El desasosiego que lo invadía, sumado a algo que ella solo podía definir como incertidumbre, la derritieron por dentro. Extendió el brazo para cubrirle la mejilla con la mano.
—Dímelo, Thomas —insistió con tanta severidad como la situación permitía.
Él entrecerró los ojos y Madeleine no consiguió discernir si era a causa del tormento físico o del psíquico. Concluyó que era por el segundo, pero decidió no hablar y esperar a que lo hiciera él.
—Me cayó encima un pilar de madera en llamas en un astillero de Hong Kong que me dejó atrapado y me partió ambas piernas por debajo de las rodillas. Las heridas no curaron como debían.
De repente, a Madeleine se le vinieron un montón de preguntas a la cabeza. ¿Cómo? ¿Por qué?
—Enséñamelas —exigió con voz suave.
Decidido, él extendió los brazos hacia su pierna izquierda y se remangó el bajo de los pantalones hasta la parte superior de las botas negras de cuero. A continuación, tiró del tacón de la bota muy despacio y estiró el pie hasta que el calzado cedió por fin. Se bajó los calcetines y dejó la pierna desnuda ante sus ojos.
Madeleine la observó con curiosidad y disimuló con esmero sus reacciones, ya que él no le quitaba los ojos de encima mientras ella contemplaba la carne abrasada y destrozada que unía las rodillas con los dedos de los pies, dos de los cuales, los más externos, habían desaparecido. Era difícil distinguir el color de la zona lesionada a la tenue luz del fuego, pero decidió que era una extraña mezcla de rojo oscuro y morado, el tono de un antiguo cardenal. Los músculos de la pantorrilla se habían desgarrado y habían cicatrizado de manera incorrecta y tenía cicatrices tanto superficiales como profundas de uno a otro lado, lo que sin duda explicaba el dolor que sufría al caminar.
—Ay, Thomas —susurró al tiempo que estiraba la mano para tocarlo. Él se lo permitió y se quedó inmóvil como una estatua. Sabía que la observaba a la espera de que lo rechazase, aunque solo sentía su mirada a un lado de la cara. La piel era áspera y nudosa, pero Madeleine acarició la zona de arriba abajo con la palma de la mano, muy suavemente. Sin mediar palabra, Thomas subió el dobladillo de la pierna derecha del mismo modo que había hecho con la izquierda. En esta ocasión, no obstante, ella notó cierta diferencia en la bota. En la parte superior, cerca de la rodilla, había dos correas con hebilla, una debajo de la otra y separadas un par de centímetros, que él desabrochó con mucha lentitud. Una vez que terminó, tiró con una mano del tacón de la bota mientras sujetaba la pantorrilla con la otra; el calzado cedió y dejó al descubierto el foco principal de sus miedos.
Madeleine contempló la pierna con el cuerpo paralizado y un nudo de compasión y tristeza en el corazón. La pierna derecha había sido hábilmente amputada a unos cinco centímetros por debajo de la rodilla, deformada y llena de cicatrices.
—¿Me amarás ahora, Madeleine? —le escuchó decir con una voz tierna y ronca.
Esas palabras tocaron una fibra sensible en su interior y sintió que se le secaba la boca mientras miraba con evidente estupor esa parte perdida de un alma torturada que le pertenecía a un hombre apuesto. Lo miró a la cara con los ojos llenos de lágrimas, incapaz de hablar; anhelaba abrazarlo, demostrarle que no le importaba lo más mínimo, convencerlo de que su afecto iba mucho más allá de lo superficial. Sabía muy bien que, por desgracia, el mundo tenía muy en cuenta la belleza física y muy poco el carácter y la bondad. Señor, cómo lo necesitaba en esos momentos… necesitaba demostrárselo, estar con él.
Thomas no apartó la mirada de ella y la estudió con descaro y con una expresión a camino entre el miedo y la esperanza. Después de tragar saliva con fuerza en un intento por controlar la gigantesca marea de emociones confusas y maravillosas que la embargaban, Madeleine se inclinó hacia delante y depositó un beso sobre la rodilla lesionada.
Escuchó que el aire escapaba del pecho masculino y luego sintió las manos en su cabello, los dedos masajeándole el cuero cabelludo mientras ella dejaba un sendero de besos diminutos alrededor del extremo de su pierna, en la cicatriz que se había cerrado sobre lo que en su día fueron músculos y tejidos saludables, piel y huesos sanos.
Madeleine colocó las manos sobre sus muslos por encima de los calzones y las deslizó hacia arriba hasta llegar a la parte superior. Se echó hacia delante y enganchó los dedos en la cinturilla de los pantalones antes de tirar hacia abajo; en esa ocasión, él levantó las caderas para permitirle que hiciera lo que deseaba. Ella tiró del tejido de lana hasta que consiguió quitárselos y acto seguido repitió la operación con la ropa interior. Al final, Thomas se quedó sentado a su lado tan desnudo como ella.
Sabía que la estaba observando, aunque todavía no lo había mirado a los ojos. Quería contemplar su cuerpo magnífico, tan grande, fuerte y excitado. Eso era lo que más la asombraba de todo. Seguía excitado a pesar del momento que acababan de compartir, a pesar de que acababa de revelarle el mayor de sus miedos, aterrado por el posible rechazo.
La deseaba, y estaba preparado para demostrárselo de todas las maneras posibles.
Madeleine estudió su erección, larga, dura y gruesa; la base estaba rodeada por una masa de rizos negros que se estrechaba hacia arriba para convertirse en una diminuta línea que terminaba en el ombligo. Le colocó las manos en los muslos desnudos y se inclinó hacia delante para recorrer su miembro con los labios de arriba abajo antes de besarlo con pasión una y otra vez, estimulándolo, dando tanto placer como recibía.
Thomas gimió y se tensó con sus caricias, lo que le dio los ánimos que necesitaba para continuar la exploración. Recorrió su cuerpo muy despacio: le besó el ombligo antes de acariciarlo con la lengua y después pasó al pecho y al cuello; finalmente, se tendió por completo encima de él para revelarle sus intenciones sin palabras y él se echó sobre la alfombra.
Tumbada encima de su cuerpo cálido y duro, contempló los ojos masculinos, que se habían convertido en dos estanques negros inundados de deseo.
—Jamás he deseado a un hombre como te deseo en estos momentos, Thomas —dijo con lentitud mientras observaba los cambios que se producían en su rostro con cada una de las sinceras palabras. A continuación, antes de que él pudiera decir algo, se apoderó por fin de su boca y lo besó profunda y apasionadamente, muy consciente de las llamas de ese algo indefinido aunque evidente que ardía entre ellos; de ese algo que no se atrevía a definir.
El deseo se avivó de nuevo y Thomas le devolvió un beso lleno de ardor e introdujo la lengua en su boca como si la necesidad lo consumiera. Enterró las manos en su cabello y se concentró en los pechos que se aplastaban contra su torso y en el sexo que descansaba sobre el suyo como si hubiera sido creado para él, del tamaño perfecto en todos los sentidos.
Madeleine se frotó contra él una vez, y después otra. Thomas gimió de placer y le cubrió el trasero con las manos al tiempo que le acariciaba la parte baja de la espalda y la cintura con los dedos. Madeleine entendió su necesidad y se sentó sobre él para acunar su erección entre los pliegues húmedos y cálidos de su sexo.
Luego entrecerró los ojos con una expresión sensual y esbozó una sonrisa traviesa antes de comenzar a moverse adelante y atrás en pequeños círculos. No dejó de observarlo, ya que quería comprobar cómo el anhelo que inundaba sus ojos se convertía por fin en una intensa lujuria.
Thomas no había estado tan excitado en toda su vida. Sus eróticos movimientos lo embrujaban; sus gemidos y sus jadeos lo mantenían bajo un hechizo de agonizante placer. Y cuando ella alzó los brazos para soltarse el pelo y después comenzó a acariciarse los pechos y los pezones, se vio obligado a cerrar los ojos durante un momento para mantener el control.
Era lo más sensual que le había visto hacer a una mujer. Ya había observado cómo se acariciaba en Nochebuena, pero aquel episodio no podía compararse con lo que veía en esos momentos: la luz parpadeante de las llamas bailoteaba sobre su piel suave y dorada… una piel que ella misma se acariciaba mientras movía su pubis contra él lenta y uniformemente. De una manera perfecta.
Thomas colocó las manos sobre sus muslos, pero no las movió de allí. No quería cambiar nada de lo que ocurría. Sentía la respiración acelerada, una tensión en el pecho y su deseo a punto de explotar. Los gemidos de Madeleine se volvieron más ruidosos y su respiración más superficial mientras se masajeaba los pechos y se pellizcaba los pezones endurecidos.
—Esto es maravilloso —susurró ella con los ojos cerrados mientras seguía girando las caderas sobre él, contra él.
Thomas se alzó un poco para seguir sus movimientos. Instantes después, ella bajó una mano y colocó los dedos en el centro de su deseo para acariciarse y proporcionarse placer mientras él la observaba con absoluta fascinación, al borde del orgasmo.
—Me estás volviendo loco —dijo con aspereza.
Ella no respondió; siguió gimiendo y jadeando, perdida en su mundo de sensaciones mientras frotaba sus cálidos y húmedos pliegues contra la gruesa erección, se acariciaba la piel satinada de los pechos y los pezones, y movía los dedos rítmicamente entre sus piernas, cada vez más deprisa.
Cuando echó la cabeza hacia atrás, Thomas sintió su cabello, largo y exuberante, sobre las rodillas, sobre esas piernas heridas y mutiladas que ella había aceptado sin reservas y que ninguna mujer había visto antes.
—Quiero observarte cuando llegues al clímax, Madeleine —susurró él—. Para mí, no existe nada más hermoso.
No estaba seguro de que lo hubiera oído, ya que estaba muy cerca del abismo. Ella se arqueó con un gemido al acercarse a la culminación, y Thomas le acarició los muslos, las caderas y la cintura con las manos, permitiendo que continuara a su ritmo.
De pronto, Madeleine alzó la cabeza, levantó los párpados y lo miró a los ojos con una expresión perdida, aunque penetrante.
—Thomas… —susurró de nuevo.
—No dejo de mirarte, mi amor —replicó él con un hilo de voz.
Ella abrió los ojos más aún.
—Thomas… ¡Dios mío, Thomas…!
Alcanzó la cima con un pequeño grito de placer y bañó su miembro con la humedad que emanaba de su interior mientras se acariciaba con ambas manos. Thomas no pudo soportarlo más.
Tan pronto como notó que la tensión la abandonaba, la agarró por la cintura y la levantó con facilidad antes de girarse a toda prisa para poder hundirse en ella desde arriba.
Madeleine no protestó y abrió las piernas para darle la bienvenida cuando se deslizó en su interior poco a poco, muy despacio, hasta el fondo. Lo acogió en la calidez de su interior y se adaptó a su tamaño como si hubiese sido creada para él. Con los antebrazos apoyados sobre la alfombra a ambos lados de su cabeza y enterrado hasta el fondo en ella, Thomas permaneció inmóvil y bajó la vista para contemplar su adorable, sonrojado y satisfecho rostro. La había llevado al orgasmo sin hacer nada. Le había proporcionado placer dos veces esa noche y volvería a hacerlo, la conduciría de nuevo hasta ese maravilloso abismo de abandono. Pero primero necesitaba aplacar su propio deseo.
Con la mirada vidriosa, Madeleine esbozó una sonrisa de alegría.
—Esta vez seré yo quien te observe —murmuró con voz densa mientras le acariciaba el torso con las manos y le pasaba las uñas por el cuello y los brazos.
Thomas se retiró muy despacio antes de hundirse de nuevo en ella.
—Éste es mi paraíso. Y tú eres mi sueño.
Ella alzó las manos para cubrirle la cara; la sonrisa había desaparecido y su expresión se tornó muy seria.
—Jamás había hecho el amor de esta manera. Me crees, ¿verdad?
Había cierto tono de timidez en la pregunta, aunque ella había tratado de ocultarlo. Thomas se agachó un poco para besarle la barbilla, la mejilla, los labios y la frente con mucha ternura.
—Te creo —murmuró con voz tensa y el corazón en un puño—, porque a mí me pasa lo mismo.
Madeleine dio un suspiro entrecortado y él se elevó para mirarla a los ojos una vez más. Unos brillantes ojos azules que resplandecían de amor. El amor que sentía por él. Darse cuenta de ello fue como un puñetazo en el estómago. Descubrirlo en ese momento, de esa manera, mientras yacía desnudo sobre ella, enterrado en su interior durante la más gratificante de las relaciones íntimas, convirtió ese instante en el más extraordinario de toda su vida.
Tenía la frente cubierta de gotas de sudor, pero se negaba a moverse todavía; quería contenerse, darse tiempo para adaptarse tanto física como emocionalmente.
Sin embargo, Madeleine no quería esperar más. Trazó el contorno de sus labios con el pulgar y apretó los músculos internos que lo rodeaban para llevarlo al orgasmo… y no hizo falta nada más. Thomas se retiró una vez más, aguardando, conteniéndose, con el extremo del miembro apenas dentro de ella, preparado para salirse por completo y derramarse sobre su pierna con una última embestida. Pero entonces sucedió algo imprevisible.
Madeleine le sujetó las caderas con las manos y le rodeó los muslos con las piernas.
—Sí… —susurró en tono posesivo. Una palabra sincera que había brotado de su corazón para clavarse en el de Thomas.
Él apretó la mandíbula, arqueó el cuerpo y se hundió hasta el fondo, tal y como ella deseaba, a punto ya de llegar al orgasmo.
—Maddie…
Se derramó dentro de ella en una oleada tras otra del placer más intenso que jamás hubiera experimentado. Abrió los ojos para contemplar los de ella y se entregó en cuerpo y mente, mostrándole a su alma herida el amor que sentía por ella, la hermosa mujer que se había abierto a él.
Por primera vez en su vida, Thomas no sintió dolor en las piernas ni pensó en las injusticias de la vida. Escuchó el trino de los pájaros, las risas de los niños, el crescendo de la música y el fragor de las cascadas, y sintió la extraordinaria calidez de la satisfacción plena.
Su felicidad era inenarrable.
«N
o quiero que te marches, Madeleine.»
Esas palabras no dejaban de resonar en sus oídos como una incansable campanilla, unas veces hermosa y otras molesta. Como las que sonaban en esos momentos a lo lejos, mientras paseaba aprisa sobre la fina capa de nieve y se alzaba con cuidado el vestido y la pelliza para acudir a la misa matinal de los domingos.
Se había despertado en la cama de Thomas apenas una hora antes, acurrucada entre sus brazos como si ése fuera el lugar al que pertenecía, como si no fuera a marcharse nunca. Fue entonces, una vez que los placeres de la noche se habían disipado por completo, cuando comprendió que esa idea era peligrosa.