—Yo te di una vida, Madeleine. No habrías podido mantenerte de no haber sido por mí.
—¡Bastardo arrogante!
Tras eso, acortó la distancia que los separaba en un instante y le dio una bofetada en la cara antes de empezar a golpearle en el pecho con las palmas y los puños sin dejar de llorar. Era la primera vez que la veía fuera de control. Tras dejar que lo arañara y lo golpeara durante unos momentos, le agarró los brazos y se los sujetó a los costados mientras ella hacía todo lo posible por liberarse.
Thomas se negó a soltarla. Se merecía su rencor, su hostilidad y esos sollozos incontenibles que hacían trizas todos sus sueños.
Madeleine se calmó por fin, y él la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza mientras escuchaba su respiración entrecortada, inhalaba su aroma a limpio y percibía el martilleo de su corazón contra el pecho.
—La vida que he llevado estos seis últimos años ha sido una mentira, Thomas—susurró contra su camisa, rígida entre sus brazos—, y nunca te perdonaré lo que has hecho. Ahora no tengo nada, ¿lo entiendes? Mi trabajo no es mío, sino tuyo. No lo conseguí gracias a mi inteligencia, sino a ti. No siento otra cosa por ti que desprecio.
Thomas notó un nudo en la garganta al tiempo que las lágrimas regresaban a sus ojos, de modo que bajó los párpados para contenerlas.
—Te he amado durante seis años, Madeleine… ¡seis años! —susurró con vehemencia contra su frente—. Tenía una oportunidad de demostrártelo abiertamente, sin coacciones ni interrupciones. Por favor… Dios, por favor, créeme si te digo que todos los sentimientos que te he expresado son ciertos. Jamás quise hacerte daño. Solo quería verte feliz.
Ella se quedó inmóvil durante unos instantes, sin hablar. Después, se apartó de él poco a poco, y Thomas se lo permitió.
—Me marcho para siempre de Inglaterra esta misma noche, Thomas, y espero no volver a verte —declaró con frialdad. Tenía la espalda recta y tensa y miraba hacia la ventana con los rasgos contraídos a causa del sufrimiento, pero había recuperado su pose elegante e impertérrita—. Dado que tanto interés tiene en mi futuro, deje que le asegure, señor, que saldré adelante. No hace falta que vuelva a preocuparse por ello —No lo miró cuando pasó junto a él para rodear el sofá—. Si me disculpa, creo que me retiraré a mi habitación para hacer el equipaje. Le deseo lo mejor, lord Eastleigh. Gracias por ocuparse de mi bienestar.
Thomas observó su espalda mientras doblaba la esquina, escuchó el suave traqueteo de sus tacones sobre el suelo de madera, que sonaba como el lento tictac de un reloj. El estruendo que hizo la puerta del dormitorio al cerrarse fue como la estocada de una espada en su corazón.
No podía ir en su busca, ya no había nada que discutir. Solo conversaría con él en tono formal y superficial. Lo más irónico del asunto era que él la conocía mejor que ninguna otra persona.
Thomas se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar.
M
adeleine estaba sentada sola en un banco de hierro forjado enfrente del redondeado estanque para los patos que había en el centro de Le Pare du Papillon, cerca del paseo marítimo. La primavera había llegado por fin. Los olivos de los alrededores ocultaban el sol y los narcisos, las rosas y las flores silvestres habían florecido. Los niños jugaban alegremente en las zonas de hierba alejadas de los transitados caminos y los pájaros gorjeaban y cantaban en torno a ella. Era una época tranquila, una época de transformación y efervescencia que presagiaba la llegada de la estación cálida. Pero como paradoja, como si se resistiera al cambio, su alma seguía atribulada.
Se quitó los zapatos con aire despreocupado y encogió las piernas para apoyar los pies sobre el banco, ocultos bajo el vestido. Después apoyó los antebrazos en las rodillas y la barbilla sobre los brazos para contemplar las aguas cristalinas y los patos que nadaban delante de ella.
A pesar de que por lo general prefería el clima templado de Marsella, echaba de menos Inglaterra. Echaba de menos ver la escarcha en las ventanas de todas las antiguas casas inglesas y el humo de las chimeneas; echaba de menos la serenidad del lago y a los lugareños; incluso echaba de menos esa pequeña casa en la que, después de veintinueve años, había perdido realmente la inocencia. Pero más que ninguna de esas cosas, más que la suma de todas ellas, más de lo que jamás habría creído posible, echaba de menos a Thomas.
La vida era sin duda toda una ironía, absurda en un sentido cómico. Debería odiar a ese hombre por lo que había hecho, y una parte de ella lo hacía… una parte muy pequeña que se reducía aún más con el paso del tiempo. Pero sobre todo se sentía furiosa con él por haber permanecido callado durante tantos años y esperar, cuando por fin se decidía a contárselo, que aprobara lo que había hecho tanto tiempo atrás. ¿Qué había creído que le diría? ¿«Gracias por tu asombrosa dedicación y tu generosidad»? ¿«Gracias por darme algo que no me había ganado aunque creía que sí»? ¿«Yo también te amo»? Su ingenuidad resultaba bastante preocupante, aunque en cierto modo también encantadora. Había tenido dos meses para pensarlo, desde la horrible noche que se marchara de Inglaterra, y había llegado a aceptar la situación, incluso a entender en cierta medida su punto de vista.
En realidad ya no sentía ningún rencor contra él, y eso era debido a que, después de reflexionarlo con detenimiento esas semanas, había llegado a la conclusión de que Thomas había dicho en serio cada palabra que pronunciara aquella aciaga noche de enero. Todo lo que había hecho seis años antes lo había, hecho para darle una vida mejor, para que fuera feliz. Y eso ya significaba mucho para ella, porque nadie, ni siquiera sus padres, se había preocupado jamás por su felicidad.
También se había dado cuenta de que aunque la sensación inicial de que su trabajo había perdido todo su significado estuviese bien justificada, era probablemente desacertada. Thomas le había proporcionado el trabajo como agente de su gobierno cuando ningún otro había querido hacerlo, pero si ella no lo hubiese cumplido y sobrepasado todas las expectativas, le habrían asignado tareas sencillas durante los años siguientes. Y no lo habían hecho. Su trabajo había sido muy difícil y arriesgado y sus misiones, propias de un profesional del más alto nivel. De hecho, ahora que lo pensaba, la misión más fácil que le habían asignado en todos los años que llevaba trabajando para el Ministerio del Interior había sido la misma en la que había trabajado con Thomas.
Madeleine sonrió para sus adentros mientras consideraba el caso. Su mente debía de haberse concentrado por completo en los sensuales placeres que ese hombre arrogante, encantador, inteligente y maravilloso le había proporcionado desde el momento de su llegada para no darse cuenta de que podrían haberle tendido una trampa a Rothebury y arrestarlo de inmediato. O al menos, durante las primeras semanas. A decir verdad, no la necesitaban a ella en absoluto para esa tarea. Thomas podría haber resuelto la investigación sin ayuda y sin poner en peligro esa identidad que todos los habitantes de Winter Garden aceptaban. Podría haber resuelto el caso mucho antes de que ella llegara.
El hecho de entender esas cosas le provocaba una alegría que no sabía explicar muy bien. Ninguna persona en toda su vida había invertido tanto tiempo, tanto dinero ni tanto esfuerzo en su bienestar. Aun en el caso de que él no le hubiese provocado otros sentimientos, siempre lo habría recordado como la persona que le dio la medida de su propia valía. Solo deseaba, en días preciosos y momentos melancólicos como ése, poder decírselo.
De pronto, recordó cómo le había confesado quién era. Recordaba muy vagamente la conversación que habían mantenido seis años antes, y suponía que en su mayor parte había consistido en frivolidades. Pero jamás olvidaría su aspecto, la desesperanza que había visto en los ojos hinchados de ese hombre derrotado al que le faltaba una pierna. Estaba sentado en una silla de ruedas en la oficina de sir Riley, y se presentó como Christian St. James. En aquellos momentos le pareció un nombre hermoso y refinado. Recordaba que él había intentado sonreírle y el terrible dolor que eso le había causado debido al corte brutal que tenía en la boca; recordaba haberle acariciado la mano una vez y haberse sentido incómoda por ser tan atrevida, aunque solo deseaba consolarlo. Para ella no era más que un extraño, pero se había encariñado con él por su aspecto (no por el aspecto apuesto y poderoso que tenía en el momento presente, sino el de un hombre deformado y débil), ya que ella sabía muy bien lo mucho que importaba la belleza para la gente. Sabía a la perfección que cuando a alguien se le juzga por algo que no puede remediar, eso cambia todo lo que es en su interior.
Jamás volvería a verlo. Cada vez que esa idea se le venía a la cabeza, se le formaba un doloroso nudo en la garganta, comenzaba a picarle la nariz y los ojos se le llenaban de lágrimas. No había tenido noticias suyas en todas esas semanas, y se había negado a escribirle. ¿Qué podría decirle? Estaba furiosa al marcharse, pero no se arrepentía de ello. Esa furia estaba justificada. No obstante, le había hecho muchísimo daño. Él la había amado más que nadie y ella lo había herido en lo más hondo esa noche. Y eso era algo que tendría clavado en el corazón durante el resto de su vida.
Pero esa misma vida, por difícil que fuera, seguía adelante. No sabía muy bien qué quería hacer con ella. Marsella no significaba mucho para ella. Le gustaba porque era su hogar, pero allí solo tenía a unos cuantos conocidos. No tenía verdaderos amigos. Thomas tenía razón en eso. Jamás había permitido que nadie se acercara demasiado por miedo a que la abandonara. Marie Camille estaba allí, y era probable que quisiera acompañarla a cualquier otro lugar de Francia, pero la mujer era su doncella y como tal permanecía en una posición supeditada a la de ella, algo que no cambiaría nunca. Supuso que podía seguir trabajando para el gobierno, pero incluso eso había perdido parte de su atractivo y estaba claro que ya no volvería a trabajar por la emoción de hacerlo, sino porque era un empleo. Eso la entristecía un poco. Todo había cambiado cuando se marchó a Winter Garden, y nada volvería a ser lo mismo.
Cerró los ojos para escuchar el canto de los pájaros, el graznido de los patos que chapoteaban en el estanque, el bullicio del tráfico en las calles de los alrededores, las risas de los niños. De pronto, una ansiedad abrumadora que no había sentido en muchas semanas reapareció, y su corazón comenzó a latir con fuerza en el interior de su pecho. Bajó las piernas muy despacio y apartó los brazos de las rodillas para rodearse la cintura con ellos. La incredulidad fluía a través de cada uno de los poros de su cuerpo, pero se desvaneció en cuanto las lágrimas hicieron su aparición, primero llenándole los ojos y después deslizándose sin control por sus mejillas. Agachó la cabeza y cerró los ojos llena de asombro y de alegría, porque, por encima de los demás ruidos del parque, por encima de todos los sonidos de esa plaza de la ciudad, había reconocido el golpeteo de sus botas y sus pasos lentos e irregulares sobre la acera que tenía al lado.
Thomas había ido a Marsella. Había ido a buscarla. De repente, los pasados desengaños de sus batallas individuales dejaron de tener importancia. Lo único que importaba eran ellos dos, juntos. Thomas había ido a Marsella a buscarla, y el mundo le parecía hermoso de nuevo.
Segundos más tarde percibió su presencia detrás de ella.
—Llevaba mucho tiempo esperándote, Thomas —dijo con voz trémula y un nudo de añoranza en la garganta.
Por más miedo que le provocara ese momento, por más sufrimiento que hubiera padecido en las semanas transcurridas desde que ella lo abandonara, el hecho de escuchar esas palabras había conseguido que cada segundo de tormento hubiera merecido la pena; de hecho, eran las mismas palabras que él le había dicho a ella meses atrás, cuando se la había encontrado en el patio trasero de la casa de Winter Garden. Ella las recordaba y las comprendía, y las había utilizado para darle a entender que lo había perdonado. Nunca llegaría a saber lo mucho que eso había significado para él.
Sentía las piernas débiles y doloridas, la boca seca y los ojos irritados y cansados debido a los días que había pasado de viaje, pero permaneció de pie tras ella, sin saber muy bien qué hacer.
—Hace un día precioso —comentó ella, dando un ligero carraspeo para recuperar el control.
—Precioso —repitió él con voz algo ronca.
Madeleine respiró hondo y levantó la cara hacia el sol.
En ese instante, el deseo de tocarla le resultó insoportable, así que extendió el brazo con mucho tiento y colocó la mano sobre la piel cálida y desnuda de su hombro.
—Madeleine…
—Ven a sentarte conmigo, Thomas —le pidió ella en voz baja al tiempo que se echaba a un lado en el banco; ya había recuperado la compostura por completo—. Te he echado mucho de menos.
Eran las palabras más dulces que había escuchado en toda su vida, y esperaba de todo corazón que ella no se diera cuenta de que lo tenía comiendo en la palma de su mano.
Thomas rodeó aquel banco para dos personas y después, sin mirarla a la cara, se sentó a su lado sobre el hierro forjado y contempló los patos del estanque.
Durante unos minutos, se limitaron a estar uno al lado del otro sin decir palabra. Thomas notaba la calidez de su cuerpo, la manera en la que el vestido de seda amarilla se ajustaba a sus piernas y lo bien que quedaba con el color azul marino de los pantalones que él llevaba puestos esa mañana. Pero sobre todo sintió que podía alcanzar la paz por primera vez desde que tuviera el accidente, seis años atrás.
—Sigo estando muy enfadada contigo —comenzó ella con plena confianza, interrumpiendo sus pensamientos.
Thomas aspiró con fuerza.
—Lo sé.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Madeleine después de otro rato de silencio.
—¿Qué te gustaría hacer? —replicó él de inmediato.
Sintió por fin el calor de su mirada sobre la piel y se volvió con osadía para enfrentarse a ella. Sus ojos parecían llorosos y preocupados, deseosos de que todo saliera bien, mientras se hundían en las profundidades de los de él. Thomas contuvo el impulso de acortar el par de centímetros que los separaban para desterrar sus temores con un beso. Era demasiado pronto.
—Está claro que no puedo casarme contigo —dijo ella con un hilo de voz.
El corazón de Thomas dejó de latir.