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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (33 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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Como siempre, no hizo ademán de darme dinero, por lo que guiñé un ojo a mi hermana para hacerle saber que no se lo traería aunque sí probablemente la obsequiaría con unas buenas coles a fin de que le preparara pócimas para la resaca.

—Alcachofas, por favor —dijo Maya—. Y tuétanos pequeños, si todavía se encuentran.

—Perdona, pero yo tenía previsto ir en busca de un psicópata.

—Lolio dice que ha resuelto el caso y tú no.

—No me digas que hay alguien que ha empezado a tomarse en serio a Lolio.

—Sólo él mismo —Maya tenía una manera muy cínica de insultar a los maridos de sus hermanas. Su único problema era el propio marido, y eso era comprensible. Una vez se hacía cargo de las deficiencias de Famia, a los demás nos tenía preparadas largas diatribas—. ¿Cómo está Petronio? ¿Se marcha contigo?

—Está en cama por culpa de la sociedad de la mafia para la preservación de los matrimonios, un grupo de chicos listos con una estricta conciencia moral que se consideran el trueno de Júpiter. Le dieron una paliza tan descomunal que cuando sus ojos ya no estén amoratados, arremeterá contra ella.

—No estés tan seguro de eso —se burló Maya—. Que llame a la puerta, que ella no le abrirá. Lo último que he oído es que se está consolando lo mejor que puede de la pérdida.

—¿Qué significa eso, hermanita?

—¡Oh, Marco! Significa que su marido hizo apalizar a Petronio, ella lo ha abandonado y ahora la han visto por ahí con un nuevo acompañante.

—¿Silvia?

Maya me abrazó. No sé por qué pero siempre me había considerado un inocente gracioso.

—¿Y por qué no? Cuando la vi, parecía que no se hubiera divertido tanto en muchos años. —Me quedé helado—. ¿Cómo van tus poemas? —Si Maya quería animarme con aquella oportuna pregunta acerca de mi afición literaria (de la cual yo sabía que se burlaba), no lo consiguió.

—Tengo pensado dar un recital público un día de éstos.

—¡Por Juno y Minerva! Cuanto antes te vayas al campo mejor, hermanito.

—Gracias por tu apoyo, Maya.

—Estoy siempre dispuesta a salvarte de ti mismo.

Me quedaba un pequeño asunto por resolver. No podía permitirme perder una hora con Milvia, por lo que me negué a visitarla. Escribí un amable informe, al que Helena adjuntó la factura por mis servicios. En el informe, le aseguraba que había visto a su madre y había hablado con ella personalmente. Le dije que Fláccida estaba bien, que se había apuntado a unas clases de ciencias naturales y que no deseaba ser molestada en sus estudios.

A continuación, fui a visitar a Petronio a casa de su tía, una visita a la que nuestro vehemente supervisor, el ex cónsul, quiso acompañarme. Su idea del buen funcionamiento de la administración era comprobar personalmente si el personal fingía enfermedad. Una vez más le sugerí a Frontino que se presentase de paisano, no fuera que Sedina, la tía de Petro, que era asmática, muriese de excitación ante la idea de tener a un hombre tan eminente sentado a los pies de la cama en su propia casa, examinando a su sobrino descarriado. De ese modo, Sedina me recibió con cariño, y trató a mi acompañante como si fuera un esclavo que me cambiara los zapatos. Fui honrado con el plato de almendras del visitante, y le dejé coger algunas al cónsul.

Cuando entramos, me pareció que mi viejo amigo tenía peor aspecto porque los golpes y morados habían llegado a su estado de color más glorioso. Tenía tantos arco iris que podría representar a Iris en un escenario. También estaba consciente, y era lo bastante él mismo para saludarme con una retahíla de obscenidades. Dejé que vaciara el buche y luego me hice a un lado para que viera a Frontino, que había entrado tras de mí con un frasco de jarabe de fruta medicinal. Era un cónsul bien educado. Yo le había llevado uvas. Eso le dio algo que mascar y no tuvo que seguir hablando ante el personaje. Mantener una conversación trivial con un inválido que sólo podía culparse a sí mismo de su desgracia no resultaría fácil. Que discutiésemos sobre sus síntomas no lo pondría de buen humor. Preguntarle cómo se había hecho tanto daño aún lo pondría peor. La estupidez es una enfermedad sobre la que nadie quiere hablar abiertamente.

Frontino y yo cometimos el error de decir que habíamos pasado a despedirnos antes de emprender un viaje a Tíbur. Enseguida se le ocurrió alquilar una silla de mano y acompañarnos. No podía moverse y no podía resultarnos útil. Sin embargo, alejarlo del peligro de posibles ataques sucesivos por parte de Florio sí era una buena idea, y a mí me encantaba la perspectiva de ponerlo también fuera del alcance de Milvia. Asimismo, su tía se quitó de encima el peso de creer que su hospitalidad no era lo bastante buena y comentó que lo que mejor le sentaría al bobalicón de su sobrino era el aire fresco y limpio del campo. De ese modo, Petronio se uniría al grupo.

—Todo eso está muy bien —dijo Helena cuando se lo conté al llegar a casa—, pero ese viaje no contribuirá a que Petro se reconcilie con su mujer.

Yo callé. Ya había estado en la Campiña con ese tunante y comprendí cómo quería pasar la convalecencia: en las vendimias de las distintas granjas de sus familiares, tumbado a la sombra de una higuera, con una jarra de piedra de vino del Lacio y abrazado a una rolliza moza del campo.

La última aventura consistió en ir hasta la Puerta Capena a despedirnos de la familia de Helena. Su padre había salido y se había llevado a su hijo mayor de visita a casa de otros senadores para pedirles sus votos. La madre se hizo con la niña en una ardiente demostración de cariño hacia ella, lo cual implicaba que estaba disgustada con otros miembros de su tribu. Claudia Rufina estaba muy callada, y Justino sólo apareció un instante con un gesto muy serio y enseguida se marchó. Julia Justa le dijo a Helena que él intentaba rechazar la idea de entrar en el Senado, por más que su padre se hubiese hipotecado a sí mismo a fin de conseguir fondos para la campaña electoral. El hijo acababa de anunciar que quería realizar un viaje de ampliación de conocimientos al extranjero.

—¿Adónde, mamá?

—A ningún sitio —respondió la noble Julia, airada. Tuvimos la inconfundible impresión de que sólo nos estábamos enterando de la mitad de la historia, pero tenía a los demás bien cogidos por las riendas y les resultaba imposible intervenir.

—Bueno, pero supongo que no se marchará antes de que Eliano y Claudia se casen —dijo Helena para consolarse a sí misma. Justino era su hermano favorito y si se marchaba de Roma lo echaría de menos.

—Los abuelos de Claudia llegarán en un par de semanas —replicó la madre—. Una hace todo lo que puede. —Julia Justa parecía más deprimida de lo habitual. Yo siempre la había considerado una mujer lista. Era un espécimen insólito entre las patricias: buena madre y esposa; ella y yo teníamos nuestras diferencias, pero sólo porque ella vivía según unos elevados principios morales. Si tenía problemas con alguno de sus hijos yo me compadecía de ella, pero Julia Justa nunca me permitiría ofrecerle mi ayuda.

Con la idea de averiguar lo ocurrido me fui a buscar al senador al gimnasio de Claudio, del cual los dos éramos clientes, pero Camilo Vero no estaba allí.

Al día siguiente estábamos todos instalados en Tíbur. Frontino se hospedaría con unos amigos patricios en una suntuosa villa con unas increíbles vistas panorámicas.

Helena y yo alquilamos una pequeña granja en el llano, que no era más que dos construcciones adjuntas a un rústico edificio. Instalamos a Petro en las habitaciones de soltero que se encontraban encima de la cabaña donde funcionaría la prensa de vino, de haberla, mientras que su tía compartía un vestíbulo con nosotros. Sedina había insistido en venir para continuar cuidando de su querido sobrino. Petronio estaba pálido pero no podía hacer nada al respecto. Sus aspiraciones románticas se habían desmoronado. Su tía lo cuidaría, lo mimaría… y lo controlaría.

—Esto es una pocilga, Falco.

—Tú quisiste venir. Sin embargo, tienes razón, podríamos comprar esta granja por no mucho más de lo que pagamos de alquiler.

Mis palabras resultaron desastrosas.

—Qué buena idea —dijo Helena, acercándose de improviso—. Puedes empezar tu cartera de clientes en el campo italiano, y así estarás preparado para cuando decidas aspirar a un cargo más elevado. Y de ese modo podremos alardear de «nuestra residencia de verano en Tíbur».

—¿Eso es lo que quieres? —Yo estaba alarmado.

—Yo quiero lo que tú quieras, Marco Didio. —Helena sonrió con malicia. No había respondido a mi pregunta y lo sabía muy bien. Parecía más tranquila y menos cansada que en Roma, por lo que yo hablé menos ariscamente de lo que pretendía:

—No invertiría en un lugar tan lamentable como éste ni para abrumar a mi hermana Junia con sus caprichosas aspiraciones.

—Es buena tierra, muchacho —intervino gritando la tía de Petro, que volvía con un manojo de verduras silvestres en el chal—. La parte de atrás está llena de unas ortigas espléndidas. Voy a preparar una sopa para todos. —Como a todas las mujeres de ciudad, a la tía Sedina le gustaba mucho ir al campo para demostrar sus aptitudes domésticas preparando dudosos platos con unos espantosos ingredientes, ante los cuales los nativos del lugar gritarían horrorizados.

Comprar un trozo de tierra con ortigas de dos metros de alto con la esperanza de convertirme en un ecuestre superaba mi nivel de ambiciones. Eso sólo lo haría un idiota.

En la llanura no vivía nadie; era insalubre y sucia. Cualquiera que tuviese buen gusto y dinero compraría un pequeño trozo de tierra rodeado de jardines ornamentales en los pintorescos riscos sobre los cuales el río Anio formaba unas impresionantes cascadas. El Anio era el hermoso río en el que, según Bolano, algún loco del lugar solía echar trozos de cuerpos humanos diseccionados.

XLVIII

Yo no había ido a disfrutar del paisaje.

Lo primero que tenía que hacer era familiarizarme enseguida con la zona. Estábamos colgados en el extremo sur de las montañas Sabinas. Desde Roma, habíamos tomado la antigua Vía Tiburtina, habíamos cruzado el Anio dos veces, la primera fuera de la ciudad, en el Puente de Mammeo, y más tarde en el Puente de Luciano, un puente de cinco arcos sobre el que se levantaba la hermosa tumba de los Plauto. Ya estábamos en la tierra de ese rico personaje, en la que se hallaban las fuentes termales de Aquae Albulae, y donde Sedina hizo bañar a Petronio. Como se suponía que aquellas aguas curaban afecciones urinarias y de la garganta, yo no veía qué relevancia podían tener para un hombre que había sido golpeado y pateado hasta dejarlo inconsciente, y la lamentable visión de sus heridas ocasionó que salieran de las fuentes unos apresurados enfermos. Los lagos que alimentaban las fuentes eran muy bellos y de un asombroso azul claro. El olor de azufre que impregnaba la atmósfera era completamente repulsivo.

Por miedo a que nos volviéramos turistas, el emperador había hecho todo lo posible para estropear aquella zona. Se había utilizado como cantera de piedra travertina para el nuevo anfiteatro romano de los Flavios, y el proceso había destrozado el paisaje y llenado las carreteras de carros. Todo ello debía resultar una molestia para los ricos que habían construido allí sus villas de vacaciones, pero apenas podían protestar contra el proyecto favorito de Vespasiano. Por todo nuestro recorrido en la Campiña nos habían acompañado los majestuosos arcos de los acueductos, Aun cuando se alejasen de la carretera, veíamos sus grandes arcadas parduscas que se alzaban en la llanura, procedentes de las montañas, en su camino hacia Roma. Su trazado era muy amplio, cubriendo muchos kilómetros con la pendiente más suave posible, para llegar a Roma y suministrar agua a sus fortalezas, al Capitolio y al Palatino. En el punto donde se terminaba el llano y empezaban las colinas, rodeado por hermosos olivares, se elevaba Tíbur, con unas espléndidas vistas. Allí, el río Arnio se veía obligado a doblar tres recodos a través de una estrecha garganta, donde formaba unas hermosas cataratas. El alto terreno terminaba de manera abrupta y el río caía doscientos metros en su descenso.

Aquel grandioso lugar, sagrado para la Sibila Albunia, contaba con dos elegantes templos, además del de la Sibila, los de Hércules Víctor y Vesta, temas populares para artistas de toda Italia cuando pintaban paisajes en rondeles para decorar los comedores elegantes. Aquí, los estadistas habían levantado opulentas casas, lo que había inspirado unas artes más especulativas. Los poetas vagaban por el lugar como pelagatos intelectuales. Mecenas, el financiero de César y el capitalista de Augusto tenía aquí su suntuosa villa. Augusto también estuvo en Tíbur, y Varo, el legendario e incompetente militar que perdió tres provincias en Germania, era propietario de una gran extensión de terreno y había una carretera que llevaba su nombre. Todo rezumaba dinero y esnobismo. El centro de la población era limpio, agradable y adornado con helechos de culantrillo. Los habitantes parecían simpáticos. En las poblaciones acostumbradas a recibir visitantes ricos solían serlo.

Supimos que Bolano estaba en las montañas, por lo que mandamos un mensajero para que le anunciara nuestra llegada. Mientras, Julio Frontino y yo nos repartimos el trabajo de averiguar quiénes eran los propietarios de las fincas. Él se ocupó de las mansiones siniestras con estadio de carreras privado y guardias armados, las que se consideraban impenetrables a los extraños. Casi todas ellas abrieron la puerta a un oficial consular acompañado de seis lictores. Como era natural, los lictores habían viajado con él. Se merecían unas vacaciones y el cónsul era muy considerado. Yo me encargué de las otras propiedades, que eran muchas menos de lo que yo creía. Tíbur era una zona de multimillonarios, tan exclusiva que era peor que la bahía de Neápolis en pleno verano.

Helena Justina había decidido coordinar nuestros esfuerzos. Sedina cuidaba de Julia en los momentos en que dejaba a Petronio acostado para que durmiera un rato. De ese modo, Helena tuvo tiempo libre para organizarnos a Frontino y a mí una tarea a la que se entregó con alegría. Trazó un mapa de todo el distrito, marcó las fincas y decidió si sus propietarios tenían que estar en nuestra lista de sospechosos. Por razones diversas, la lista terminó siendo más corta de lo que en principio pensábamos.

—Como parece que el asesino de los acueductos lleva tiempo dedicándose a esa afición tan macabra, podemos excluir a quienes hace poco tiempo que han comprado un terreno —nos recordó Helena—. Como ha matado repetidas veces, podemos eliminar también las villas que no están siempre habitadas. Sus propietarios no vienen con la frecuencia suficiente. Buscamos algo muy específico: una familia que no sólo utilice Tíbur como lugar de descanso en el que pasar, o no pasar, determinadas épocas del año y desde donde regresar, o no regresar, a Roma para los festivales más importantes.

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