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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (26 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Madeleine le tendió la pelliza y el manguito al mayordomo y después caminó con elegancia hacia el salón mientras Thomas le seguía los pasos. Se detuvo un momento bajo la asombrosa arcada de vidrieras en tonos melocotón y esmeralda que separaba el vestíbulo del salón para colocarse la máscara blanca de satén que acaba de proporcionarle un quisquilloso criado, quien asintió con aprobación y le indicó que descendiera la pequeña escalera para dirigirse hacia la fiesta que se celebraba más abajo.

Echó un rápido vistazo a los alrededores para tomar nota del estilo de Rothebury. Tenía gustos caros y heterogéneos. Se fijó en varios muebles de distintos colores y diseños y en las antigüedades de todo tipo que colgaban de las paredes o adornaban las estanterías de mármol y de cristal. Al igual que en el resto de la mansión, la estructura del salón de baile era antigua, aunque se había redecorado recientemente con colores verde bosque y dorado. Dos de las paredes estaban ocupadas por otras tantas hileras de ventanas, mientras que las otras dos estaban ocupadas de arriba abajo por diferentes pinturas de muy diversos artistas. Era evidente que la mayoría de los invitados ya estaban allí, ya que la estancia parecía atestada y bastante cargada; al fondo, un octeto de músicos tocaba un vals poco conocido, aunque encantador, y el número de asistentes que se dirigía a la pista de baile era cada vez mayor.

Cuando descendió el primer escalón, ya con Thomas a su lado, se hizo un pequeño y elocuente silencio entre la concurrencia. A pesar de que llevaban máscara, no había duda alguna de su identidad. Madeleine supuso que formaban una pareja de lo más llamativa, aunque estaba claro que a los invitados les extrañaba que estuvieran allí. Thomas y ella apenas habían hablado durante el corto trayecto desde su casa, ya que habían elegido los caminos que rodeaban el pueblo en lugar del sendero que había junto al lago para evitar que el barro le ensuciara el vestido, pero en esos momentos él se acercó a ella para susurrarle al oído.

—El barón está cerca de la pared este, junto a la ventana, charlando con Margaret Broadstreet.

Madeleine trató de pasar por alto el calor que desprendía el cuerpo masculino y el cosquilleo que su aliento le produjo en la nuca mientras se concentraba en el barón. El impresionante atuendo de Rothebury consistía en una levita y unos pantalones de corte impecable en color morado oscuro, un chaleco de satén color lavanda y una corbata negra que hacía juego con su máscara.

Justo en ese instante, Rothebury atrapó su mirada y la saludó con un asentimiento de cabeza casi imperceptible; esbozó una sonrisa ladina y sugerente antes de recorrerla con la mirada de arriba abajo. Madeleine se encogió por dentro ante un escrutinio tan indecoroso, pero le sonrió con calidez. De pronto, notó que Thomas le sujetaba el codo con sus dedos largos y firmes en toda una demostración de posesividad. Al menos, esperaba que se tratara de eso.

—Vayamos hacia él en primer lugar —propuso en voz queda, tan práctico como siempre, mientras empezaba a bajar la escalera—. Una vez hechas las presentaciones, tal vez tomemos caminos separados.

La sugerencia le causó un profundo malestar. En contra de su habitual sentido práctico, quería que Thomas permaneciera a su lado toda la noche. Sin embargo, en lugar de discutir ese punto, se limitó a asentir y a dejarse llevar.

—¿No vas a decir nada? —preguntó él con sequedad.

—¿Decir qué?

—Pues que no quieres que te deje sola para enfrentarte al ataque de la araña.

Ella se detuvo a falta de tres escalones para el final y giró la cabeza para lanzarle una mirada astuta.

Él sonrió con malicia, muy consciente de lo que ella pensaba. Madeleine luchó contra el impulso de reprenderlo… y de besarlo de nuevo.

—Soy bastante competente, Thomas, y el barón es un hombre encantador —replicó con demasiada dulzura—. Estoy segura de que me las apañaré muy bien, y de que con un poco de persuasión Rothebury aprenderá a… apreciar mi compañía.

Él le apretó el codo con fuerza antes de frotárselo con el pulgar.

—¿«Apreciar tu compañía»? Creo, Madeleine, que es muy probable que aprecie los magníficos y pálidos pechos que asoman tan encantadoramente por la parte superior de tu escote —Con una sonrisa burlona, añadió—. Desde que salimos de casa, siento un hormigueo en los dedos cada vez que pienso en quitarte el corsé y dejar que se derramen sobre mis manos.

—De modo que sí que los has mirado… —señaló ella con fingido alivio al tiempo que se apartaba los mechones de la cara con un movimiento de la barbilla—. Me ha costado mucho conseguir que llamaran la atención.

—¿No me digas? —exageró él.

Madeleine apretó los labios para contener la risa.

—Pero no dejaré que el barón los toque, Thomas, si es eso lo que te preocupa. Estoy reservando ese honor.

Él parpadeó.

—¿Reservando?

Una mujer descomunal, envuelta en hectáreas de seda gris, se situó frente a ellos y su rostro rosáceo se contrajo en una expresión de ira bajo la máscara blanca; al parecer, estaba molesta porque le impedían salir del salón de baile. Thomas captó la indirecta y apartó a Madeleine antes de quitarse de en medio y continuar bajando los escalones. Todavía no había soltado su codo, y la joven no hizo el menor intento por liberarse.

Tras volverse para mirarlo a la cara por fin, Madeleine se acercó a él tanto como lo permitía el decoro en semejantes circunstancias y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—Quiero que los acaricie y los bese alguien que sabe cómo enardecerme con una simple mirada, que me excita con una simple caricia y que me hace olvidar quién soy cuando está dentro de mí. Creo que, aquí en Winter Garden, ese hombre solo puedes ser tú, Thomas.

Aunque era imposible que alguien lo hubiese oído, los ojos de Thomas se abrieron de par en par al escuchar el escandaloso comentario en un lugar tan público. Pero solo un segundo. Después olvidó lo que era la decencia y a punto estuvo de aplastarla contra su musculoso pecho.

—Me pones duro cuando dices cosas como esa, Madeleine, y por mucho que disfrute de esa sensación cuando pienso en ti, no me gustaría llamar la atención de las damas de por aquí.

Ella no notaba la erección, si de verdad existía, pero sí percibió el tono cariñoso de su voz, el brillo de placer de sus ojos y las súbitas y gélidas miradas de los que estaban alrededor.

Se apartó un poco de él.

—Ya estás llamando bastante su atención con el mero hecho de permanecer ahí de pie —murmuró con ternura— y, para ser sincera, creo que tienen celos porque estás conmigo.

—Mi sitio está contigo —añadió sin más.

Madeleine habría dado cualquier cosa por saber hasta qué punto hablaba en serio, pero en lugar de eso habló con el corazón en la mano.

—Me encantaría besarte por eso.

El rostro de Thomas se volvió pensativo durante unos instantes y un hambre feroz ardió en sus ojos.

—A mí también me encantaría que lo hicieras.

Esas palabras, apenas audibles, estaban cargadas de significado y para Madeleine desapareció todo lo demás: el rumor de las conversaciones y las risas chillonas, la hermosa melodía del vals, el calor de los cuerpos que la rodeaban y el desfile de figuras enmascaradas ataviadas con chaquetas elegantes y voluminosas faldas. De pronto, le importaban un comino el barón, el opio y Winter Garden. Lo único que existía en ese abarrotado salón, en su propio universo privado, era Thomas.

—¿Te conformarás con bailar conmigo? —preguntó con un hilo de voz, a sabiendas de que el baile sería un pobre sustituto del beso; sin embargo, no se le ocurría otra cosa que le permitiera poder tocarlo.

Los ojos de Thomas adquirieron una expresión borrascosa y sus hombros se hundieron cuando dejó escapar el aire que contenía.

—Nada me agradaría más. Pero no puedo bailar, Madeleine.

Nunca podría haberse preparado para eso. Como si de una bofetada en pleno rostro se tratara, su respuesta la dejó sin aire… la avergonzó y la abrasó como el fuego. No podía bailar. Sus lesiones lo imposibilitaban. Y absorta en el fervoroso deseo de comprenderlo, de marcarlo como suyo esa noche, lo había olvidado.

Sin embargo, no dejaría que él lo descubriera.

—Da igual —dijo con una sonrisa radiante—. Hagamos el trabajo que hemos venido a hacer.

Thomas se relajó un poco antes de extender la mano libre para acariciarle la barbilla con el pulgar.

—Qué diplomática eres, mi hermosa Madeleine.

Madeleine se estremeció a pesar del calor sofocante del salón de baile. Thomas jamás se había mostrado posesivo con ella antes, nunca la había reclamado como suya, y el simple hecho de pensarlo hacía que se sintiera incómoda; con todo y por alguna oscura razón, esperaba que él no se diera cuenta de ello.

—¿Quieres tomar champán?

Ella meneó la cabeza al tiempo que desechaba sus preocupaciones.

—Todavía no. Me gustaría mantener la cabeza despejada esta noche. Vayamos a ver a Rothebury.

Thomas se dio la vuelta a toda prisa y la condujo de nuevo hacia la pared este, donde habían divisado al barón en un primer momento. La zona se había convertido en un lugar atestado y ruidoso y la pista de baile estaba abarrotada, así que Madeleine se vio obligada a abrirse paso a través de los huecos que encontraba entre la gente. Thomas la seguía de cerca.

En esos momentos no pudo evitar fijarse en su cojera. En las últimas semanas apenas le había prestado atención, ya que él parecía moverse de un lado a otro sin problemas; era un hombre muy fuerte y capaz que se encontraba cómodo en su propio entorno. Sin embargo, después de sacar sus lesiones a la luz, la cojera parecía mucho más prominente, algo evidente para todos, y su corazón se llenó de compasión y afecto por el hombre que a buen seguro había soportado la mofa y la repugnancia de sus contemporáneos, de almas ignorantes que carecían de toda distinción. Lo comprendía porque lo había vivido durante años, a manos de gente como lady Claire, que asumía que ella era una fulana a causa de su inusual belleza, o su ilegitimidad, o la aparente falta de una educación decente. Thomas le había dicho que era un ermitaño, y en esos momentos entendió a qué se refería. A su manera, aunque extrovertida a causa de su trabajo, ella había sido una ermitaña toda su vida.

Por fin lograron acercarse al barón. Rothebury tenía un aspecto elegante y tranquilo; sujetaba una copa de champán medio vacía en una de las manos y mantenía la otra a un costado mientras escuchaba a la señora Broadstreet, una mujer corpulenta con el cabello rojo fuego que iba ataviada con un vestido del espantoso tono rosa de los flamencos y que hablaba con cierto dramatismo sobre los terribles precios de los productos locales. Algo de esa naturaleza fue lo único que Madeleine pudo entender de la estúpida conversación en la que solo el barón parecía mínimamente interesado. Vio que Rothebury asentía con la cabeza y que su frente se arrugaba allí donde se unían las cejas, pero era obvio que a él no podían importarle menos la señora Broadstreet y el precio de los encurtidos de remolacha. Aun así, le mostraba una zalamera atención. Muy zalamera.

En cuanto vio que Thomas y ella se acercaban, esbozó una amplia sonrisa de alegría que, en opinión de Madeleine, era del todo falsa. Al ver que se alejaba de la robusta figura de la señora Broadstreet, que se quedó con la palabra en la boca, Madeleine le devolvió la sonrisa y extendió la mano hacia él.

—Monsieur Rothebury, es un placer verlo de nuevo, sobre todo en circunstancias tan emocionantes. Es un honor para nosotros asistir a su baile de máscaras invernal.

—Señora DuMais —Pronunció el título con voz melosa y, haciendo caso omiso de Thomas, extendió la mano para aferrar la suya con suavidad—. El placer es mío. Esperaba impaciente el momento en el que su extraordinaria belleza iluminara con su elegancia los muros de mi humilde hogar.

Un comentario ridículo, pero Madeleine soltó la carcajada de rigor.

—¿De veras? Me halaga usted, monsieur.

—Y este es el señor… Blackwood, ¿no es así? —añadió Rothebury, que alzó la vista para observar a Thomas—. Creo que no nos conocemos.

No extendió la mano para saludar a Thomas y Madeleine sospechó que se había aferrado a ella para no tener que hacerlo.

Thomas permaneció inmóvil a su lado.

—Se equivoca, lord Rothebury. Nos conocimos en la recepción al aire libre que ofreció la señora Bennington-Jones el pasado mes de septiembre. ¿No lo recuerda? Fue una pequeña fiesta celebrada en honor de su hija Desdémona, para celebrar las recientes nupcias de la joven dama.

Madeleine percibió una ligera contracción en los labios del barón ante la mención de Desdémona, pero al tipo se le daba bien disimular los sentimientos negativos y no dejó de esbozar esa sonrisa taimada tan propia de su naturaleza.

—Ah, sí, ahora lo recuerdo —replicó el barón muy despacio—. Usted permaneció al lado de lady Claire durante toda la fiesta, según creo.

Si Rothebury había encontrado extraña esa situación o pretendía que el comentario sirviera como una muestra de indecencia, por leve que fuera, no consiguió lo que quería, ya que ni Thomas ni ella se dieron por aludidos. Margaret Broadstreet, sin embargo, frunció la nariz y se alejó un paso con la espalda aún más rígida, sin dejar de observar la alta y oscura silueta de Thomas.

—Está en lo cierto —comentó su acompañante sin dar más explicaciones—. Y ya que hablamos de ella, ¿ha venido esta noche?

—¿Lady Claire? Sí, por supuesto —respondió con aire ofendido al tiempo que alzaba su copa de champán en un gesto hastiado—. Supongo que estará sentada. Todos conocemos a lady Claire, y parece bastante… fatigada.

Se produjo un silencio incómodo, pero Rothebury no le soltó el brazo. Los demás comenzaron a fijarse en ellos, que estaban reunidos en un pequeño círculo cerca de la ventana, y se acercaron para clavar la vista en Thomas y en ella, dado que los consideraban unos invitados poco adecuados y altamente sospechosos. Madeleine divisó muchos rostros conocidos, otros que apenas conocía de vista y otros que jamás había visto con anterioridad. No obstante, todos mostraban una extrema curiosidad por su aparición en el baile esa noche.

—Yo también lo recuerdo, señor Blackwood —intervino la señora Broadstreet, algo irritada por no haber sido presentada formalmente—. Pero creo que no conozco a esta mujer. Se trata de la francesa que vive con usted, ¿verdad? Hemos oído hablar mucho sobre ella en el pueblo.

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