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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (34 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Estaba claro que debía marcharse. Con el tiempo. Debía hacerlo, ya que no podía permanecer en Inglaterra solo para… ¿Para qué? ¿Para casarse con él? Era una idea absurda, aunque no precisamente desagradable. Aun así, le resultaba sorprendente que se le hubiera ocurrido una idea así, dado que jamás se había considerado del tipo de mujeres que se casan. ¿Se conformaría con establecerse como su amante en Eastleigh mientras ambos trabajaban como espías? Eso era ridículo. Jamás la aceptarían en ese país, ni como su esposa ni como su amante, y además tenía su trabajo en Francia. Allí era donde más necesitaban su talento y su experiencia, no en Inglaterra. Al menos, no de manera permanente. Thomas debía de saberlo; debía de saber desde un principio que cualquier relación entre ellos tendría una vida muy corta. Lo único que deseaba Madeleine era que ese conocimiento no la desgarrara por dentro, como ocurría cada vez que se le venía a la cabeza… algo que de un tiempo a esa parte ocurría con bastante frecuencia.

La noche anterior había sido increíble, se dijo con una sonrisa que no pudo disimular y que esperaba que no vieran las damas de Winter Garden con quienes se encontraría en unos minutos. Thomas la había deseado tanto, se había mostrado tan atento, tan tierno, tan… enérgico. Le había hecho el amor cuatro veces en otras tantas horas y, para alguien con casi cuarenta años, eso era una especie de récord, seguro. Después de pasar más de media década sin estar con una mujer estaba impaciente por recuperar el tiempo perdido. Ella se había rendido a su necesidad y había quedado satisfecha más veces de las que podía contar… o de las que quería contar, lo mismo daba. Al final, saciados y felices, se habían dormido en su cama acurrucados el uno junto al otro, absorbiendo la calidez y la absoluta devoción del otro, hasta una hora antes, cuando Madeleine se había despertado con una extraña idea, una teoría que la angustiaba y que quería resolver cuanto antes. Por eso se dirigía nada menos que a la iglesia en esa fría y nublada mañana de invierno.

Esa idea se le había ocurrido después de considerar su propia y egoísta estupidez. Lo primero que pensó al despertar, después de las cuatro horas de sueño que habían seguido a las muchas horas de sexo maravilloso, fue que nunca debería haberle permitido que alcanzara el clímax dentro de ella. Él había estado a punto de retirarse, y lo habría hecho cada una de las veces, pero ella se lo había impedido por alguna razón (o razones) que desconocía. Había deseado proporcionarle una aventura maravillosa que compensara el dolor que había sufrido, que compensara lo inadecuado que se había sentido todos esos años debido a la estúpida idea de que a las mujeres les repugnarían sus lesiones. Con todo, si era sincera consigo misma, tenía que admitir que sus propias razones también incluían sentimientos de naturaleza mucho más compleja que en esos momentos no era capaz de explicar, y que seguramente nunca lograría explicar del todo.

Él habría disfrutado también aunque hubiera estado fuera de ella al llegar al orgasmo. Había sido su propio egoísmo el que había deseado que la penetrara en ese momento. Había experimentado una súbita e inaudita necesidad de observarlo mientras alcanzaba el éxtasis en su interior, y había disfrutado mucho cuando lo hizo. Madeleine jamás había permitido que ningún otro hombre hiciera algo semejante por miedo a quedarse embarazada de un niño que nunca había deseado, pero la noche pasada, con Thomas, eso no le había importado en absoluto.

En esos instantes, mientras el frío de la mañana le caía sobre los hombros y una vez recuperado el sentido común, debía enfrentarse al hecho de que podía llevar en su seno al hijo de Thomas. En el interior de su vientre. Se estremeció ante la mera idea, pero no de repulsión, por sorprendente que pareciera. Temblaba a causa de una extraña calidez, ya que los sentimientos que él albergaba por ella iban mucho más allá de lo superficial y llegaban hasta ese recóndito lugar en el que ella lo necesitaba, ese lugar que anhelaba algo con lo que encerrarlo allí, y Thomas sabía que ese lugar existía. Lo sabía. Si estuviera embarazada de su hijo, él lo amaría de manera incondicional, sin tener en cuenta el hecho de que no estaban casados, su condición de hija ilegítima ni su pasado. Eso también lo sabía sin el menor género de dudas. Si daba a luz a su hijo, Thomas siempre formaría parte de ella, siempre amaría esa parte de ella. Eso era lo que había percibido en el ardor que brillaba en sus ojos cuando llegó al orgasmo, cuando derramó su simiente en lo más profundo de su interior. Era la única razón por la que le había permitido hacerlo en más de una ocasión la noche anterior.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que no se hubiera quedado embarazada, pero de cualquier forma, el tema la preocupaba. En teoría, el embarazo era romántico y espléndido. En la realidad, lo que había hecho era permitir que una extraordinaria noche de pasión le arruinara la vida, y lo sabía muy bien. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!

Le dio una patada a la nieve que tenía delante con la punta del pie y formó una pequeña nube de polvo blanco que se quedó pegada a la piel de marta que ribeteaba el bajo de la pelliza. Tras doblar la última esquina de la calle, relativamente desierta, observó a lo lejos la vicaría y la pequeña iglesia que había detrás (que en esos momentos estaba llena de lugareños ataviados con el traje de los domingos) y alzó la barbilla antes de seguir caminando con elegancia mientras trataba de pensar en otra cosa. No sirvió de nada.

El hijo de Thomas. Si de verdad estaba embarazada, podría quedárselo, y al final llegaría a amarlo. ¿Qué otra cosa podría hacer? Sería un hijo nacido a consecuencia de sus propios errores, y eso lo convertía en su responsabilidad. Y ésa era la idea que la había instado a buscar a Desdémona esa mañana gélida y gris para mantener una conversación bastante personal con ella en un lugar al que la dama no faltaría y en el que ignorar a Madeleine se habría considerado una grosería.

No sabía por qué no se le había ocurrido antes abordar a la dama después de misa, ya que llevaba semanas deseando hablar con ella. Quizá porque le parecía más práctico mantener una conversación con Desdémona en su casa, y también más íntimo; además, Madeleine asistía raras veces a la pequeña iglesia inglesa. Sin embargo, después del destello de lucidez que la había fulminado esa mañana, sabía que no podía malgastar el tiempo acudiendo una vez más a la casa de esa mujer para que le dijeran, como siempre, que había salido, que se sentía indispuesta o que estaba descansando. Hablar en mitad de la calle no era la situación ideal, pero a esas alturas ya no le quedaba elección. Su única esperanza era que Desdémona estuviera allí y que lograra escapar de su madre durante unos minutos. La misa estaba sorprendentemente llena si se tenía en cuenta que el baile de la temporada había sido la noche anterior. No obstante, muchos de los miembros de la clase alta estaban ausentes, como descubrió al sentarse al fondo de la congregación. Escuchó sin el menor interés el sermón que impartía el remilgado Barkley, el reverendo que ya en su primer encuentro le había dejado bien claro que ella sería una fascinante incorporación a la comunidad de Winter Garden, pero que desaprobaba el hecho de que viviera sola con un erudito soltero. Resultaba curioso que permitiera a su hija trabajar para ellos, pero al parecer eso era irrelevante. Y, además, Madeleine era católica de nacimiento, lo que no le granjeaba la simpatía de la gente.

Con todo, se tomó su tiempo para observar a los asistentes y examinó todas las coronillas hasta que dio con la mujer que buscaba en el segundo banco del lado derecho, cerca del torpe aunque diligente coro. Llevaba un enorme sombrero de paja de color azul marino adornado con tres largas plumas del mismo color y atado a la barbilla con un ancho lazo de satén, de manera que el sombrero se inclinaba a un lado lo justo para que su sencillo rostro pareciera atractivo. Penélope no estaba por allí, aunque Desdémona hablaba en susurros con una chica mayor con el mismo color de pelo que estaba sentada a su derecha y que, en opinión de Madeleine, debía de ser una de las dos hermanas de la joven.

Esperó a que el coro terminara de cantar por última vez y después se puso en pie a la vez que Desdémona. Observó que la mujer se giraba en su dirección mientras se habría paso hacia la salida, que se encontraba en la parte posterior de la iglesia.

Por primera vez, Madeleine se tomó un especial interés en la apariencia de la dama y la examinó con detenimiento. Desdémona era una mujer joven, pulcra y bien vestida, pero muy poco atractiva, debido sobre todo a su expresión austera y a que sus ojos azules habían perdido el entusiasmo e incluso la esperanza. Ya se le notaba el embarazo, aunque solo para los más observadores, puesto que la pelliza de lana gris ribeteada de piel de zorro lo disimulaba muy bien. Llevaba un vestido del mismo color que su sombrero, pero Madeleine solo pudo ver el encaje de los puños, pues estos aparecían bajo las mangas.

Tristeza. Ése era el sentimiento que exudaba por cada uno de los poros de su cuerpo. Sus grandes ojos parecían vacíos mientras miraban al frente; su piel, aunque clara, parecía más pálida de lo que debería si se tenía en cuenta su juventud y el rubor natural que acompañaba al embarazo. Madeleine se abrió camino entre la multitud y se situó junto a Desdémona como si hubiese sido un encuentro accidental.

La dama parpadeó cuando giró la cabeza y vio quién caminaba a su lado; aminoró el paso, aunque no se detuvo a saludar.

—Buenos días, señora Winsett —dijo Madeleine con tono agradable al tiempo que se frotaba las manos en el interior del manguito.

Durante un par de segundos, Desdémona pareció desconcertada al verla allí. Después esbozó una leve sonrisa.

—Buenos días, señora DuMais. ¿Conoce a mi hermana Hermione?

Madeleine trasladó la mirada hacia la muchacha que caminaba a la izquierda y un poco por detrás de Desdémona e inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Es un placer conocerla, señorita Bennington-Jones.

—Lo mismo digo, señora —fue la vacilante respuesta.

De constitución fuerte y más feúcha aún que su hermana, Hermione poseía un rostro redondeado y unos ojos castaños saltones que le daban el aspecto de una niña consentida, a pesar de que era evidente que casi alcanzaba la edad casadera.

—¿Dónde se encuentra su madre hoy? —preguntó Madeleine a fin de aclarar las cosas antes de ir al grano. Miró a hurtadillas por encima del hombro con el temor de ver a Penélope caminando a toda prisa en su dirección y señalándola con un dedo acusador ante la audacia de hablar con sus dos hijas.

Desdémona resopló y miró de nuevo hacia delante, con sus delgados hombros erguidos y una mueca en los labios.

—Mi madre se siente algo indispuesta tras la fiesta de anoche y, por supuesto, está un poco cansada a causa de los preparativos para la presentación en sociedad de mi hermana.

—Ah, entiendo. Espero que se mejore pronto —replicó Madeleine, como era de rigor.

—Gracias. Seguro que lo hará.

Caminaron en silencio unos instantes, pero Desdémona no parecía impaciente por escapar de su presencia. A Madeleine le dio la impresión de que la muchacha deseaba su compañía, aunque fuera por un rato.

—¿Ha tenido noticias de su marido? —le preguntó con tono alegre.

Desdémona titubeó antes de responder, aunque trató de disimularlo.

—Me escribió dos veces el mes pasado. En estos momentos se encuentra en Polonia, con el vigésimo segundo regimiento de infantería, en el cargo de inspector jefe de armamento —Miró de reojo a Madeleine—. Puede que a usted no le parezca importante, pero lo es para la causa inglesa. Estoy muy orgullosa.

Madeleine rodeó una morera que había al borde del jardín de la vicaría y se dirigió hacia el sendero, que ya estaba desierto, dado que todos los que habían acudido a la misa regresaban a toda prisa a su hogar para evitar las gélidas temperaturas.

—Estoy segura de que debe de ser muy reconfortante para él saber que usted está a salvo en Inglaterra con su familia mientras espera el nacimiento de su hijo —Fue un comentario de lo más sutil, pero Desdémona se puso rígida al escucharlo. Madeleine miró a Hermione antes de sugerir—. ¿Le importaría que hablara un momento a solas con su hermana?

Desdémona se detuvo al ver que la muchacha más joven fruncía el ceño.

—Madre nos está esperando —contestó Hermione de mala gana mientras paseaba la mirada entre una y otra.

—Y yo no debería pasar mucho tiempo a la intemperie en mi estado —añadió Desdémona con mucho más aplomo.

—Tonterías —replicó Madeleine—. El aire fresco les vendrá muy bien tanto a usted como al bebé, y necesito discutir algo con usted en privado. Es muy importante.

Desdémona no protestó, pero intercambió una mirada con su hermana que sugería cierta preocupación por ambas partes: Desdémona por Madeleine y Hermione por Penélope.

—Le diré a madre que llegarás enseguida, Desi —murmuró Hermione, un poco azorada—. Que tenga un buen día, señora DuMais —Acto seguido, se recogió las faldas y recorrió el camino tan aprisa como lo permitían la nieve y el hielo.

Desdémona la observó durante unos instantes y luego siguió caminando por el sendero, siguiendo Saderbark Road en dirección a la plaza del pueblo.

Madeleine esperó hasta que Hermione estuvo lo bastante lejos para no poder escucharlas y decidió abordar de inmediato el asunto que la había llevado hasta esa apremiante conversación esa mañana en particular.

—No he dejado de preguntarme una cosa —comenzó con un tono de voz que denotaba tanto preocupación como perplejidad—. Usted mencionó en la reunión de té de la señora Rodney hace ya varias semanas que había escuchado rumores sobre luces nocturnas y fantasmas en la propiedad del barón de Rothebury —Chasqueó la lengua—. Resulta que el otro día me di un paseo de noche y vi esas luces. ¿Puede creerlo?

Desdémona se detuvo de golpe y clavó la mirada en ella con una expresión de desasosiego en sus ojos azules e ingenuos.

—¿Qué es lo que quiere, señora DuMais? —inquirió con sequedad.

Tras detectar la alarma en la voz de la muchacha, Madeleine frunció los labios e inclinó la cabeza a un lado en un ademán pensativo.

—El hijo que espera es del barón, ¿no es así, Desdémona? —preguntó en voz queda, sin falsas pretensiones y sin obtener ningún placer por sacar eso a la luz.

Desdémona, pálida, se encogió como si la hubiera golpeado. Abrió los ojos de par en par a causa del miedo, la repulsa hacia los de su propia clase y algo más. Algo parecido al odio.

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