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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (39 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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Helena sabía lo que yo estaba pensando. Una vez, yo me había maldecido con amargura porque una joven había sido asesinada y yo hubiera podido impedirlo. Eso ocurrió en el pasado pero en ocasiones aún me torturaba pensando que tenía que haber actuado de manera distinta. Todavía odiaba a ese asesino por dejar su crimen en mi propia conciencia. En los últimos tiempos también había pensado mucho en el tío muerto de Helena, el hombre cuyo cadáver tiré a la Cloaca Máxima por orden de Vespasiano. Su hija Sosia, la prima pequeña de Helena, resultó muerta. Tenía dieciséis años, era lista, hermosa, inquisitiva, intachable, intrépida y yo estaba medio enamorado de ella. Desde entonces, no he confiado mucho en mi capacidad de proteger a las mujeres.

—Tengo un mensaje del hombre al que mandamos a los establos de Puerta Metrovia —dijo Petro, interrumpiendo mis pensamientos—. Al parecer, Damonte, el conductor del que sospechábamos, se quedó allí todo el tiempo. Exactamente lo que había dicho que haría. Va a la taberna vecina, pide una bebida y le dura horas. Intenta entablar conversación con la camarera pero ésta se niega.

—¿Y se pasó toda la noche allí? —quiso saber Frontino, que deseaba escuchar algo que implicara al conductor.

—Toda la noche —respondió Petro en tono lúgubre.

—¿Eso exculpa a Damonte?

—La pasada noche.

—No creo que Damonte sea el asesino —nos recordó Helena en voz baja—. Se dice que el hombre se queda en Porta Metrovia por si su ama requiere sus servicios. Quien mató a Asinia la secuestró en Roma y sin embargo tiró la mano al Anio al cabo de unos días, y luego regresó a la ciudad para deshacerse del torso al final de los juegos. Si sigue la misma pauta durante estos juegos, tal vez los vigiles puedan cogerlo entre el tráfico de la Puerta Tiburtina, aunque al precio fatal de la vida de una mujer, me temo.

—La pasada noche sólo circuló transporte público —le aseguró Frontino. Realmente le había sacado todos los detalles al prefecto de los vigiles.

—Y el asesino ¿no podría ser un conductor del transporte público? Uno que venga de Tíbur.

—Es un conductor particular. Trae a alguien para los festivales y luego lo lleva de vuelta a casa —dije, convencido de ello—. Es por eso que hace dos viajes.

—Pero, al parecer, Aurelia Maesia no los hace —añadió Petro con un gruñido.

—No, Helena tiene razón —dijo Frontino—, Nos estamos distrayendo con Aurelia y Damonte. Estamos demasiado desesperados, y si no prestamos atención, se nos escapará algo.

—Esta mañana —intervino Helena—, mientras esperaba que te despertases, he pensado una cosa. Por la manera tan silenciosa que entraste anoche, supe que no había ocurrido nada. Sin embargo, ayer era la inauguración, y pensabais que sería el día en que atacaría.

—¿Y entonces, amor mío?

—Me pregunté qué era distinto en esta ocasión. Pensé en el día negro. Como tú dijiste, para evitar viajar en esa jornada, muchas personas vendrían a Roma un día antes.

El mes pasado, los Juegos Romanos comenzaron tres días después de las Calendas y no se suscitó esa cuestión. Esa vez, el asesino actuó el día de la ceremonia inaugural y esto es lo que pensáis que es más importante. Pero imaginad que a ese maníaco no le interesa en absoluto ese gran desfile. Y si no quería viajar en un día de mala suerte, ¿por qué hacerlo antes? Puede hacerlo después.

—¿Quieres decir que todavía no está aquí?

—Bueno, es sólo una idea. Mientras anoche estabais todos en la calle esperando un ataque, tal vez él llegaba a Roma.

Miré a Petronio y éste asintió melancólico.

—Pues todo sigue por hacer —le dije.

—No tenía intención de relajarme.

Yo pensaba que deberíamos mirar las listas de vehículos que habían llegado la noche anterior procedentes de Tíbur, pero la conversación tomó otros derroteros.

—Necesitamos una estrategia por si el asesino actúa —dijo Julio Frontino—. Claro que todos esperamos que sea visto antes o durante el secuestro, pero seamos realistas, para eso necesitamos mucha suerte. Si se nos escapa y se pone en marcha con la víctima, habrá que perseguirlo.

—Si sale de los límites de la ciudad, los vigiles no tienen jurisdicción.

—Entonces depende de vosotros dos —dijo Frontino—. No os faltarán apoyos. He ordenado unas cuantas disposiciones. Los delitos se cometen en Roma, por lo que si se hace necesaria una persecución, se contará con las Cohortes Urbanas —Petronio, que odiaba a los urbanos, emitió un leve gruñido—. Tengo a toda una cohorte en estado de alerta en Castra Pretoria, con caballos ensillados. El magistrado que juzgue el caso, si éste llega a la corte, tendrá que dar un recibo al prefecto de los urbanos. Está todo arreglado, pero necesitamos un nombre para la orden de arresto.

—¿Qué magistrado? —preguntó Petro.

—Uno llamado Marponio. ¿Lo conoces?

—Conocemos a Marponio. —Petro también lo odiaba. Me miró. Si teníamos ocasión de arrestar al asesino, lo haríamos nosotros, en Roma o fuera de ella, y luego solicitaríamos amablemente la orden.

—Quiero que todo esto se haga de la manera correcta.

—Por supuesto —le aseguré.

Helena Justina se inclinó sobre la cuna para que el ex cónsul no viera su sonrisa.

Cuando Frontino se marchó, Petronio me contó de dónde venía.

—He estado en la Vía Lata —dijo—, a mitad de camino del Altar de la Paz. Muy bonito, muy selecto, grandes casas con mucho dinero dentro, cerca de la Vía Flaminia.

—¿Y qué te llevó ahí arriba?

—Fui a comprobar si Aurelia Maesia estaba realmente con su hermana.

—Pensaba que habíamos llegado a la conclusión de que Damonte era una pista falsa.

—A mí nadie me lo había dicho. Por todos los dioses, trabajar para los vigiles tiene sus problemas, pero no es nada comparable a las frustraciones de trabajar fuera de ellos.

¡Mira! —Dio un golpe a la mesa con la mano—. Esperar escondidos no funciona.

—Entonces, ¿quieres que presionemos al asesino?

—Yo creo en las presiones, Falco.

Ya lo sabía, pero yo creía en las esperas.

—Bien, ¿y la vieja Aurelia estaba allí?

—Sí, las dos hermanas. Grata es más cegata y está más decrépita que Maesia, pero al parecer eso no les impide ocupar cada día sus localidades en los juegos. Por la noche tienen a familiares invitados a cenar. No pueden salir. Allí vive también el padre, muchísimo más viejo que ellas, que nunca va a ningún sitio. Júpiter sabrá cuántos años tiene…

—¿Lo has visto?

—No, el pobre pato estaba durmiendo.

—Qué suerte la suya. —Yo empezaba a ponerme nervioso y quedaban nueve días de juegos por delante.

Al atardecer, me puse mis mejores botas, un cinturón de tiras que nunca me molestaba en usar y dos túnicas gruesas; llevaba una capa, el cuchillo en la bota y una bolsa para sobornos. Me bañé e hice un poco de ejercicio, luego me hice afeitar para llenar una hora y empezarme a calentar ante la torpeza del barbero.

Petronio debía estar perdiendo el tiempo en tediosas confabulaciones con sus colegas en el cuartelillo de los vigiles. Mientras, como no tenía otra cosa que hacer, recorrí toda la vía Apia hasta la puerta Metrovia. Quería ver a Damonte; todo indicaba que no era nuestro asesino, pero tal vez sabía algo de otros compañeros conductores de la zona de Tíbur. Decidí que había llegado la hora de interrogarlo directamente.

Los establos en los que Aurelia Maesia guardaba el carruaje mientras visitaba a su hermana eran el típico cuchitril lleno de ratas grandes encaramadas en los comederos y unos gatos flacos que salían huyendo asustados; asnos, mulas y caballos en peligro de que se les pudrieran las pezuñas mientras dos desaliñados mozos de caballerizas se sodomizaban entre la paja. Había postas para caballos de paso a precios abusivos y postas de caballos de mejor calidad adquiridos con el dinero público y utilizados por el correo imperial. En un letrero se anunciaba un herrador y un forjador pero su yunque estaba frío y su caja de herramientas vacía. Al lado había una pestilente taberna con habitaciones para alquilar, camareras que seguramente también se alquilaban con las habitaciones y una lista de bebidas que demostraba que la regulación de los precios era un antiguo mito.

No encontré a Damonte, el conductor pelirrojo, ni al miembro de los vigiles encargado de seguirlo. Una camarera cuya mirada ceñuda indicaba que tenía motivos para recordarlo bien me dijo que ambos habían salido.

LVII

Si todo hubiese ido con normalidad, habría ido a visitar a Marina, aún me quedaba una pregunta por formularle. En esos instantes no había tiempo para detenerse en la calle del Honor y la Virtud, ni siquiera para hacerme pasar por un buen tío y visitar a mi sobrina. En vez de eso, me encaminé a toda prisa al templo del Sol y la Luna. Allí, tal como estaba previsto, me encontré con Petro y lo puse al corriente del nuevo giro de los acontecimientos. Frontino nos había dicho que podíamos disponer de los esclavos públicos asignados a la investigación, y en un abrir y cerrar de ojos les ordenamos que ocuparan sus posiciones y que hicieran correr la voz entre los vigiles de que había que buscar a un individuo pelirrojo, de aspecto celta y con una pierna coja. Parecía una broma, pero sabíamos que ese tipo podía ser más que peligroso.

—¿Ha cogido el carruaje?

—No, pero eso llamaría mucho la atención. Es tan grande y ostentoso que correría el riesgo de que lo identificaran si lo viesen cerca de una mujer desaparecida. Tal vez vaya a pie a secuestrar a las chicas y luego vuelva al establo.

—Si es él —me recordó atinadamente Petro. Pero cuando alguien que está bajo vigilancia hace algo que no se espera que haga, es muy fácil otorgarle el papel del criminal que andas buscando. Petro se controlaba para no excitarse demasiado—. A ver si ahora no nos equivocamos.

—No. Al menos parece que el hombre encargado de seguirlo lo ha hecho.

—¡Le daremos un premio! —Petro tenía que saber que eso no estaba bien visto en un servicio público, pero el hombre haría un buen trabajo—. Damonte no encaja —murmuró Petro, pero tenia una mirada sombría, como si se preguntara si nos había pasado por alto algo vital y Damonte era, al fin y al cabo, el hombre al que buscábamos.

Lo único que podíamos hacer era esperar como si todo siguiese con normalidad. Nos cambiamos el lugar de vigilancia para que ésta fuera más amena. Esa noche, Petro se apostaría en la calle de los Tres Altares y yo lo haría en el templo del Sol y la Luna. Se golpeó el hombro según el viejo saludo de los legionarios y se marchó. Estaba anocheciendo. Sobre el circo se veía un suave resplandor procedente de las luces y antorchas que iluminaban los espectáculos nocturnos. En esa época del año, los acontecimientos públicos podían ser más mágicos que en verano. Estaba todo más tranquilo y había menos griterío que durante las largas noches de septiembre de los Juegos Romanos. Los Juegos de Augusto, como estaban estrechamente vinculados a la corte imperial, solían ser más apacibles cuando la corte actuaba de una forma respetable, como estaba ocurriendo con Vespasiano. El aplauso del estadio fue cortés, los músicos tocaban a un ritmo mesurado, casi aburrido, que les permitía llegar al tono adecuado cuando exprimían sus notas. Yo casi prefería que desentonasen.

—¡Tío Marco!

Me sobresaltó un grito ahogado. Una larga y estrecha capa hacía todo lo posible por esconder a mi más desgarbado sobrino, aunque bajo el dobladillo del siniestro disfraz, sus sucios pies calzados en unas botas que le quedaban grandes eran un detalle inconfundible.

—¡Por Júpiter! Pero si es Gayo… —Se deslizaba en el pórtico del oscuro templo, arrimándose bien a las columnas y avanzando agachado. Sólo se veían sus ojos.

—¿Es aquí donde vais a vigilar a ese hombre?

—Sal de ahí, Gayo. No te creas que eres invisible, lo único que haces es llamar la atención.

—Quiero ayudar.

Como no parecía haber peligro en ello, le describí a Damonte y le dije que si lo veía debía avisarme o decírselo a los vigiles. No correría ningún riesgo. Por lo que sabíamos, al asesino de los acueductos no le gustaban los chicos. Y aun en caso contrario, si olía a nuestro apestoso Gayo, lo pensaría mejor. Le rogué a mi sobrino que, cuando se cansase de la vigilancia, volviera a casa y cuidara de Helena por mí. Ella lo mantendría bajo control. Después de unas cuantas quejas acerca de la injusticia, se marchó, confundiéndose entre las sombras. Lo vi alejarse a grandes zancadas, como si practicase pasos de gigante. Como en el fondo era un niño, jugaba a pisar las grietas del pavimento por si un oso se lo comía. Tenía que haberle dicho que lo que realmente importaba era evitar las grietas.

Según todos los presagios, iba a ser una noche irritante. Apenas me había librado de Gayo cuando un nuevo castigo surgió de las sombras.

—¿Qué pasa, Falco?

—¡Anácrites! ¡Por Júpiter!, ¿por qué no te pierdes?

—¿Para que no me vean?

—¡Cállate!

Se puso en cuclillas en las escaleras del templo, como un vagabundo que contemplase a la multitud. Era demasiado viejo y su estilo demasiado ostentoso para que lo confundieran con uno de los chicos encargados de los altares. Aun así, tuvo la osadía de decir:

—Estás aquí tú solo, veo.

—Si los idiotas como tú me dejaran en paz, podría apoyarme contra una columna con un puñado de croquetas frías y pasar por un chico que espera a un amigo.

—Vas mal equipado —comentó—. Puedo verte desde media manzana de distancia. Se te nota preparado para entrar en acción. ¿Hay alguna movida esta noche?

—Si te quedas en este templo, el que se va a mover seré yo.

—Yo podría ayudar, ya sabes —dijo, tras ponerse en pie.

Si se nos escapaba el asesino porque rechazaba su oferta, en la Administración nadie aceptaría el razonamiento de que yo lo consideraba un idiota. Anácrites era el jefe del Servicio Secreto. Estaba de baja por enfermedad y le habían asignado tareas ligeras en la Compañía de Aguas pero, en última instancia, trabajaba para la Administración, como yo. Por otro lado, si Anácrites arrestaba al asesino porque yo le había dado las pistas, Petronio Longo me estrangularía. Eso aún lo soportaría, pero no las otras cosas que Petro podría hacerme antes de eso.

—Todavía vigilamos a nivel general: buscamos a cualquier hombre que mire a una mujer de manera sospechosa. Sobre todo si tiene medio de transporte.

—Mantendré los ojos abiertos.

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