El mero hecho de mirarlo, de pensar en esa experiencia, la debilitó por dentro. Se le hizo un nudo en las entrañas y su respiración se aceleró. Después de considerarlo unos instantes, se dio cuenta de que jamás le había pasado eso con ningún otro hombre. Solo con Thomas.
De pronto, él miró en su dirección y se enderezó al instante, sorprendido al verla. Estaba tan absorto en el papeleo que ni siquiera la había oído entrar.
Sus miradas se encontraron y Madeleine se apoyó contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados a la altura del pecho y una mínima sonrisa de satisfacción en los labios.
Él la vio y sonrió con aire tímido, mostrando sus blanquísimos dientes y el rubor de su piel.
Rubor. Tomas se había ruborizado. ¿Al pensar en la noche anterior? ¿De vergüenza por la ardiente e incontrolable pasión que habían compartido apenas unas horas antes? Madeleine se moría por saberlo, pero no pensaba preguntárselo. Su reacción había sido encantadora, tan dulce y simpática que le hacía parecer muchos años más joven y completamente feliz.
—Le he enviado un mensaje urgente a sir Riley —dijo él después de aclararse la garganta—. Le he explicado la situación con todo detalle y espero recibir respuesta mañana mismo.
Ella no dijo nada. Se limitó a mirarlo con detenimiento: la plenitud de su boca; la diminuta y casi imperceptible hendidura de su barbilla; la forma en que sus largas y abundantes pestañas se curvaban hacia arriba; su nariz elegante y aristocrática; el sempiterno mechón de pelo que le caía entre las cejas y que nunca parecía molestarlo.
—¿Has averiguado algo? —preguntó con un tono algo más serio al ver que ella no abría la boca. Después, dejó la pluma en el tintero que había sobre la mesa.
—Sí —murmuró ella sin apartar la vista de sus resplandecientes ojos castaños—. Creo que sí.
Y luego, sin más comentarios, caminó hasta él, se sentó con elegancia sobre sus muslos y, tras ignorar la expresión de asombro de su rostro, recogió las piernas bajo el vestido y se acurrucó contra él. Apoyó la cabeza sobre su amplio pecho, le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él mientras le besaba el mentón y las mejillas, inhalando ese aroma, el aroma de Thomas, que tan bien había llegado a conocer.
Su respuesta fue previsible y rápida. La abrazó sin mediar palabra y comenzó a devolverle los besos con caricias tan suaves como una pluma; pequeños picotazos afectuosos en las mejillas, en la barbilla y en la frente.
Madeleine se cansó de los preliminares de inmediato. Con el aumento de la pasión, se apoderó de su boca y lo besó de manera intensa, posesiva y hambrienta, y él se dio cuenta de todo. Thomas levantó las manos por detrás de ella, le deshizo la trenza para dejar que el cabello cayera suelto sobre su espalda y después enterró los dedos en él para desenredarlo. Acto seguido, le cubrió un pecho con una mano y lo masajeó por encima del vestido antes de acariciar el pezón para convertirlo en una punta deliciosamente sensible. Madeleine dejó escapar un suave gemido.
Sentía su erección a través de las distintas capas de tejido y cambió de postura sobre su regazo a fin de acercarse lo más posible. Separó las piernas para permitirle el paso a una de las indagadoras manos masculinas. El obedeció la silenciosa exigencia, aprovechó la posición para introducir la mano bajo el vestido y empezó a acariciarle la pantorrilla por encima de las medias. Madeleine enredó los dedos en su cabello y empujó las caderas hacia arriba, suplicando sin palabras sus caricias.
Presa de una necesidad abrasadora, Thomas soltó un gruñido y de pronto el fuego estalló entre ellos. Madeleine tiró de su camisa hasta que saltaron los dos primeros botones y después colocó la boca sobre su pecho para humedecer el contorno de sus pezones con la lengua. Él buscó a tientas las enaguas y tiró de ellas hasta que fue capaz de meter la mano; después, exploró la abertura con los dedos y comenzó a indagar.
La acarició muy despacio en un principio, pero cuando ella comenzó a humedecerle la mano, los movimientos se volvieron más rápidos e íntimos.
Madeleine dejó escapar un gemido gutural entre los jadeos y le besó el musculoso pecho antes de subir de nuevo hasta el cuello y la cara para recorrerle la cicatriz y después la boca con la punta de la lengua.
La respiración de Thomas era cada vez más irregular, pero él no cejó en su implacable empeño por proporcionarle ese placer que cada vez estaba más cerca.
Fue tan rápido, tan ardiente, tan arrollador, tan…
Hechizante.
Madeleine llegó al borde del abismo en cuestión de segundos. Mientras la exploraba y la acariciaba con los dedos, Thomas se apoderó de sus labios y le introdujo la lengua en la boca.
¡Sí!, gritó la mente de Madeleine mientras ella le devolvía los besos con fervor y se retorcía contra su mano. ¡Sí, Thomas, sí!
¡Ámame!
Y por fin llegó esa gloriosa explosión interior. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos para huir de la intensa mirada de Thomas; gritó de placer y saboreó ese maravilloso y dulce momento como nunca antes lo había hecho.
Se dejó llevar por el éxtasis durante unos segundos antes de incorporarse, aferrarse con fuerza a su cuello y acurrucarse contra su pecho.
—Quiero quedarme aquí para siempre —oyó decir a lo lejos, apenas consciente de que las palabras procedían de sus labios.
Él no le pidió ningún tipo de aclaración. Retiró la mano que había metido bajo el vestido, la cogió en brazos y la apretó con fuerza mientras sus doloridas, cansadas y deterioradas piernas la llevaban lentamente desde la cocina hasta el dormitorio de la planta superior.
A
ún soñolienta, Madeleine despertó esa oscura y lúgubre mañana con el golpeteo constante de la lluvia sobre el tejado. No había dejado de llover en dos días y la nieve se había derretido, de modo que los caminos eran un amasijo de barro que se cubría de hielo durante la noche y que teñía el pueblo de un espantoso tono marrón. Aborrecía ese inusual período de frío cuando tenía que enfrentarse a él, pero le encantaba permanecer en la acogedora calidez de la casa; tanto, de hecho, que no tenía ningunas ganas de asistir a la reunión con sir Riley que marcaría el principio del inevitable fin de su estancia en Winter Garden.
Aunque no lo había oído salir, Thomas ya se había marchado de su lado y lo más probable era que estuviese en la cocina, preparando el té. Aprovechó el momento para acurrucarse aún más bajo las mantas a fin de evitar el frío del ambiente hasta que se viera obligada a hacerlo.
Había dormido desnuda las dos últimas y maravillosas noches en la enorme cama de Thomas; en brazos de Thomas; con la almohada de Thomas, que olía a él; en la habitación de Thomas, que tan bien encajaba con su personalidad. A decir verdad, la estancia estaba bastante supeditada a la función que desempeñaba, pero mostraba trazos visibles de su elegancia personal: el armario, con cuatro excelentes trajes de lana y las camisas de seda que los complementaban; el joyero labrado de marfil, que estaba encima de una cómoda alta de caoba tallada con tiradores dorados que hacía juego con el cabecero de la cama; y el baúl decorativo que había a los pies de la cama… una cama mucho más grande que la suya. Lo más sorprendente, lo más fascinante de todo, era el magnífico cuadro (muy antiguo y con un costoso marco dorado) de una casa rural de color melocotón que se encontraba al pie de una colina. Los pastos de color verde esmeralda y los robles exuberantes llenaban el terreno que rodeaba el edificio de dos plantas. Peonías, crisantemos y rosas de distintos colores flanqueaban el sendero de grava que rodeaba la escalera de mármol blanco que se alzaba entre las dos elegantes columnas de la fachada. Thomas había llevado consigo esa pintura desde su hogar en Eastleigh, y era el único objeto que resaltaba en las oscuras paredes.
Tras aceptar lo inevitable con un suspiro, Madeleine se incorporó por fin y se estremeció cuando el frío entró en contacto con su piel. En ese mismo instante, Thomas entró en la habitación con una bandeja, devastadoramente apuesto con una gastada camisa de lino beige abierta hasta el cuello y unos pantalones azul marino.
La miró con una sonrisa maliciosa.
—Te traigo el desayuno, pero si estás intentando seducirme, te aseguro que funciona.
Ella siguió su mirada y se dio cuenta de que sus pezones se habían endurecido con el frío.
—Sí, me gusta mantener la habitación fría por si acaso existe una oportunidad de seducir al próximo caballero que entre.
Thomas cerró la puerta con el pie izquierdo después de entrar.
—¿Seducirías a otro caballero que no fuera yo?
Aunque lo hubiera dicho en broma, parecía herido, y eso la hizo sonreír. Apiló los almohadones a su espalda y apoyó la cabeza en ellos.
—Solo si tuviera más dinero.
—Ah, ya veo… —Caminó hacia ella con la bandeja en la mano y, sin mirarla, dejó el desayuno en el colchón junto a sus piernas, aún cubiertas por las mantas—. Es curioso, porque yo solo esperaría un comentario como ese de una virgen. O quizá de una viuda. Y tú no eres ninguna de las dos cosas —Antes de que ella pudiera responder, colocó las manos a ambos lados de sus caderas por encima de la colcha, agachó la cabeza y se metió uno de sus pezones en la boca para succionarlo con suavidad y maestría.
Eso tuvo un efecto más que evidente en su cuerpo, pero Madeleine se resistió con una pequeña carcajada y enredó los dedos en su cabello.
—Ha dejado muy claro lo que pretende, señor. Ahora sea amable y permita que me tome el desayuno antes de que se congele.
Thomas se apartó con un gruñido y depositó un fuerte y rápido beso sobre sus labios cerrados.
—He traído bastante para los dos.
Se puso en pie de nuevo y sujetó las asas de la bandeja mientras Madeleine se acomodaba contra el cabecero, dejando los pechos a la vista para que él no olvidara lo mucho que le gustaban. Era lo menos que podía hacer, pensó con una sonrisa egoísta.
Madeleine se concentró en la comida. Le había preparado huevos revueltos, jamón frito, rebanadas de pan tostado untadas con lo que parecía mermelada de mora y, de postre, una generosa ración de peras en conserva. Thomas repartió los alimentos en dos platos de porcelana y añadió dos tazas de té con crema y azúcar. Era evidente que todo estaba delicioso, y el estómago de Madeleine comenzó a rugir.
—Esto huele a gloria —declaró con toda sinceridad.
—Gracias —Se sentó a su lado y se extendió la servilleta sobre los muslos—. Señora… —dijo al tiempo que le ofrecía algo sobre la palma de su mano.
Madeleine sonrió y cogió el tenedor.
—Eres el único hombre que conozco que sabe cocinar, Thomas.
—Bueno, pero es que tú eres la única mujer para la que he cocinado, Madeleine —replicó con un tono alegre.
—¿En serio? ¿Por qué cocinas para mí? —preguntó después de tragarse el primer bocado de los humeantes huevos.
Él encogió uno de sus hombros y clavó la vista en el jamón mientras lo cortaba.
—Alguien tiene que hacerlo. Beth no puede estar aquí para prepararnos todas las comidas, y es obvio que tú estás demasiado mal acostumbrada para cocinar para mí, al menos en el desayuno, ya que prefieres remolonear en la cama.
—¡Ja! —Soltó una carcajada antes de echarse hacia delante para darle un beso en la comisura de los labios—. Sé distinguir muy bien las excusas, señor Blackwood, y ésa es bastante buena. Todavía no he remoloneado ni una sola vez en tu presencia.
Él sonrió, pero no añadió nada más mientras ambos se concentraban en los alimentos.
—Sir Riley llegará sobre las cuatro —anunció Thomas con tono indiferente después de unos minutos de silencio—. Supongo que será puntual.
Madeleine trató de ignorar la sensación de abatimiento que había conseguido abrirse camino bajo su piel al tiempo que admitía que ésa era la oportunidad que necesitaba para discutir el tema más importante al que ambos debían enfrentarse.
Después de tragar una cucharada de peras y de tomar un sorbo de té, se limpió las comisuras de la boca con la servilleta y abordó con valentía el asunto que más los preocupaba.
—Sabes que tendré que marcharme de Inglaterra muy pronto, Thomas —le recordó en voz baja, aunque sabía que él ya debía de haber llegado a la misma conclusión.
Él no la miró, pero se tomó un buen trago de té.
—No sé por qué tenemos que hablar de eso ahora. Aún no hemos terminado nuestro trabajo.
Era cierto; sin embargo, no había dicho exactamente que deseaba que se quedara y el hecho de haber eludido la cuestión había dejado todo el peso de las explicaciones sobre los hombros de Madeleine. Debía ser fuerte para poner un punto y final adecuado a su relación, y aquel momento era tan bueno como cualquier otro. No quería que se separaran como enemigos, porque a decir verdad ni siquiera deseaba separarse de él. Lo que le había dicho después de hablar con Desdémona era cierto. Quería quedarse allí para siempre, lejos del mundo exterior y encerrada en el consuelo de sus brazos. Sin embargo, le había hecho esa confesión en el calor de la pasión y Thomas debía de saber que esos anhelos, aunque deseables, no eran factibles. Debía marcharse por más desagradable que les resultara a ambos, y dadas las circunstancias, no le quedaba otro remedio.
Con un largo suspiro, dejó los huevos sin terminar y la tostada a un lado.
—Thomas, hemos tenido una relación maravillosa…
—Yo también lo creo —señaló él con tono despreocupado al tiempo que se llevaba el tenedor cargado de huevo hasta los labios—. Y demasiado intensa para darle fin tan pronto. Tenemos mucho que aprender el uno del otro, Madeleine.
Ella observó cómo se llenaba la boca de comida y cómo masticaba sin apartar la mirada de los alimentos; al parecer no se tomaba en serio lo que le había dicho.
—Han sido unas semanas estupendas, Thomas —le dijo con un tono más serio a fin de dejarlo todo bien claro—, pero las relaciones como la nuestra siempre llegan a su fin. Eso no me hace muy feliz, pero debemos permitir que termine de la manera adecuada, ¿no crees? ¿Seremos compañeros y amigos? No lo pongas más difícil de lo que es.
Una vez que tragó el bocado y se limpió los labios con la servilleta, Thomas la miró a los ojos y la evaluó durante unos instantes, aunque su expresión se había vuelto más tensa. Ya no parecía tan alegre.
—Clasificar lo que hemos compartido como una simple relación es lo más conveniente para ti, ¿verdad? —replicó con sequedad al tiempo que descartaba lo que le quedaba del desayuno y colocaba el plato en la bandeja—. Eso te permite regresar a casa y empaquetar tu estancia en Inglaterra en una pequeña caja de deliciosos recuerdos que podrás enterrar en un recóndito lugar de tu mente antes de volver a tu sencilla y reservada vida.