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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (30 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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Sabía qué tipo de pelotón de castigo era aquel. Una vez había visto a un hombre a quien pegaron por orden de la madre de Milvia. Cuando lo encontraron estaba muerto.

Y antes que le llegara la muerte, debía haberla esperado con ganas. Aquellos matones trabajaban para esa familia. No había ninguna razón para creer que el marido de Milvia fuera más escrupuloso que la madre. Luché contra la idea de imaginar a Petro soportando su ataque.

—¿Lo habéis matado?

—Eso será la próxima vez. —La táctica del terror. Meter miedo en el cuerpo y luego darle unos días o unas semanas a la víctima para que piense en la muerte que se le avecina.

Estaban coordinados. El grupo se había abierto hacia los lados y me encontré rodeado. Retrocedí despacio. El tramo de escaleras del gimnasio era empinado y yo quería verlos lejos de allí. Miré un momento hacia atrás, preparado para la fuga. Cuando me embistieron, yo miré a uno pero salté sobre otro, y abalanzándome contra él, me agaché y lo derribé, golpeándole las rodillas; me eché sobre su cuerpo y conseguí subir unos escalones. Pasé el brazo alrededor del cuello de otro cuerpo distinto y lo arrastré conmigo hacia el gimnasio, luchando para ponerlo entre mi cuerpo y el de alguno de los otros. Disuadí a los demás a base de patadas sin dejar de subir. Si hubiesen llevado navajas, habrían acabado conmigo, pero aquellos chicos eran deportistas, y pateaban y yo esquivaba sus golpes como podía. Durante unos instantes me vi muy cerca del Hades. Recibí puñetazos y patadas muy fuertes, pero entonces se oyó ruido más arriba.

Ayuda, por fin.

Perdí a mi hombre pero conseguí retorcerle el pescuezo con tanta fuerza que casi lo maté. Mientras se encogía, tosiendo a mis pies, le di una patada que lo hizo bajar las escaleras volando. Alguien a mis espaldas daba gritos de ánimo. Era Glauco, que salió con un puñado de clientes. Algunos habían estado levantando pesas, vestían calzón y llevaban muñequeras. Otros, entre ellos el propio Glauco, estaban practicando esgrima e iban armados con unas grandes espadas de madera, romas pero que servían para dar un buen golpe. Dos almas generosas salieron incluso del baño. Desnudos y brillantes de aceite, corrieron en mi ayuda. No podían luchar cuerpo a cuerpo pero tampoco nadie podía cogerlos a ellos, y se añadieron a la confusión general mientras nos entregábamos a una encarnizada pelea callejera.

—¡Pierdo el tiempo, Falco! —gritó Glauco mientras ambos nos ensañábamos con un par de duros matones.

—¡Tienes razón! No me has enseñado nada útil…

Por lo general, los clientes del gimnasio de Glauco bruñían sus cuerpos de una manera discreta, sin apenas hablar entre ellos. Íbamos a hacer ejercicio, a utilizar los baños y las manos fieras de un masajista cilicio, pero no íbamos a charlar. En aquellos momentos vi a un hombre que conocía de vista, un famoso abogado, metiéndole los dedos en los ojos a uno de los matones con tanta furia que cualquiera diría que había nacido en los arrabales de Suburra. Un ingeniero intentaba romperle el cuello a otro de ellos y era evidente que la experiencia le estaba gustando. El valioso masajista no metía las manos en líos, aunque eso no impedía que utilizara los pies para unos fines absolutamente inaceptables.

—¿Cómo es posible que te hayan atrapado justo en el umbral de la puerta? —gruñó Glauco parando un golpe y respondiendo con cinco seguidos.

—Estaban escondidos en tu tienda de dulces. Deben de haber salido de ahí corriendo.

Ya te dije yo que las tartas de canela estaban rancias.

—¡Atrás! —gritó Glauco. Me volví justo a tiempo para dar un rodillazo al bastardo que se me ponía delante—. Habla menos y vigila la guardia —me aconsejó Glauco.

Cogí a uno de los matones que estaba a punto de agarrarlo por el cuello.

—Aplícate el cuento —sonreí. Glauco le retorció la nariz hasta que se oyó un chasquido—. Un buen truco. Requiere un temperamento tranquilo —miré a la víctima manchada de sangre—, y unas manos muy fuertes.

Abajo en la calle seguía la acción. Se trataba de un pasaje comercial muy animado.

Los vendedores sólo se detuvieron para alejar sus mercancías del peligro y luego se pusieron a ayudar a Glauco, que era un vecino muy conocido. Los transeúntes que se sentían excluidos empezaron a propinar puñetazos y los que no se sentían capaces de ello, lanzaban manzanas. Los perros ladraban y las mujeres se asomaban a las ventanas de los pisos, insultando y animando a la vez, para terminar tirando, por diversión, dos cubos llenos de vaya usted a saber qué sobre las cabezas de los que peleaban. Los levantadores de pesas mostraban sus pectorales y levantaban pesos humanos horizontales. Un asno asustado resbaló en la calle y se le cayeron los odres de vino que llevaba cargadas. Éstas reventaron, mojaron al hombre que iba montado en el animal y dejaron un charco de líquido resbaladizo en el suelo que se cobró varias víctimas que cayeron al pavimento, siendo terriblemente pisoteadas por el animal.

Entonces, algún idiota avisó a los vigiles.

* * *

Nos alertó el sonido de un silbato.

Cuando los túnicas rojas entraron en el callejón, el orden se restableció en cuestión de segundos. Lo único que vieron fue una escena callejera normal. La banda de Florio, con su larga experiencia, se había volatilizado. De un barril con pescado salado sobresalían dos pies, probablemente de alguien que dormía la borrachera. Una muchacha que cantaba una obscena canción vaciaba en una alcantarilla un cubo con un líquido que parecía tinte de túnica de color rojo. Grupos de hombres cogían piezas de fruta de los distintos puestos y realizaban estudios comparativos. Las mujeres se asomaban a las ventanas llenas de cuerdas de tender. Los perros estaban tumbados de lado y movían el cuerpo desenfrenadamente cuando los transeúntes les hacían cosquillas en la tripa. Yo le comentaba a Glauco que el gablete de sus termas tenía una excelente acrotera de diseño puramente clásico, mientras él agradecía mis generosas alabanzas de su antefija de características gorgonas.

El cielo estaba azul, el sol calentaba de veras. Dos individuos subían desnudos las escaleras del gimnasio y hablaban sobre el Senado, pero aparte de esos, no había nadie más a quien los guardianes de la ley pudieran arrestar.

XLIII

Cuando llegué a la plaza de la Fuente, después de dar un largo rodeo por cuestiones de seguridad, vi que sacaban a Petronio con los pies por delante. Lenia y sus empleadas lo habían encontrado. Vieron salir deprisa y furtivamente a los matones de Florio. No fue la primera vez que deseé que Lenia fuera tan buena viendo llegar los problemas como viéndolos marchar.

Yo corrí al callejón trasero, pasé ante los hornos negros de humo, el estercolero y el corral de los pollos. Corrí por entre las obras de la cordelería, salté por encima de las letrinas y entré en la lavandería por la puerta trasera. En el patio, la ropa tendida y mojada me golpeó la cara y el humo de la madera me asfixió y luego, al llegar al interior, resbalé y caí de bruces en el suelo mojado. Una chica con una tabla de lavar me ayudó a ponerme en pie. Pasé corriendo ante la oficina y me detuve en la columnata.

Petro yacía en una burda litera que habían hecho con las cuerdas de tender y la toga de un cliente.

—¡Apartad! Aquí viene su desconsolado amigo.

—Estoy harto de tus bromas mordaces, Lenia. ¿Está muerto?

—Yo no bromearía. —No, Lenia tenía principios. Estaba vivo, pero su estado era lamentable.

Si estaba consciente debía de sufrir mucho, porque no reaccionó ante mi llegada.

Llevaba vendas en la cabeza, la cara, el brazo izquierdo y la mano derecha y tenía cortes y arañazos en las piernas.

—¡Petro! —No hubo respuesta.

Lo llevaron hacia un palanquín.

—Va a casa de su tía.

—¿Qué tía?

—Sedina, la que tiene la floristería. Hemos mandado llamarla, pero ya sabes lo gorda que está. Si la hubiéramos dejado subir a la oficina, habría muerto. Y además, no quería que la mujer lo viera hasta después de asearlo un poco. Se ha ido a casa a prepararle la cama. Ella lo cuidará. —Era obvio que Lenia se había hecho cargo de todo.

—Muy buena idea. Allí estará más a salvo que en ningún otro sitio.

—El bueno de Petro se pondrá bien.

—Gracias, Lenia.

—Era una banda callejera —me contó.

—Yo también me he encontrado con ellos.

—Pues tuviste suerte.

—Me ayudaron.

—Falco, ¿por qué estará más seguro en casa de Sedina?

—Porque me prometieron que volverían a por él.

—¡Por el Olimpo! ¿Y todo esto por esa amiguita que tiene?

—Me dijeron que era un aviso del marido. Un aviso claro, pero ¿lo escuchará Petro?

—Estará varios días fuera de combate. Y tú, ¿qué harás, Falco?

—Ya me las apañaré.

Mientras el palanquín se alejaba, mandé un mensajero a los vigiles, pidiéndoles que Scythax, el médico, se personase en casa de la tía Sedina para atender a Petro. Pregunté a Lenia si alguien le había contado a Silvia lo ocurrido. Antes de desmayarse, Petro había dicho que no quería que su esposa se metiera en ello. Era comprensible.

—¿Y qué piensa hacer con su querida Milvia? —quise saber.

—Se me ha olvidado preguntárselo —sonrió Lenia.

Helena Justina había ido a casa de sus padres y se perdió la refriega. Cuando volvió, poco después que yo, le expliqué lo ocurrido intentando restarle importancia. Helena siempre notaba cuándo yo disimulaba una crisis. No dijo nada. Vi que forcejeaba con sus emociones, luego me puso la niña en los brazos y nos abrazó a los dos. Como yo era más grande, el beso fue para mí.

Empezó a moverse de un sitio a otro, y a dedicarse a las tareas domésticas mientras intentaba asimilar el problema. De repente oímos voces en la plaza de la Fuente. Me puse en pie de un salto antes de recordar que no debía reaccionar con demasiada vehemencia por si Helena había notado mi nerviosismo. En realidad, ya estaba en el porche, había salido antes que yo. Al otro lado de la calle, Lenia, a la que contemplaban algunos de sus empleados, estaba soltando un discurso obsceno ni más ni menos que a la altiva Balbina Milvia.

Cuando la chica nos vio, corrió hacia nuestra casa. Con una seña, le indiqué a Lenia que yo me haría cargo de ella y le dije a Milvia que subiera. La hicimos pasar a lo que se consideraba nuestra sala de visitas y le ofrecimos asiento. Nosotros nos quedamos de pie.

—¡Oh, qué niña tan bonita…! —comentó ajena a nuestra hostilidad.

—Llévala a otra habitación, Helena Justina. No quiero que mi hija se contamine con la suciedad callejera.

—¿Por qué dice cosas tan terribles, Falco? —se quejó Milvia.

Helena, con rostro inexpresivo, se llevó la cuna de Julia. Esperé su regreso mientras Milvia me miraba con ojos de lechuza.

Cuando Helena volvió, parecía incluso más enfadada que yo mismo.

—Si has venido a ver a Petronio Longo, has perdido el tiempo, Milvia. —Rara vez había visto a Helena hablar con tanto desdén—. Esta mañana le han dado una paliza terrible y lo han llevado a una casa segura, lejos de tu familia.

—¡No! ¿Está herido? ¿Quién lo ha hecho?

—Una chusma enviada por tu marido —explicó Helena con frialdad.

Milvia parecía no comprender, por lo que añadí:

—Florio, que estaba susceptible. Pero es culpa tuya, Milvia.

—Florio nunca lo haría.

—Acaba de hacerlo. ¿Cómo sabe lo que está ocurriendo? ¿Se lo has contado tú?

Milvia vaciló unos instantes y hasta se ruborizó levemente.

—Supongo que mi madre se lo habrá mencionado.

Reprimí una maldición. Era por eso que Rubella había suspendido de empleo a Petro: Fláccida era demasiado peligrosa y su principal cometido era causar problemas a los vigiles.

—Bueno, quizá tuvo un mal día…

—¡Me alegro de que Florio lo sepa! —gritó Milvia desafiante—. Lo que yo quiero es…

—Lo que creo que no quieres —intervino Helena— es destruir a Petronio Longo. Ahora mismo, está gravemente herido. Afronta los hechos, Milvia. Con esto, lo único que conseguirás es que Petro decida lo que él realmente quiere. Y yo sé la respuesta: quiere recuperar su trabajo y, como buen padre, quiere poder ver a sus hijas de nuevo. —Noté que Helena no había mencionado a la esposa.

Milvia nos miró. Esperaba que le dijéramos dónde estaba Petronio pero vio que no teníamos intenciones de hacerlo. Acostumbrada a dar siempre órdenes, se sentía desorientada.

—Dale a Florio un mensaje de mi parte —le dije—. Hoy ha cometido un error, ha hecho golpear a dos ciudadanos libres y, en mi caso, sin consecuencias posteriores; pero el hecho ocurrió delante de varios testigos, por lo que si llevo a Florio a los tribunales, podré contar con el apoyo de un edil, un juez, y dos centuriones veteranos. —Helena estaba asombrada. Yo no podía permitirme los gastos de juicio y tampoco tenía intención de tirar el dinero de ese modo, pero eso Florio no tenía por qué saberlo. Y como investigador, a menudo había hecho trabajos judiciales. En la Basílica había unos cuantos abogados que me debían favores, y le dije—: Si pido una indemnización por daños y perjuicios tu marido se arruinará. Dile que si nos molesta otra vez, a Petronio o a mí, no dudaré en hacerlo.

Milvia se había criado entre gángsters. Aunque fingía no saber nada de su entorno, tenía que haber notado que sus familiares vivían en un mundo en el que imperaba el secreto. La publicidad de un pleito judicial era algo que su padre siempre había evitado, al menos hasta el caso en el que Petronio lo había arrestado. Su marido era un novato en el crimen organizado, pero él también se ganaba la vida en negocios oscuros. Se dedicaba a las apuestas, una actividad basada en especulaciones, sospechas y engaños, y también estaba implicado en el arrendamiento de inmuebles a precios abusivos. Para ello recurría a las amenazas y no a las órdenes judiciales.

—Florio no me escuchará.

—Pues tendrás que obligarlo a que lo haga —le espetó Helena—. De otro modo no sólo será su nombre el que aparezca en portada de
La Gaceta.
También se hablará de ti y tendrás que despedirte de los últimos restos de respetabilidad que le quedan a tu familia. Todo Roma lo sabrá.

—¡Pero si yo no he hecho nada!

—De eso hablará precisamente
La Gaceta. —
Helena sonrió con serenidad. Si quieres aplastar a un nuevo rico, confía en la hija de un senador. No hay nada más cruel que una dama, patricia de nacimiento, destruyendo a la esposa de un advenedizo—. Olvídate de las fechas de abastecimiento de trigo, las reuniones del Senado, los artículos sobre la familia imperial, los juegos y los circos, los milagros y los portentos. Los romanos quieren leer acerca de personas que, cuando se hacen públicas sus aventuras amorosas, afirman que no han hecho nada malo.

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