonrisa que reveló unos dientes perfectos y que le hizo parecer mucho más joven. Casi un muchacho. En ese instante, sentado a la linde del bosque junto a un resplandeciente y tranquilo lago, Thomas Blackwood la cautivó, y Madeleine sintió una deliciosa y reconfortante calidez en su interior.
—Tal vez no haya encontrado a un hombre que caliente su sangre con esa clase de deseo que dura para siempre, Madeleine —sugirió en un susurro ronco e íntimo—. Esa clase de deseo que no se sacia jamás y que en cambio siempre te hace anhelar más y más. La clase de deseo que te da ganas de aferrarte a alguien con fuerza y no soltarlo jamás.
El hecho de que él sugiriera algo que ella estaba cerca de sentir logró que la calidez de su interior se elevara hasta sus mejillas. Se sonrojó por completo, algo que no le sucedía jamás. Él también se dio cuenta y su expresión se suavizó mientras recorría una vez más su rostro con la mirada.
Madeleine cerró los párpados y se movió con nerviosismo en el banco. Metió las manos en los bolsillos de la capa en busca de los guantes, más por la necesidad de hacer algo que por el calor que le proporcionarían. Se puso primero el de la mano izquierda y después el otro.
—Habla como si hubiera sentido ese tipo de devoción por una mujer.
—¿Sí?
En realidad no era una pregunta, sino una simple declaración que no precisaba una respuesta por su parte. Eso hizo que se sintiera un poco nerviosa y aún más intrigada. Quería conocer todos los detalles, pero se mordió la lengua para no preguntar. De poco sirvió, porque él no añadió nada más.
Dejó escapar un suspiro adrede y volvió su atención hacia el lago.
—Tal vez tenga razón, Thomas. Pero he aceptado mi situación. Soy demasiado mayor para casarme, y puesto que nunca he experimentado ese tipo de devoción hacia un hombre, y tampoco la he recibido de ninguno, albergo serias dudas de que algún día llegue a hacerlo. No tengo claro que a mi edad pueda llegar siquiera a reconocer esos sentimientos románticos. Pasión, sí. Romance, no.
Thomas se encogió de hombros, algo que ella sintió más que vio.
—Uno puede albergar sentimientos a cualquier edad, Madeleine. Por supuesto, jamás ocurrirá si se cierra en banda y no deja que formen parte de su vida, pero eso es elección suya.
Su tono era indiferente, pero sus palabras resultaban bastante explícitas; no eran insultantes en absoluto, pero estaban cargadas de significado.
—Mi trabajo significa mucho para mí, Thomas —replicó ella, un poco a la defensiva—. Siempre es lo primero.
Él se echó hacia atrás y se relajó contra el banco una vez más mientras cruzaba las piernas.
—También comprendo ese tipo de devoción.
Tenía la certeza de que había sido sincero con esa declaración. Con todo, él no sabía hasta dónde llegaba su devoción por el trabajo, y Madeleine no habría sabido explicárselo ni en el caso de haber querido hacerlo.
De repente, algo llamó su atención al otro lado del lago. Un hombre había emergido de un grupo de árboles a lomos de un enorme caballo gris y zigzagueaba a lo largo del sendero que pasaba junto a la orilla del agua.
—¿Es él?
—Es él —respondió Thomas en voz baja.
Descartada ya la conversación anterior, Madeleine se inclinó hacia delante y se concentró en el barón para estudiarlo tan bien como le fuera posible desde esa distancia. Llevaba un traje de montar azul marino, pero estaba demasiado lejos para determinar su calidad. Tenía el cabello de color rubio rojizo cortado a la moda, y la piel pálida de su rostro estaba bien afeitada, a excepción de unas largas patillas laterales; tenía una complexión media, si bien sus brazos y piernas parecían bastante fuertes. Cabalgaba con la destreza propia de los que lo hacen a menudo, y aunque el esfuerzo del ejercicio le daba una expresión dura a su rostro, Madeleine pudo imaginárselo sin problemas como el apuesto galán de las reuniones sociales.
Justo en ese momento, el hombre perdió la concentración. Miró en dirección al lago y aminoró el paso de su caballo cuando los vio por primera vez. No apartó la vista de ellos mientras seguía avanzando despacio por el sendero del bosque. Sin embargo, no los saludó ni con gestos ni con palabras; mantuvo una expresión seria y los observó con ojos fríos y sagaces. Calculadores. Es inteligente. Y me está observando, se dijo Madeleine.
Una repentina ráfaga de viento levantó las hojas caídas, sacudió los árboles y agitó el agua. Aun así, el hombre no apartó los ojos de ellos, de ella. Por primera vez desde que saliera a pasear esa mañana, Madeleine sintió que el frío atravesaba sus ropas y le helaba su piel, y se echó a temblar.
Thomas percibió su reacción y extendió el brazo por detrás de ella con un movimiento tranquilo para subirle la capucha de la capa muy despacio; luego deslizó la palma por el borde y se lo ajustó al cuello. El ribete de piel acarició el rostro de Madeleine, que alzó también las manos hasta la capucha y rozó la mano enguantada masculina durante algunos segundos, hasta que él la dejó caer a un costado.