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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (36 page)

BOOK: Un hombre que promete
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—Sí que lo sé, pero tendré un hijo a quien entregarle mi amor y un marido que será mi amigo. Con eso bastará.

Madeleine dejó escapar un suspiro, incapaz de rebatir eso, y comenzó a caminar de nuevo calle abajo sorteando los regueros de barro y nieve derretida. Desdémona siguió a su lado.

—¿Cuándo regresará a Francia? —le preguntó en voz baja para cambiar de tema.

Madeleine no quería pensar en eso.

—No estoy segura, aunque será pronto.

Desdémona la observó con detenimiento.

—¿Qué piensa hacer con el señor Blackwood?

Sintió que se le aceleraba el pulso, pero intentó ignorarlo.

—No sé muy bien qué quiere decir.

Por primera vez desde que se encontraran en la iglesia, la joven dama dio muestras de ser la más sabia y madura de las dos, y sonrió con perspicacia al tiempo que meneaba la cabeza.

—Está enamorado de usted, ¿sabe?

Madeleine se detuvo un instante y sintió que se le secaba la boca.

—¿Cómo dice?

—Enamorado —repitió Desdémona— y mucho, a mi parecer.

Estaba claro que la mujer se equivocaba.

—No lo creo.

—¿No? —Desdémona se echó a reír entre dientes al escucharla—. Todo el mundo en el pueblo lo sabe, señora DuMais. Es tan evidente que estaba segura de que usted lo sabría, o que al menos lo sospecharía. Pero supongo que todos somos un poco ciegos en lo que al amor se refiere, en especial cuando no queremos ver lo que tenemos delante de los ojos.

Madeleine se quedó inmóvil de la cabeza a los pies, paralizada, y de pronto se sintió atrapada. Como una cierva corriendo directamente hacia su cazador.

—¿Puedo hacerle una sugerencia, señora DuMais?

Las palabras sonaron bruscas y agudas en sus oídos, y resonaron con fuerza. El frío la envolvía y una ráfaga de viento levantó cristales de nieve y los arrastró hasta la piel desnuda de su rostro.

Con todo, era una profesional y se negaba a notar esas cosas, se negaba a aceptar una afirmación que carecía por completo de fundamentos.

—Desde luego —replicó en un intento por mantener la compostura.

Desdémona la examinó de arriba abajo.

—Yo nunca desperdiciaría la oportunidad de estar con alguien que me ama apasionadamente —la reprendió—. Está claro que ya no me sucederá, porque no pienso abandonar a mi marido. Pronuncié los votos matrimoniales muy en serio y tenemos un hijo en camino cuya seguridad hay que tener en cuenta —Dio un paso para acercarse y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Pero en una ocasión vi cómo la miraba el señor Blackwood mientras ambos paseaban por el pueblo, y leí lo que sentía por usted en su rostro como si de un libro abierto se tratara. La ama con desesperación, señora DuMais. El rumor se extiende muy deprisa por todo Winter Garden, y la verdad es que la envidio. Bien es cierto que está discapacitado, pero yo lo seguiría a él, o a cualquier otro hombre, hasta los confines del mundo, si me mirara así. Aunque solo fuera una vez.

Madeleine no se había sentido tan abrumada en toda su vida. Se quedó allí de pie, atónita, con la boca abierta y la mente hecha un lío. De pronto, las palabras que llevaba escuchando en su cabeza durante toda la mañana dejaron de ser melodiosas y se convirtieron en un grito agudo y penetrante.

«No quiero que te marches, Madeleine.»

«Tú eres todo lo que deseo, Madeleine. Lo único que he deseado siempre.»

«¿Me amarás ahora, Maddie?»

Le había preguntado eso con los ojos cargados de miedo, pero en aquel momento ella había asumido que se refería a si le haría el amor. En esos instantes, los detalles concretos de las frases cobraron un nuevo e importante significado que no podía seguir ignorando. A decir verdad, ya había considerado lo que Desdémona le había sugerido, pero no con tanto detenimiento. Quizá no había deseado verlo. Podía manejar una relación sexual, un romance circunstancial con un final definitivo que ambos conocían. Sin embargo, no se creía capaz de aceptar ese amor. No un amor real, ardiente y desesperado. No sabría cómo manejar ni cómo devolver algo así. Notó que comenzaba a temblar. Se apretó las manos con fuerza en el interior del manguito para intentar mantener el control.

Desdémona se enderezó una vez más y se alisó la pelliza con las manos en un gesto despreocupado, sin mirarla.

—Estoy segura de que es consciente de que mi madre la detesta —confesó con franqueza.

Madeleine no supo si echarse a reír, ponerse a gritar o agradecerle a la dama tan sutil cambio de tema.

—Supongo que sí —consiguió responder, aunque tenía la boca tan seca como el papel de lija de un carpintero.

Desdémona se apartó un tirabuzón de la mejilla, sonrojada por el frío.

—¿Sabe por qué?

Observó el redondeado e inocente rostro de la joven durante un instante, sin saber muy bien qué debía contestar.

—Imagino que es porque soy francesa.

Desdémona esbozó una sonrisa satisfecha y la miró a los ojos.

—Se equivoca, señora DuMais. Mi madre la desprecia porque es usted de lo más inglesa.

Madeleine sintió que la sangre abandonaba su rostro y Desdémona se rió por lo bajo al verlo antes de rodearse con los brazos y comenzar a mecerse sobre los talones.

—No se esperaba algo así, ¿eh?

Madeleine no podía moverse, ni mucho menos hablar.

Al parecer, Desdémona se dio cuenta de ello y se encogió de hombros en un ademán alegre.

—Dejando a un lado su marcado acento francés, es usted el epítome de todo lo que se respeta en una mujer inglesa, señora DuMais. Se muestra cordial cuando los demás la insultan groseramente, educada con los de su clase, reservada cuando debería serlo, elegante y sofisticada tanto en el estilo como en los modales, y con un manejo soberbio del idioma. Mi madre aborrece ver todas esas cualidades en una «despreciable francesa» —La mirada de la joven se volvió intensa—. Es posible que haya muchas francesas como usted, aunque no lo creo. La cuestión es que, a pesar de que nosotros le damos mucha importancia al linaje y a la posición social, es obvio que el lugar o la posición que uno ocupa en el momento del nacimiento son irrelevantes a la hora de evaluar a la persona que uno llega a ser. Podría ser inglesa si así lo decidiera, y los demás aprenderían a respetarla como tal. Quizá sea eso lo que el señor Blackwood admira de usted, y lo que quiere que ocurra mientras está aquí —Desdémona volvió la vista hacia la plaza del pueblo, desierta y blanca antes de agregar—. ¿Sabe?, he vivido en Winter Garden toda mi vida y jamás había visto nevar. Todo cambia, y supongo que esto es una señal de que ha llegado el momento de seguir adelante —Miró por última vez a Madeleine e inclinó la cabeza en un saludo formal—. Haré cuanto esté en mi mano para ayudarla, pero me marcharé el sábado. El magistrado deberá citarme antes de ese día. Adiós, señora DuMais. Le deseo todo lo mejor.

Luego, tras recogerse las voluminosas faldas, Desdémona pasó junto a Madeleine y caminó por la silenciosa calle en dirección al hogar que pronto abandonaría mientras sus pies hacían crujir la fina capa de hielo que cubría el suelo.

Capítulo 21

M
adeleine regresó a la casa presa del estupor y caminó muy despacio, ajena al hecho de que se le estaban congelando las extremidades y de que tenía la nariz, las mejillas y los labios entumecidos por el frío.

No lograba decidir si Desdémona estaba completamente loca o si era increíblemente perspicaz para su edad. Lo cierto era que tenía razón, las cosas cambiaban y los tiempos también. Su vida ya no era la misma que la noche anterior, antes de que Thomas y ella hicieran el amor. Ni tampoco era la misma que esa mañana, cuando se había acercado a Desdémona con las ideas claras, las emociones controladas y un objetivo profesional en mente. En esos momentos regresaba estupefacta, inquieta y con miedo a lo desconocido.

Necesitaba ver a Thomas, decidió al tiempo que aceleraba el paso y rogaba no resbalar por el hielo. Necesitaba sentir sus labios sobre ella, su piel contra la suya, tenerlo dentro de ella. Necesitaba desesperadamente estar con él, huir de él, y de pronto deseó no haberlo conocido nunca. Pero lo que más deseaba era mirarlo a los ojos y ver por sí misma todo lo que Desdémona había dicho.

¿Podría verlo de verdad? Si era cierto que él la amaba, ¿no debería haberse dado cuenta antes que los demás? ¿Se había negado a darse cuenta? ¿O acaso esa idea de que él le profesaba una especie de amor eterno no era más que una tontería que había imaginado una joven con sueños románticos?

La vida se volvía muy complicada cuando los sentimientos estaban involucrados. Nunca se había enamorado de alguien, de modo que ¿cómo iba a saber lo que se sentía? Jacques la había amado, y ella a él, o al menos así lo creía, pero aquello había sido diferente de lo que sentía por Thomas. Los sentimientos que albergaba por Jacques eran reconfortantes, tranquilos, agradables y sencillos, y las relaciones sexuales, placenteras y satisfactorias en general. De hecho, el sexo que había practicado con los pocos hombres de su vida siempre había estado entre lo agradable y lo rutinario; la satisfacción de la mutua lujuria y una ocasión para disfrutar de un poco de intimidad, nada más. Y a menudo, poco memorable.

Sin embargo, desde el momento en que conoció a Thomas, las reacciones que había experimentado con él habían sido de lo más inusuales (sorprendentes, en realidad) y del todo inesperadas. Cada vez que Thomas la tocaba, la atmósfera se volvía densa; cada vez que la besaba, sentía mariposas en el estómago; cada vez que entraba en la estancia y la miraba de arriba abajo con esos ojos oscuros y directos, su corazón latía de manera errática y se sentía arrastrada hacia su irresistible boca. Su manera de hacer el amor no se parecía a nada que hubiera experimentado con anterioridad, aunque no habría sabido decir por qué. Era… hechizante.

¿Qué sentía por él con exactitud? A decir verdad, no lo conocía muy bien. Conocía muchas de las cosas que le gustaban y que detestaba, sus puntos de vista sociales y políticos, y también sus aspiraciones y sus intereses por la simple razón de que habían pasado mucho tiempo hablando de ello. No obstante, había muchas otras cosas que él mantenía en secreto. ¿Era posible que estuviese enamorada de la parte de él que conocía, que lo amara tal como era?

Lo más importante, sin embargo, era esa idea de que él estuviera enamorado de ella. En realidad, le parecía imposible. Ningún hombre la había amado con anterioridad, y suponía que parte de la culpa era suya. Jamás había permitido que nadie se acercara lo bastante en el plano emocional. Se respetaba a sí misma, admiraba a la mujer en quien se había convertido, pero el tiempo no borraba el hecho de que era la hija ilegítima de una actriz adicta al opio, que había bailado en distintos teatros de variedades y que había perdido la virginidad a los quince años con el primero de muchos amantes, y Thomas tenía conocimiento de todas esas cosas. Estaba a punto de cumplir treinta años. Muchos hombres la deseaban como amante, pero ningún caballero respetable la había querido jamás como esposa. No cuando sabían quién era, razón por la cual Madeleine había situado el trabajo por encima de todo lo demás. Era lo único en el mundo que de verdad era suyo, lo único que había conseguido gracias a su inteligencia, su sagacidad, su dedicación y su determinación. Era lo único que le proporcionaría cierto orgullo y felicidad al cabo de su vida, además de la satisfacción de haber hecho algo bien. Jamás renunciaría a eso por amor o por un matrimonio. Jamás. Y Thomas lo sabía porque ella misma se lo había dicho.

¿La amaba de todas formas? Después de unos minutos de reflexión, llegó a la conclusión de que no era probable que la amara. Lo más seguro era que estuviese encaprichado, ya que ella le había prestado toda su atención, le había hecho el amor cuando él había descartado la posibilidad de que ocurriera y se había convertido en su amiga y en su compañera de trabajo. Además, solo se conocían desde hacía pocas semanas. Estaba claro que el amor necesitaba más tiempo para florecer. Con todo, meditar sobre ello le había reportado muy pocas respuestas y muchas preguntas desconcertantes.

El viento había revuelto la nieve suelta, así que el porche estaba cubierto por una fina capa de hielo cuando por fin se adentró en él pocos minutos después. Cuando abrió la puerta y entró en la casa, el calor del fuego y el aroma de los muebles encerados y del pan tostado le provocaron una idílica sensación de hogar. Sin embargo, aquel no era su hogar, y haría bien en recordarlo. Se marcharía de allí en breve y regresaría a la vida que llevaba en Francia, a la luz y el calor del sol y a su residencia privada en la rue de la Fleur, en Marsella; volvería a ver a su doncella, Marie Camille, y a disfrutar del extenso guardarropa y de la comida que tanto echaba de menos. Recuperaría su trabajo en Francia. Eso era lo que necesitaba. Sin tener en cuenta la sombría tristeza que le provocaba la idea de dejar a Thomas, debía recordar dónde la necesitaban.

Una vez tomada esa determinación, utilizó los dedos rígidos y helados para desabrocharse la pelliza antes de colgarla en el gancho junto con el manguito. Tras un estremecimiento, se frotó los brazos con las manos para entrar en calor y después se pasó los dedos por la trenza de la nuca para asegurarse de que seguía en su lugar. Acto seguido, enderezó la espalda y se dirigió a la sala de estar y después a la cocina, donde encontró a Thomas examinando unos papeles que había extendido sobre la mesa con la cabeza agachada y una pluma en la mano. Se detuvo en la puerta para contemplarlo y se conmovió hasta lo más hondo al ver sus rasgos fuertes, atractivos y viriles. Su resolución se vino abajo de inmediato.

Dado que el día estaba nublado, era necesaria la luz de la lámpara, y el resplandor de esta creaba una fina y ondulada banda plateada que empezaba en su oscuro cabello y caía, sin que él se diera cuenta, hasta su frente. Llevaba unos sencillos pantalones negros, una camisa blanca de lino con las mangas recogidas y abierta hasta el cuello y, por supuesto, las costosas botas de cuero negro con hebillas doradas y el pie derecho de madera que esa madrugada le había mostrado con todo detalle. La barba de su rostro, sin afeitar desde el día anterior, le daba una apariencia tan desaliñada que Madeleine deseó pasar las palmas de las manos por encima para sentir su aspereza contra la piel, lo que a su vez le recordó cómo le había raspado esa barba la cara interna de los muslos la noche antes.

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