Fue entonces cuando vio al hombre.
Madeleine se detuvo en seco y lo contempló con la boca abierta. Comprendió de inmediato que ésa era una reacción ridícula por su parte. No obstante, y pese a las muchas y variadas experiencias de su vida, jamás había conocido a alguien semejante. Los vividos pensamientos sexuales que la inundaron de pronto la dejaron por completo anonadada.
El hombre se encontraba junto al límite posterior de la propiedad, a menos de tres metros de distancia. De espaldas a ella, desnudo de cintura para arriba y con las piernas ligeramente separadas, alzaba el hacha con aparente facilidad para descargarla sobre los arbustos en un intento por deshacerse de la maleza. Era altísimo, con músculos que resaltaban en sus amplios hombros, sus esculpidos brazos, a ambos lados de la columna y en la esbelta cintura, que desaparecía bajo unos pantalones ajustados negros rematados por botas altas de cuero. A juzgar por el brillo del sol que se reflejaba en sus hombros, era evidente que estaba sudando a causa del ejercicio; y aunque allí fuera hacía bastante frío para convertir el aliento en escarcha, él no pareció notar el gélido aire otoñal cuando se agachó para agarrar una rebelde planta con una de sus enormes manos mientras cortaba la base con la otra.
La palabra «grande» no bastaba para describirlo, fue lo primero coherente que se le ocurrió a Madeleine cuando recuperó el control de sí misma. Sir Riley se había quedado bastante corto en su descripción, algo que parecía hacer con mucha frecuencia y sobre lo que tendría que discutir con él. O tal vez sir Riley no había creído necesario aclarar que «grande» significaba fuerte, alto y musculoso; y no orondo, como ella había imaginado. Viendo su musculosa espalda, nadie diría que ese hombre era un intelectual de treinta y nueve años.
Una ráfaga de brisa le arrojó sobre los ojos el suave ribete de piel de su capucha. Madeleine alzó la mano para colocárselo, y fue en ese preciso instante cuando el hombre se percató de que estaba detrás de él.
Se puso rígido, con el hacha en lo alto. Acto seguido, dejó que el mango se deslizara entre sus dedos y que la hoja descansara sobre su puño. Respiró hondo y alzó el rostro hacia la puesta de sol. Transcurrieron cinco segundos. Diez. Después, giró la cabeza hacia un lado y ella pudo observar su perfil mientras le hablaba por encima del hombro.
—Llevaba mucho tiempo esperándola, Madeleine —dijo por encima del hombro.
Su voz, suave y profunda, parecía expresar una especie de… anhelo poético. Sus palabras, en cambio, solo expresaban la irritación que le causaba que hubiera llegado tarde.
—Señor Blackwood —replicó ella con serenidad, aunque tenía las manos entrelazadas y se apretaba los dedos con fuerza.
El hombre se enderezó y se giró hacia ella muy, muy despacio.
Sus ojos, del color de la miel y enmarcados por abundantes pestañas, la estudiaron con detenimiento. Sin embargo, fue la visión de su rostro y de su impresionante porte lo que la dejó sin aliento. Madeleine no lo habría calificado como apuesto en el sentido clásico. De hecho, no lo era. Era brutalmente atractivo.
Su piel bronceada brillaba a causa del sudor; su cabello, abundante y casi negro, caía en suaves ondas sobre las orejas y el cuello. En su rostro recién afeitado, que tenía una estructura ósea perfectamente proporcionada en ángulos fuertes y pronunciados, llamaba la atención una cicatriz vertical de unos cinco centímetros que llegaba justo hasta la comisura derecha de su hermosa y bien definida boca. Ese hombre parecía un guerrero aguerrido e indómito, y las muestras de su soberbia virilidad eran tan claras como las señales de humo en un día despejado.
No obstante, lo que la hizo sentirse incómoda en su presencia no fue su descomunal estatura, sino la inmediata y explícita indiferencia que mostró por sus encantos femeninos. No estaba acostumbrada a eso. El hombre que tenía delante se limitaba a mirarla a los ojos sin pestañear. No observó su figura, ni echó siquiera un vistazo a sus pechos. Clavó esa mirada hechizante en ella, dentro de ella, con una expresión indescifrable en sus rasgos fuertes, duros y cincelados. Una mirada hipnotizante. Madeleine se estremeció sin poder evitarlo.
Pasó un largo instante sin que ocurriera nada. No se dijeron más palabras ni se expresó ningún otro pensamiento. Después, por fin, el hombre bajó la vista y dejó el hacha en el suelo, a su lado.
—La esperaba a mediodía.
Ella recuperó la compostura al ver que parecía de mejor humor.
—El tren salió tarde de la ciudad esta mañana, y perdí el primer carruaje. Acabo de llegar —Se humedeció los labios—. Es un pueblecito encantador. —Vaya un comentario más ridículo… Era una profesional y estaba allí para trabajar con ese hombre. Algo bastante sencillo y, sin embargo, ese hombre la ponía nerviosa.
Él estiró el brazo para coger la camisa blanca de algodón que colgaba de la rama de un árbol, y se la pasó por la cabeza para cubrirse el cuerpo cubierto de sudor. Incapaz de apartar la mirada, Madeleine observó sus movimientos y se fijó en el vello húmedo de su pecho, que brilló a la luz del sol cuando los músculos de su torso se flexionaron.
—Tiene un marcado acento —señaló él, resaltando lo evidente.
Ella estuvo a punto de sonreír.
—Pero hablo su idioma a la perfección.
—Sin duda —El hombre estudió con detenimiento sus labios—. Una combinación que puede resultar de lo más seductora.
Madeleine comenzó a moverse con nerviosismo. Era la primera vez en su vida que una insinuación, por más ronca y deliberada que fuera, conseguía que se sintiera incómoda.
El hombre se apoyó las manos en las caderas y la miró a los ojos una vez más.
—Eso podría servirnos de ayuda.
Primero un comentario sugerente y después otro de lo más franco… Madeleine se limitó a parpadear, incapaz de formular una réplica adecuada. No obstante, ese hombre no se había movido de donde estaba, no había respondido a sus preguntas y, aunque parecía bastante sincero, estaba claro que no se sentía atraído por ella en el sentido físico. Y no estaba segura de si eso la molestaba o no.
Dio un paso hacia él.
—Señor Blackwood…
—Thomas.
Ella se detuvo y asintió con la cabeza.
—Thomas, ¿le importaría recoger mis baúles? Solo he traído dos, pero el cochero no pudo acercarse más a la casa y tuve que dejarlos al lado del camino.
Los sombríos rasgos de su rostro se contrajeron lo suficiente para que ella notara su indecisión. ¿O acaso era fastidio? No estaba segura. De haber tenido que elegir una palabra para describirlo, esta habría sido «poderoso», y esa fuerza más que evidente le permitiría acarrear sus pertenencias sin ninguna dificultad. Con todo, parecía reacio a hacerlo.
Recogió el hacha del suelo una vez más. Después, con un único movimiento de la mano, la clavó en la tierra que había a sus pies.
—Iré por ellos —dijo con un tono reservado—. Después, entraremos en la casa y hablaremos.
—Gracias —El radiante sol bañaba sus mejillas con una luminosidad engañosa, pero el viento gélido que aullaba a su alrededor se le introducía por la nuca y por debajo de las faldas. Iba a ser un invierno muy frío, tanto en el interior de esa casita como fuera de ella.
Thomas la miró de nuevo a los ojos antes de dar unos cuantos pasos hacia ella y fue entonces cuando Madeleine comprendió a la perfección por qué se mostraba reacio.
Su pronunciada cojera la sorprendió tanto que era probable que él se diera cuenta. O que lo esperara. A primera vista, no parecía causada por una herida reciente en vías de curación. Thomas favorecía su pierna derecha, aunque ambas parecían afectadas. Por su forma de moverse, dedujo que se trataba de una antigua lesión que habría dejado cicatrices.
—Thomas…
Él se detuvo de inmediato para interrumpirla, pero no encaró su mirada.
—No pasa nada, Madeleine —replicó en un ronco susurro.
Acto seguido, pasó tan cerca de ella que Madeleine sintió el calor de su cuerpo y se apartó instintivamente a un lado. Él prosiguió su marcha sin prestar atención a la inusual preocupación que ella mostraba por su condición física y dobló la esquina para dirigirse al camino principal.
Madeleine, que se enorgullecía de su aplomo y su atención constante a los detalles, se descubrió avergonzada hasta lo más hondo tras esa conversación. Mucho más que él, pensó. Las reacciones que había mostrado ante ese hombre no eran propias de ella y, por lo general, jamás metía la pata con tan poco tacto. Su primer encuentro había sido de lo más extraño. Y, cuanto más lo pensaba, más le molestaba que sir Riley no le hubiera mencionado que su nuevo compañero de trabajo estaba discapacitado. Sin duda, debería haberlo sabido.
Con los hombros erguidos y las mejillas ardiéndole, volvió sobre sus pasos y atravesó la hierba antes de seguir el costado de la casa. Thomas no había esperado a que lo siguiera, y ya había desaparecido de la vista por el camino principal. Madeleine se dirigió hacia el porche y aguardó en silencio, con las manos entrelazadas junto al regazo. Se negaba a observar cómo ese hombre le traía las cosas, aunque sentía una inexplicable necesidad de hacer eso mismo… y no porque la intrigaran sus lesiones, sino porque la intrigaba todo lo demás.
Unos minutos más tarde escuchó sus pasos irregulares sobre la grava. Thomas apareció de entre los árboles que flanqueaban el camino instantes después; llevaba los baúles en las manos, uno encima del otro, como si no pesaran más que un par de kilos. Una fuerza extraordinaria, sin lugar a dudas.
Madeleine desvió la mirada hacia los enrejados recién pintados cuando él atravesó la puerta de la verja y se adentró en el sendero de piedra.
—¿Me abre la puerta? —le pidió con una voz firme que carecía de toda señal de agotamiento.
Por el amor de Dios, ¿qué narices le ocurría? Ya debería haberla abierto. No deseaba comenzar su relación laboral dando a entender que era una francesita estúpida y atolondrada. Sin duda, él ya se estaría cuestionando sus aptitudes.
Se obligó a mostrar un aplomo que no sentía en absoluto y cogió la bolsa de viaje con una mano mientras giraba el picaporte con la otra. Cuando la puerta se abrió con suavidad, se hizo a un lado a toda prisa para permitirle el paso.
Cuando lo siguió hacia el interior de la casita, se dio cuenta a simple vista de que el edificio era mucho más espacioso de lo que parecía desde fuera. Dejó atrás el pequeño recibidor, vacío salvo por un perchero de pared de latón, y se adentró en la sala de estar, que estaba decorada en tonos verdes y marrones y que según parecía era la única estancia de recreo. En el centro, de cara a la chimenea situada en la pared oeste, había un rústico sofá tapizado en brocado de un suave color verde azulado. Al lado de este había un único sillón revestido del mismo material, con el respaldo alto, un acolchado generoso y un escabel a juego justo delante. No había cuadros sobre el papel de estampado floral que cubría las paredes, aunque las grandes ventanas ocupaban la mayor parte del espacio desde la pared norte hasta su derecha. Los suelos de madera también carecían de adornos, a excepción de una alfombra oval marrón que se extendía desde el sofá hasta la chimenea y que se mantenía en su lugar gracias a una robusta aunque magnífica mesita de té de roble. Entre el sofá y el sillón, encima de una mesa auxiliar muy similar, había un maravilloso juego de ajedrez, hermosamente tallado en mármol de color coral y castaño… la única cosa que había en la estancia, a excepción de unas cuantas macetas y unos pocos libros que demostraban que allí vivía alguien.
Una vez dentro, Thomas dobló la esquina hacia la izquierda y siguió un corto pasillo antes de desaparecer en una habitación que imaginó sería la de ella. Madeleine notó que justo a su izquierda había una estrecha escalera que subía hasta la segunda planta y, bajo ella, al lado del recibidor, había una puerta que conducía a la cocina. Permaneció en silencio donde estaba, a la espera de que la invitaran a sentarse, aunque sabía que aquel era ya también su hogar.
Era una casa mucho más pequeña que la de Marsella, y no veía a ningún sirviente, otra de las cosas a las que se había acostumbrado demasiado. En Marsella no tenía más que una doncella personal, la eficiente Marie Camille, quien también se hacía cargo de las comidas, de la casa y de su guardarropa. Por lo general, Marie Camille viajaba con ella, pero las instrucciones que había recibido de sir Riley se lo habían impedido en esa ocasión. Tendría que apañárselas sin ayuda en Winter Garden.
Thomas regresó instantes después, y tuvo que agacharse para evitar golpearse la frente con la parte superior de la puerta, puesto que su cabeza llegaba casi hasta el techo. No obstante, parecía hacerlo sin darse cuenta, ya que volvió a clavar la mirada en ella de inmediato.
—La habitación de la derecha es la suya —explicó con tono quedo—. Beth Barkley, la hija del reverendo, viene todos los días para preparar la comida, limpiar y recoger la ropa sucia. Le pedí que pusiera sábanas limpias en su cama esta mañana.
—Bien —Comenzó a tirar de los guantes de cuero azul para quitárselos; por razones que no entendía muy bien, todavía se sentía incómoda. Su único consuelo era que él no parecía darse cuenta del mal trago que estaba pasando—. Y ¿dónde duerme usted, Thomas?
El hombre se detuvo a un metro de ella con los brazos en jarras, sin encontrar al parecer ningún significado oculto tras la pregunta.
—Yo he elegido la habitación de arriba, así que dispondrá de toda la intimidad que necesite. El retrete está cerca de su dormitorio, al final del pasillo. No tenemos bañera, pero en la posada local no hay que pagar más que una ínfima cantidad para utilizar la suya, y está limpia.
Madeleine intentó esbozar una sonrisa y comenzó a desabotonarse la capa.
—Gracias.
Deseaba que él dejara de mirarla con esos ojos duros y escrutadores, como si no se diera cuenta de lo femenina que era y en cambio le resultara… era un poco contradictorio, ¿no? Estaba claro que sir Riley le había dicho lo que debía esperar de ella. Sin embargo, parecía estudiarla con detenimiento en lugar de admirarla.
—¿Le gustaría tomar un té? —preguntó con cortesía, interrumpiendo sus pensamientos.
—Sí, por favor —respondió ella a toda prisa mientras se apartaba la capa de los hombros.
Sin hacer comentario alguno, Thomas estiró el brazo para cogerla junto con los guantes, y echó una mirada rápida a su figura, ataviada con un sencillo vestido de viaje de muselina azul celeste. A continuación, se dio la vuelta y desapareció por el pasillo una vez más.