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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (17 page)

BOOK: Un hombre que promete
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—Y fue entonces cuando comenzaste la relación con Grenier —intervino Thomas por fin, deseando que ella regresara al punto de origen de la conversación.

Ella asintió y volvió a mirarlo a los ojos. Tenía una expresión desalentada, pero, tal y como hacía siempre, Madeleine mantuvo su pose de majestuosa hermosura mientras recordaba los tumultuosos años de su juventud. Thomas tuvo que luchar contra el abrumador impulso de ponerse en pie y abrazarla.

—Sí, lo conocí durante una escandalosa producción musical en Cannes. Él representaba el papel de un vendedor ambulante que cantaba y yo era la encargada de su vestuario. Lo vestí durante ese trabajo y, al final, comencé a desvestirlo también. Pero no me convertí en su amante para que me enseñara tu idioma —aclaró—. Se mostró más que dispuesto a ser mi tutor dos años antes de que comenzáramos la relación.

—Tú no eras más que una niña.

—Sí, y terriblemente ingenua.

Thomas cambió de posición en el asiento y enlazó las manos por encima del abdomen.

—¿Estabas enamorada de él? —le preguntó en voz baja con el corazón en un puño mientras trataba de no revelar la preocupación que sentía.

El reloj de la repisa dio las diez y ella sonrió de nuevo con un brillo en los ojos que pretendía aliviar un poco la tensión del ambiente.

—¿Todas estas preguntas personales durante una partida de ajedrez? Creo que tratas de distraerme porque es tarde y voy a ganarte por fin.

—Tu imaginación no tiene límites, señora mía —replicó él con fingido asombro. Ella inclinó la cabeza y soltó una suave carcajada; había cruzado los brazos a la altura de la cintura y no era consciente de que las suaves curvas doradas de sus pechos amenazaban con desbordar la parte superior del vestido.

Como era de esperar, la mirada de Thomas descendió hasta esa zona y se demoró allí. Cuando volvió a mirarla a los ojos, ella lo observaba con detenimiento.

Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba en una expresión perspicaz y Madeleine se inclinó hacia delante para ofrecerle una espectacular visión de su magnífico escote.

—Te toca mover, Thomas.

Sintió que su cuerpo se ponía rígido al escuchar esas palabras suaves y sugerentes y notó que el sudor se acumulaba en la parte superior de sus labios y alrededor del cuello. Sin embargo, se negó a dejar que averiguara cómo lo afectaba el mero hecho de pensar en ella. Por el momento.

Movió la torre seis casillas hacia delante para bloquear el jaque.

—Responde a mi pregunta.

Ella se echó a reír de nuevo y convirtió su voz en un suave ronroneo.

—¿Qué es el amor, Thomas? Jacques me gustaba, pero yo era muy joven y él tenía veintiocho años. Teníamos muy poco en común aparte del teatro, la buena poesía, la lectura y el hecho de hablar, leer y escribir en inglés. A buen seguro, sería más apropiado decir que en aquella época siempre estábamos ahí el uno para el otro. Pero lo mismo pasa en la mayoría de las relaciones, ¿no te parece?

Thomas sabía lo que ella pretendía dar a entender, lo que deseaba de su relación durante su estancia en Inglaterra, o al menos lo que creía que deseaba. Por fortuna para ambos, él tenía la intención de estar ahí para ella más que una simple temporada.

—¿Has estado enamorada alguna vez, Madeleine? —presionó con voz ronca mientras clavaba la mirada en ella—. No me refiero a un idilio corto y pasajero ni a una relación estrictamente sexual, sino a ese amor que te abrasa las entrañas. Ese amor apasionado, auténtico y poderoso —Se inclinó hacia delante, de manera que lo único que los separaba era el tablero de ajedrez—. Ese amor que cautiva tu imaginación y te deja sin aliento.

La atmósfera se hizo mucho más densa. Thomas notó que la pregunta la había desconcertado, ya que su rostro se había cubierto de rubor y la sonrisa había desaparecido.

De pronto, los ojos de Madeleine echaron por tierra su cautela y ella bajó los párpados antes de estirar la mano para acariciar el rey de mármol con la yema de los dedos.

—¿Y tú? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí —susurró él sin la menor vacilación.

La gravedad y la determinación de la sincera respuesta la pillaron desprevenida, y se movió con inquietud. La conversación se había vuelto muy personal, y no estaba segura de cómo tomarse semejante revelación. Estaba nerviosa, aunque hacía todo lo posible por ocultarlo. No tenía la menor idea de hasta qué punto la conocía y la facilidad con que descifraba sus reacciones.

—¿De tu esposa? —preguntó después de unos instantes.

Y en ese momento Thomas supo que la había atrapado. La conversación había dejado de ser superficial, y ella quería saber más cosas. La atracción se había intensificado al instante, y Thomas apenas pudo contener la sonrisa de júbilo.

—De alguien a quien conocí hace unos años, Maddie.

Ella volvió a mirarlo muy despacio a los ojos y Thomas se sumergió en esos hermosos estanques líquidos llenos de incertidumbre; la tensión entre ellos era palpable y la respiración de Madeleine se volvió irregular mientras ella aferraba con fuerza su rey.

En ese instante, Thomas esbozó una sonrisa, entrecerró los ojos y, sin dignarse a mirar el tablero, adelantó su dama nueve casillas para comerse la de ella y cerró la palma de la mano sobre sus nudillos.

—Jaque mate.

Ella no se movió.

Thomas deslizó el pulgar sobre sus nudillos una única vez para sentir la calidez y la suavidad de su piel.

—No lo he visto venir —admitió ella con voz trémula.

—Lo sé —replicó Thomas con una voz cargada de seguridad—. Algunas de las mejores sorpresas de la vida suceden cuando menos nos lo esperamos.

Ella parpadeó, confundida al escuchar un comentario tan ambiguo. Acto seguido, hizo algo inesperado.

Una vez recuperada su entereza, se irguió en el asiento y derrumbó su rey hacia un lado.

—Estoy harta de juegos, Thomas —anunció con aire pensativo y expresión decidida—. Creo que ha llegado el momento de reclamar mi victoria.

Sus ojos, cargados de aplomo, resplandecían a la luz del fuego, y el corazón de Thomas comenzó a latir más deprisa. Tras librarse de la mano que la sujetaba, se levantó con elegancia del sofá y dio un par de pasos para rodear el tablero y colocarse justo delante de él.

—Madeleine —dijo Thomas con voz ronca.

—Maddie —lo corrigió ella con una sonrisa pícara al tiempo que aferraba los brazos de su sillón con ambas manos. A continuación, se inclinó hacia él y atrapó sus labios.

Thomas no reaccionó de inmediato a semejante audacia ni a las sensaciones que provocaba esa boca suave contra la suya. Una parte de él quería posponer ese tipo de relación física entre ellos, pero esa parte estaba perdiendo rápidamente la batalla. Levantó las manos y le aferró los hombros, pero ni la apartó ni la acercó a él. Se limitó a permitir que ella mantuviera el control de la situación.

Madeleine sabía muy bien lo que hacía. Comenzó a besarlo con maestría y ladeó la cabeza para acariciarle los labios con los suyos, aumentando la presión al ver que él comenzaba a responder.

La respiración de Thomas no tardó en volverse superficial, y eso le dio el aliento que necesitaba. Se acercó más a él, aun que todavía no rozaba su cuerpo. Su lengua, húmeda y cálida, trazó el contorno del labio superior antes de introducirse en su boca. De pronto, ella respiraba tan rápido como él y Thomas empezó a arrastrarla hacia él muy despacio.

Sin embargo, ella no le permitió acortar las distancias por completo. Él permaneció en el sillón y ella siguió de pie, a un lado de sus muslos. Movía la lengua en el interior de su boca, jugueteando con la suya, y cuando por fin alzó una mano para colocársela sobre el pecho, Thomas dejó escapar un quedo gemido de placer y ella soltó un suspiro elocuente.

Ese beso fue mejor que el primero, pero a decir verdad, él también estaba mejor preparado. Madeleine olía a perfume de rosas; sabía a vino dulce y a mujer… un placer que se había negado durante largo tiempo. Sintió el calor de su mano a través del fino tejido de lino de la camisa cuando ella comenzó a acariciarle el torso con sutiles movimientos circulares. Y entonces, demostrando el deseo que sentía, comenzó a desabotonarle la camisa.

En esa ocasión, Thomas permitió que se saliera con la suya. Al menos, durante unos maravillosos minutos.

Madeleine le acarició la piel cubierta de vello rizado mientras seguía abrasando sus labios con ese maravilloso tormento. Él respondió a su vez masajeándole los brazos, recorriendo su piel suave con los pulgares. Y eso la hizo gemir débilmente.

—Hazme el amor, Thomas —le rogó en un susurro contra su boca.

El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho. Muchas veces había soñado con que ella le pedía que la amara, pero ese sueño se había convertido en realidad.

Ella era real.

Presa de una desesperación que no podría haber explicado con palabras, hizo por fin lo que había deseado tanto tiempo. Con meticulosa lentitud, bajó una mano hasta uno de sus pechos y lo cubrió con la palma por encima de la fina capa de muselina. Ella gimió y lo besó con pasión mientras se apretaba contra su mano: le entregaba todo y le pedía más sin palabras, permitiéndole la satisfacción física más importante que había experimentado en mucho tiempo. Comenzó a respirar con dificultad y se le hizo un nudo en la garganta cuando deslizó el pulgar sobre el pezón cubierto de tela y sintió que se endurecía al instante en respuesta a su caricia.

Ella bajó la mano hasta la cinturilla de sus pantalones. Embargado por una necesidad que venía de muy atrás, Thomas tenía una erección en toda regla, una erección que ella notó, sin lugar a dudas. Siguió atormentándolo con la lengua y cerró con descaro la mano alrededor de él para frotarlo una vez con la palma, lo que estuvo a punto de hacerle perder el control.

Ante el temor de avergonzarse a sí mismo, Thomas se apresuró a aferrarle las muñecas con los dedos para retirarle las manos con delicadeza.

Una excitación profunda y embriagadora brillaba en sus ojos cuando lo miró. Eran unos ojos magníficos que expresaban esperanza, pasión y esa adorable parte íntima de sí misma que casi nunca le revelaba a nadie. Thomas la contempló y evocó el recuerdo agridulce de la primera vez que había visto esos ojos; en esos momentos supo sin lugar a dudas que jamás podría decepcionarla cuando lo mirara así.

Se puso en pie con rapidez y tomó el control por fin para acercarla una vez más al sofá. Ella no dijo una palabra ni apartó la mirada, pero sus labios llenos y húmedos se curvaron en una sonrisa traviesa.

Madeleine se sentó sobre los cojines y levantó las piernas para estirarlas sobre el sofá al tiempo que apoyaba la cabeza sobre el acolchado del brazo. Thomas le soltó las muñecas, apagó la lámpara que tenían al lado y después se quedó de pie junto a ella para observar el reflejo de la luz del fuego sobre su piel dorada y la sombra que creaban sus largas pestañas sobre las mejillas y la frente. Madeleine lo miró fijamente y estiró el brazo con la mano abierta, dejando al descubierto la necesidad que la inundaba. A Thomas le costó un tremendo esfuerzo no levantarle las faldas, subirse encima de ella y hundirse en su suavidad. Eso era lo que ella deseaba y también lo que esperaba; el placer que él mismo necesitaba en esos momentos.

—Mi vestido —dijo ella sin aliento.

Él meneó la cabeza. Lo invadía la desesperación, pero no estaba preparado para arriesgarlo todo. Más tarde, cuando llegara el momento oportuno, tendría muchas cosas que revelarle. Pero aun así, podía proporcionarle lo que ella necesitaba.

Con el corazón desbocado, se arrodilló torpemente entre el sofá y la mesita de té, se inclinó hacia los cojines y apoyó una mano sobre su frente antes de besarla de nuevo.

Durante un breve instante, Madeleine creyó que estaba soñando. Aquel hombre no tomaba nada, se limitaba a dar. No estaba preparada para eso, ni para el intenso deseo que lo embargaba. Lo había visto en sus ojos toda la noche, y en esos momentos lo percibía en sus extraordinarias caricias.

Los labios masculinos se demoraron sobre los suyos y ella alzó los brazos para entrelazar las manos por detrás de su cuello y acariciarle el suave cabello de la nuca. El calor que irradiaba por cada uno de sus poros se transmitía hasta la piel de Thomas, aun a pesar de la ropa que ella esperaba que le quitara muy pronto, prenda a prenda, capa a capa, hasta que no quedara nada que impidiera su unión.

Aspiró de manera brusca al sentir que volvía a cubrirle el pecho con la mano y que le frotaba el pezón hasta dejarlo endurecido. Deseó con desesperación que se metiera el pezón en la boca, que la devorara por entero.

—Thomas… —susurró con la respiración entrecortada.

Él guardó silencio y comenzó a trazar un sendero de besos a lo largo de su mejilla. Se detuvo a la altura de la oreja y la acarició con la lengua, logrando que se estremeciera. Descendió hacia el cuello y bajó por delante hacia el torso, donde alcanzó las puntas de sus pechos y le abrasó la piel con su húmedo y cálido aliento. Madeleine aferró su cabello con los dedos y le sujetó la cabeza mientras él besaba sus senos y deslizaba la mejilla sobre ellos, erizándole el vello de los brazos con el áspero roce de la barba.

—Maddie… —lo oyó susurrar.

—No te detengas, Thomas.

Tras eso, la pasión del hombre se volvió feroz. Capturó sus labios una vez más y le introdujo la lengua en la boca hasta que encontró la suya y comenzó a rozarla y succionarla mientras le masajeaba el pecho con su enorme mano de guerrero.

Ella gimió y alzó las manos para aferrarlo, pero en esa ocasión Thomas le sujetó los brazos y la obligó a colocarlos por encima de la cabeza. Los dedos de Madeleine golpearon las piezas de ajedrez y derrumbaron algunas de ellas sobre el tablero de mármol, pero él no pareció notar su ruidosa intromisión. Le aferró ambas muñecas con una sola mano y la mantuvo inmóvil.

Madeleine se retorció con la intención de subirse las faldas con las piernas, pero no tuvo mucho éxito y fue Thomas quien finalizó la tarea en su lugar. Ella se quedó allí tumbada, expuesta ante sus ojos; no había más que unas cuantas capas de tejido entre ellos, y deseaba con desesperación sentirlo dentro de ella.

Como si percibiera su necesidad, Thomas liberó de repente sus muñecas, se apartó de su boca y bajó la cabeza hasta sus pechos. Comenzó a frotarlos con las mejillas antes de pasar los labios y los dientes sobre la tela del vestido que cubría los pezones. Madeleine sintió un delicioso dolor cuando sus pezones se tensaron ante las despiadadas caricias. Al final, después de lo que pareció una eterna agonía, le cubrió los senos con la mano y comenzó a descender hasta que apoyó la cabeza a la altura de sus caderas.

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